jueves, septiembre 17, 2015

Los excluidos (Nostalgia de juventud)

Danse Macabre en El séptimo sello de Bergman
Los Excluidos es una novela de Elfriede Jelinek, escritora austriaca ganadora del Nobel en 2004. De acuerdo con el comité, se hizo merecedora del galardón "for her musical flow of voices and counter-voices in novels and plays that with extraordinary linguistic zeal reveal the absurdity of society's clichés and their subjugating power". Juicio que demuestra lo absurdo de leer en traducción y de todo lo que pueda decir yo sobre la versión de Carmen Vázquez de Castro.

Su prosa no es particularmente buena, envolvente u original. Cosa que puede ser culpa de la traducción al español. ¿Qué tanto se puede juzgar la prosa de la austriaca cuando se le lee en español? Pero el lenguaje de Jelinek/Vázquez no es especialmente memorable. Me gusta su tono desencantando, directo y con aire de exponer sólo lo esencial. Hace la lectura ágil, sencilla y, por eso mismo, no se trata de un libro que atrape, envuelva y no deje salir. Es bello, pero no a la manera de Dumas, Marías o Winterson. Tres glorias de la prosa si las hay. El lenguaje de los Excluidos es instrumental, una herramienta para provocar lo otro, lo que sí resulta memorable.

El libro encierra la trágica experiencia de ser joven, aquí o entonces, “a finales de los años cincuenta” como empieza el libro. Del sentimiento de no estar ahí nunca del todo. O a veces en absoluto. Como se prefiera. Uno es joven porque está excluido de forma permanente. Excluido de la satisfacción de sí, de sus esperanzas vitales, de los planes y el futuro. Amarrados en un eterno presente que parece siempre de vida o muerte, en la juventud nos vemos por completo incapaces de integrar nuestra narrativa a la del mundo, la de la familia y aún a la de los amigos. Y sin embargo, estamos unidos. Es una época feliz en que puede uno ser intelectual que lee a Camus, Sartre y Nietzsche con pedantería, pero se empeña en creer que el amor está en el rostro de la princesita ignorante que vive de vestidos lindos y dinero. En que las respuestas fáciles y los juicios inmediatos tienden puentes a la vida. Ser joven como lo retrata Jelinek, es una época triste y contradictoria que todos olvidamos demasiado pronto. Apenas ha pasado, actuamos como si nunca hubiera sucedido. Nos apartamos de todo lo que nos recuerde haber sido esa suma de absurdas contradicciones que juzgamos entonces de la máxima importancia. Excluidos de la satisfacción, la renuncia o la transigencia; jóvenes fuimos los eternos homicidas de la esperanza y de la suerte. El relato de Rainer enamorado de Sophie, quien no ama a Hans, pero gusta de usarlo y de Anna, a quien Hans no ama y usa, pero quien a su vez, piensa que ama a Hans, es una dance macabre, mitad broma y mitad indiferencia. Es en esto último que el lenguaje de no-Jelinek resulta central. Es tan plano y directo que revela con la misma intensidad la loca importancia que dan los niños a sus preocupaciones y la absoluta indiferencia de esas preocupaciones ante esta realidad que excluye toda trascendencia.

Un libro precioso. Que me ha hecho sentir nostalgia por aquella época en la que pensaba que con poesía, libros y saber convencería a esa hija de oficial para que me amara con la misma contradictoria belleza de lo que es al mismo tiempo indiferencia y destino. Al final obtuve algo memorable y bello. Pero nunca logré que me amara, menos con mi pedantería teosófica. Ella tenía asuntos más serios y triviales que atender. Nada como ese amor serio por su valor metafísico que hacía invisible al tiempo, ese demonio que reduce el amor, la carne y todo a nada. Amor que no existe, que es pura imaginación. Qué bonito libro. Qué nostalgia.

Lo leí por recomendación de m amiga Alicia, a quien dedico estas rememoraciones de juventud, esta nostalgia y estas líneas.

miércoles, mayo 27, 2015

Huye, escóndete, calla


Credo. Renuncio a la causalidad y a la idea de agencia; asumo que soy objeto de la vida y sus accidentes. Nada puedo hacer para dirigir los hechos. La hipótesis de la voluntad es aberrante. El deseo es un sinsentido. Esta es mi fe: no soy. No soy causa. No determino mi existencia. El conocimiento real o inventado que poseo o puedo adquirir sobre mis actos y mi circunstancia son inútiles, no cambian mi vida. Los actos no existen. Creo en los hechos. Hay hechos. Los hechos no tienen finalidad. Creer en cualquier finalidad es el origen de la desgracia. El hecho de la muerte es la demostración plena de que la voluntad, la agencia, el sentido y la finalidad son mentira.



1. Todo se perfecciona según su naturaleza. Con la misma certeza con que sabemos que la muerte espera, así sabemos que la desgracia, el dolor y la tristeza son inevitables. Sabemos que cada instante de alegría se paga al precio de lucha y eternidad de ausencias. Cada unión, cada amistad, cada amor, llevan la misma advertencia: habrá un final desastroso. Por traición o muerte, todo contacto humano termina siempre en soledad; cada comida en apetito nuevo, cada libro en punto final y olvido.

2. El emperador de todos los males. En los exorcismos es necesario conocer el nombre del enemigo. A los demonios se les domina por el nombre. Lo mismo pasa en el amor. Se grita el nombre de la pareja enojada, en crisis o completamente loca para que recuerde, para que tenga poder sobre sí misma. Se susurra el nombre del enfermo para despertarlo. El del muerto para darle vida. Aquí buscamos al demonio de la enfermedad, su nombre como si decirlo en voz alta fuera un tratamiento. Así grita también el exorcista el nombre del demonio para controlarlo. Como si tener la capacidad de decir “es un tumor” ayudara en algo, como si saber el nombre del demonio que se te metió o meterá en el cuerpo en algo sirviera para sacarlo y devolverte la mirada de reconocimiento cuando cruzas tu mirada con la mía. ¿Quién eres y qué hiciste con ella? Le gritaré alguna vez al amasijo de células que borrará de tu cuerpo todo rastro de ternura, de tu memoria toda imagen mía, cada palabra amable que me hayas dicho y hasta la intención posible de volver a decir “¿quién eres y qué hiciste con ella?”. La muerte es la respuesta del tumor, ese demonio que es legión.

3. Fenomenología de la muerte. Es inevitable recibir esa llamada que hace una voz indiferente y sin rostro, casi siempre desconocida: ya se sobrevive, aunque uno no sepa. La llamada para decir que alguien ha enfermado, que ha muerto, que se ha ido o no volveremos a verle. En ese momento pesan sobre el corazón todos los recuerdos del principio, de la lucha inicial cuando con temor y temblor conquistamos un año o diez de alegría pura, lo que sea que tarde una vida en extinguirse. Se pierde todo en un telefonazo. Esa llamada se esconde tras la primera sonrisa. Esa llamada sería imposible sin el primer cruce de miradas, las primeras caricias torpes. Sería imposible ese derrumbarse en el umbral de la puerta o con el teléfono en la mano. Hay que admitir que cuando uno acepta y es aceptado, acepta también el mínimo y entonces imperceptible defecto genético que terminará por comernos desde dentro, apenas con un veneno detestable como exorcismo sin garantías. Uno acepta el cigarro o la anorexia o la falta de ejercicio, la distracción o cualquier otro detalle que terminará en muerte o abandono: enfermedad, caer de un puente, un asalto o cualquier cosa. La muerte como fenomenología pura. No hay víctimas de la muerte. Hay el hecho de la muerte. El amor y la belleza nos recuerdan nuestro sitio frente a la muerte.

4. La historia. Un buen día asoma en la carne amada ese señor Pendejo, al que odiaba Sabines y yo también. El emperador de todos los males. Cualquiera entiende que esas células y esa herida son parte del cuerpo y la vida que corre en cada vena de las manos milagrosas a las que decidí apostar y perder corazón, futuro y sueños cuando me enamoré. Cualquiera sabe que existen siempre dos opciones: morir juntos o sobrevivirse. Y es más probable lo segundo, más deseable. Así reza el idiota: “Soy el guardián y el profeta de tu lecho de muerte. Desde ahora conozco y espero el momento de cerrar tus ojos o tomar tu mano y decirte adiós. Esa es la única promesa de amor que tiene sentido: la de esperar y desear tu muerte antes que la mía, porque en ese modo acaso te ahorre el sufrimiento que es quedarse atrás y haber perdido a quien se amaba”. Y suena lindo, pero antes que desear la muerte del otro, habría que desear su vida y evitarle el sufrimiento sin desear su muerte adelantada.

5. Remedio. Quizá bastaría con detenerse el primer día, evitar la primera mirada, el primer beso y tantas cosas. Porque desde el principio se adivina la tragedia: Te sobrevivo desde ahora, antes de ser mía o ser yo tuyo, porque tengo la certeza de que serás algo en mi vida, que será preciso sobrevivirnos el uno al otro. Sé que llegará el día en que habrás sido. ¿Cómo atreverme a quererte en este instante donde convergen todas las posibilidades de futuro y ausencia? Para no sobrevivirte sería necesario no haberte conocido, no haberte pensado siquiera. Por más que intuya felicidad en tu carne, en ella se esconde también esta condena. ¿No es lo que nos une? Quizá mientras intento conquistarte y amar tu cuerpo firme y lleno de vida, lo que busco en realidad es mi muerte, mi perdición o, sobre todo, mi cansancio final y sin remedio.

6. Intervención. Un día se me aparece el creador, el autor, dios, quien sea. Me dice: escoge tú, quien quiera que seas y sufres por sobrevivir, escoge si deseas tanta desgracia como precio de tu felicidad. Escoge ahora que aún no la ves ni la encuentras (aunque claro, al presentarse la decisión, en algún modo ya la he encontrado, ya todo está escrito). Escoge ahora que eres dueño absoluto del tiempo, ahora que coinciden pasado y futuro. ¿Quieres que sea ésta tu historia? ¿Su historia? Puedo escribir otra, basta con que decidas tomar otro camino esta tarde o salir y pegarte un tiro, escoge si es éste el futuro que deseas que yo haya escrito para ti.

7. El antimilagro. La oportunidad de escoger el futuro y el pasado. Sí, ¿pero quién de nosotros creería realmente en su autor si se le presentara en un bar o con portentos en el cielo? Su presencia misma revela lo inacabado de la historia, su posible mutabilidad. El diálogo se reduce a esto: Tú que sabes lo que va a suceder, dime, ¿puedes escribir algo mejor? ¿Si tomo otro camino seré más feliz? ¿Si me pego un tiro ahora mismo evito algo o puedo remediar todo lo que ya ha sido? La respuesta es, sin duda, no. Porque de otro modo la intromisión del autor sería inútil, no habría sucedido. Podría escribir algo distinto —diría el autor— y si el dolor conoce grados, quizá habré escrito algo menos doloroso. Pero el dolor no conoce grados, porque es siempre único, porque el dolor no tiene historia. Sólo sé que puedo darte algo distinto. La decisión carece de sentido: un dolor único u otro dolor sin historia. Cuando el autor admite la posibilidad de haber escrito algo distinto, uno sabe que no es dios.

8. Falso consuelo. ¿Entonces? Un Dios verdadero se aparecería al final de la vida para invertir el orden. Sólo en el momento final, ante el hecho de la muerte, nos pediría tomar las decisiones en retrospectiva y empezar a vivir en reversa. Tras el divorcio que nos arruina decidir si quería casarme o ser infiel. Atrapado bajo los restos de mi casa que se vino abajo decidir si quise vivir ahí. Tras la muerte prematura, la violación o el secuestro de los hijos decidir si querríamos haberlos tenido. Tras la muerte de los padres decidir si habría sido mejor no nacer. Frente al cadáver de la mascota decidir si quisimos adoptarla. Si preguntamos, la mayor parte de la gente dirá que la desgracia no cambiaría sus decisiones. Que aún en reversa vivirían del mismo modo. Mienten. Mienten cuando dicen que todo dolor vale la pena por la felicidad vivida. ¿Qué tanto dolor es preciso poner en la balanza de la imaginación para evidenciar que mienten? La felicidad no vale tanto, ni es tan intensa. La miseria es mucho más grave de lo que la recordamos. Al llegar al origen ese Dios verdadero nos daría otra oportunidad, escoger sin saber las consecuencias, vivir como vivimos, en incertidumbre. También dirán que no cambia nada. También mentirían. El saber y la ignorancia son falsos consuelos porque nada cambian.

9. Otra fenomenología de la muerte. La muerte es un hecho. No tiene víctimas. Nada se supera, a lo sumo se le sobrevive. Uno no supera las separaciones o la muerte de los queridos; como mucho las sobrevive y espera con secretos ruegos que nada se repita. Así la vida nos va quitando: cada persona, cada encuentro y desencuentro nos disminuyen, a cada uno sobrevivimos con más precariedad. Buscamos olvidar, no pensar en ello, imaginar el hecho como algo acabado y provechoso. A eso le llamamos “superar” pero se trata de sobrevivir. Puesto que no hay un sentido y la voluntad es ilusión, sólo se sobrevive porque no se muere aunque se muera muchas veces en cada vida y se pierdan muchas vidas en cada muerte.

10. Apariciones. La llama del amor no se extingue a través o con el mismo cuerpo/alma que la encendió. ¿Con qué se extingue entonces? Con su ausencia tampoco. Es misterioso el amor, pero es más misteriosa su desaparición.

Credo.
Renuncio a la causalidad y a la idea de agencia; asumo que soy objeto de la vida y sus accidentes. Nada puedo hacer para dirigir los hechos. La hipótesis de la voluntad es aberrante. El deseo es un sinsentido. Esta es mi fe: no soy. No soy causa. No determino mi existencia. El conocimiento real o inventado que poseo o puedo adquirir sobre mis actos y mi circunstancia son inútiles, no cambian mi vida. Los actos no existen. Creo en los hechos. Hay hechos. Los hechos no tienen finalidad. Creer en cualquier finalidad es el origen de la desgracia. El hecho de la muerte es la demostración plena de que la voluntad, la agencia, el sentido y la finalidad son mentira.

miércoles, mayo 06, 2015

Sobre el perdón

I do repent, but heaven hath pleas'd it so
To punish me with this, and this with me,
That I must be their scourge and minister.
I will bestow him, and will answer well
The death I gave him. So again good night.
I must be cruel only to be kind.
Thus the bad begins and worse remains behind.
Hamlet. III-4




El otro conserva el profundo dolor que sentía antes, pues no hay nada de consolador en el hecho de que tú hayas cometido una sinrazón y se lo hayas dicho; hasta se acuerda del espectáculo penoso que le has ofrecido, despreciándote delante de él, como de una nueva herida que te debe; con todo, no piensa en la venganza y no comprende cómo podría haberse desvanecido la ofensa entre él y tú. En el fondo, tú has representado la escena ante ti mismo y para ti; habrás invitado un testigo, pero en interés tuyo, no por él; no te engañes a ti mismo.
—Nietzsche, Friedrich. Aurora.


A estas alturas soy incapaz de encontrar las palabras que busco, escondidas en un libro de Nietzsche, aunque también podrían estar en el libro de alguien más, explicación tan válida como mi mala memoria para el hecho de que no las encuentre. Acaso, puede pensarse, son palabras que pensé yo mismo, y en un acto de memoria y soberbia, les puse el nombre y la firma de Friedrich N. para prestarles la fe y el valor que sólo los grandes muertos le imprimen a las palabras. El nombre y las palabras exactas quizá no importan, sino el sentido, y es este: “lo que no perdono de la traición, no es lo que me hiciste pasar o de lo que me privaste, sino que por ella me has hecho incapaz de confiar de nuevo en ti. Nunca más. Y nada hay más valioso, ni que duela tanto perder, como la fe en un amigo”. Algo así decía Nietzsche. Y si no lo dijo, alguna vez se le habrá ocurrido, tan enrevesado como era. O lo dije o se me ocurrió a mí. Tanto da, porque a todos nos han traicionado, o nos hemos traicionado solos, o traicionamos a los demás. Con una indecencia, con una mentira. Con palabras o acciones, pero todos somos traidores y nada duele tanto en la traición como ese perder la inocencia, como ese cuestionar infinito y a futuro toda promesa, toda amistad, todo amor y toda felicidad. Por la traición llegamos a esa tercera etapa de la felicidad, que puede ser de Benedetti o de Kertesz, o de Primo Levi, o de los tres: cuando ya no se puede ser feliz porque uno sabe que toda felicidad termina. Cuando uno sabe que tiene amigos porque no han tenido aún tiempo, oportunidad o deseo de traicionarnos. El fin de la inocencia o de la fe. Uno aprende, se hace viejo o madura, lo mismo da. Uno se va quedando solo y lleno de traiciones.
      Haya dicho lo que haya dicho quien lo haya dicho o escrito, en los últimos meses he tenido oportunidades serias para pensar en la traición y su vástago maldito, el perdón. Que es de quien quiero escribir, pero como buen evangelista, me toca empezar por la filiación, el origen y sus ecos. Yo perdono. Tú perdonas. Estas oraciones siempre exigen la pregunta: sí, pero ¿qué se perdona?
      ¿Y cómo contarlo sin cometer también traición? Sin traer al banquillo de los acusados o a la vergüenza pública al traidor. Sin llamar a cuentas o contar eso que no debió pasar y por lo mismo no debe ser contado. Porque yo lo he dicho o escrito antes, seguramente parafraséando a otro, o robándome franca y traidoramente sus palabras: contar es traicionar, es repetir y perpetuar lo que no debió haber sido o que, si llegó a ser, no debió contarse, aún sin haber sido. Porque contar hace superfluo lo que fue y no, le da o le presta carne a los fantasmas y los aparecidos, a los no venidos y los inexistentes y, en todo caso, contar algo es traicionar lo que está en nombre de lo que se inventa.
     Así pues, ¿cómo hablar del perdón sin hacerse también traidor? Y lo mismo, cómo traicionar sin pedir, o recibir sin haber pedido, perdón. En silencio o a distancia, merecido o no. Es claro que la traición es ocasión de tomar la parte del otro y decir, como un dios, un rey o un amo: te perdono. Y aún así, sin rencores incluso, seguir perdiendo la inocencia a través de la experiencia sola. No por el juicio ni el intelecto, sino sólo porque se ha vivido, se sabe sin lugar a dudas que sólo hace falta tiempo, ocasión o ganas. Y de ahí no hay quien te salve o te cure, por mucho que perdones y se laven todos y no quede huella sino el acto o la memoria misma de lavarse y perdonar, con, o sin razón. Con, o sin soberbia. Espectáculo al fin y al cabo, del que pide o del que otorga sin que le hayan pedido nada ni se acuerden de él o ella. Porque acaso son ellas las que más sufren de traiciones. O no. Pero soy hombre y me gusta pensar que son los o las otras quienes llevan la peor parte. Pocas justificaciones tan poderosas hay para seguir viviendo o para imaginarse que uno es feliz. Aún. Todavía. Ya veremos...
       En fin, que pedir perdón no sana heridas. Y perdonar tampoco. Sólo sanan las heridas que no se han causado, las que uno se imagina en pesadilla o se teme, pero al revisar la carne nota que no estuvieron nunca. Lo otro, la traición, es descubrir de pronto que donde siempre imaginó tener un brazo o un dedo no tiene nada. Que le falta algo que uno imaginó era suyo y parte suya, pero nunca estuvo, por más que lo hubiera visto, sentido o tocado todos estos años. Perdonar no remedia nada, ni arrepentirse tampoco, pero así vamos tirando. Porque uno prefiere imaginarse que esa ausencia o falta es pesadilla y la realidad está al revés, ocupada por los miedos, en vez de aceptar que el miedo es realidad. Y entonces perdona. ¡Qué remedio! Mejor imaginar que se tiene un ojo o un amigo, que vivir tuerto y solo...




Si no me hubieras dicho nada —añadió—, si me hubieras mantenido en el engaño. Cuando se lleva uno a cabo, hay que sostenerlo hasta el final. Qué sentido tiene sacar un día del error, contar de pronto la verdad. Eso es aún peor, porque desmiente todo lo habido, o lo invalida, uno tiene que volverse a contar lo vivido, o negárselo. y sin embargo, no vivió otra cosa: vivió lo que vivió. ¿Y qué hace uno entonces con eso? ¿Tachar su vida, cancelar retrospectivamente cuanto vivió y creyó? Eso no es posible, pero tampoco conservarlo intacto, como si todo hubiera sido verdad, una vez que se sabe que no lo fue. No puede hacer caso omiso, pero tampoco renunciar a años que fueron como fueron, ya no pueden ser de otro modo, y de ellos quedará siempre un resto, un recuerdo, aunque ahora sea fantasmagórico, algo que ocurrió y no ocurrió. ¿Y dónde coloca uno eso, lo que ocurrió y no ocurrió?
Marías, Javier. Así empieza lo malo.



martes, marzo 10, 2015

Estaciones 2014



Veinticuatro lecturas memorables en un año es muchísimo, casi un milagro. Quizá se debe a que en 2014 rompí récord con el mayor número de libros leídos en un año desde 2001 y eso mejora las probabilidades de toparse con un buen libro. Eso del récord es, sin duda, un dato inútil. La cifra es lo de menos, lo importante es que, fruto de esa experiencia lectora, comparto aquí algunos títulos que me impactaron con más fuerza que otros. Esta lista es como una mano extendida en amistad, como una inscripción en la pared que dice, para quien sabe entenderlo “a mí también me duele”. Y es que varios de estos títulos, duelen.


ARENDT, Hanna. Eichmann en Jerusalén. Una mirada seria y desencantada a la mitología del mal, o a su humanidad. Según Arendt, no existe nada especial ni sobrehumano en los héroes o los villanos de la historia. Cada uno es tan trivial, tan humano, tan insignificante como todos nosotros.


BADIOU, Alain. In Praise of Love. Una reflexión sobre la posibilidad, el contenido y la experiencia vital que encerramos en eso que se llama amor. Cortesía de uno de los filósofos más importantes de nuestros días.


COETZEE, J.M. Desgracia. Coetzee no es cruel, es inhumano. Y en esa inhumanidad encuentra la belleza pues, como decía Nietzsche, uno se estremece ante los sufrimientos del héroes y sin embargo presiente en ellos un placer superior. Coetzee nos hace ver con claridad y desear estar ciegos.


DeBARBERY, Muriel. The Elegance of the Hedgehog. Una historia tierna y bien contada sobre un suicidio anunciado, la vida que empieza, la vida que termina, la vida que nunca fue. Y del modo en que ese infierno que son los otros, a veces es también esperanza.


FALLADA, Hans. Alone in Berlin. La historia, ubicada durante el régimen fascista en Alemania es una exploración de la insignificancia de los actos individuales y, al mismo tiempo, una demostración de la trascendencia de esos actos a través de sus consecuencias. El acto está separado de sus consecuencias. Novela negra, histórica, detectivesca, sentimental, filosófica. Una verdadera joya.


GAIMAN, Neil. Good Omens. En esta visión cómica, divertida y enrevesada del fin del mundo, Gaiman comprende mejor a Dios y al diablo que cualquier texto sagrado. Las predicciones de la desconocida Agnes se hacen realidad, aunque no como Dios, el diablo, o cualquiera con algo de buen sentido, lo habría imaginado.


HIRADE, Takashi. El gato que venía del cielo. Una mirada llena de nostalgia hacia lo cotidiano. Hirade escribe una carta de amor a los momentos pasajeros que constituyen el fundamento de toda felicidad.


KEYES, Daniel. Flowers for Algernon. La novela clásica de Keyes presenta una desoladora visión respecto a la relación que existe entre la inteligencia y la sinceridad. ¿Sería mejor ser estúpido y feliz? ¿O prefiero la consciencia, aunque su precio sea la miseria?


KING, Stephen. The Gunslinger. The man in black fled to the desert and the gunslinger followed. Así empieza la historia de todas las historias. La primera de ocho novelas, publicadas a lo largo de treinta años, que constituyen una de las mejores obras literarias que, por su flexibilidad, se califican de fantásticas.


KING, Stephen. The Running Man. Este libro encierra lo mejor del espíritu humano: la entereza, el valor y la determinación aún frente a las peores circunstancias posibles. Y cuando no hay posibilidad de triunfo, arrastrar con uno al mundo entero, just for spite. Or justice. El libro no se parece en nada a la adaptación cinematográfica con el gobernator. El libro es arte.


KING, Stephen. Different Seasons. Cuatro novelas, cuatro etapas de la vida, cuatro reflexiones maravillosas que nos enfrentan con lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. No hay una sola línea que sobre en este libro. Tres de las cuatro historias han sido bellamente adaptadas al cine: Stand by me, Apt Pupil y The Shawshank Redemption; ésta última es considerada la mejor película de la historia por los sitios de crítica agregada.


KUNDERA, Milan. La broma. La primera novela de Kundera hace pensar que el autor checo nació como Atenea, adulto, vestido de todas sus armas y escribiendo con perfección estilística y contenido. La historia de una insignificante broma y sus consecuencias desastrosas sobre la vida, nos hace reflexionar no sólo sobre lo imprevisible de esas consecuencias, sino también sobre lo variadas y grotescas que pueden ser. Hasta lo más sagrado termina en risa: “Las ideas inventadas no son algo inútil. Son precisamente ellas las que hacen de nuestras casas hogares


KUNDERA, Milan. La vida está en otra parte. La historia del artista, el poeta, es la historia de todos los que creemos en el arte. Del dolor, el desencanto, la madurez y la frustración que lo acompañan: el camino hacia la vida verdadera siempre es demasiado largo, nunca puede llegarse a la meta.


KUNDERA, Milan. La despedida. Aquí Kundera nos narra no sólo una despedida sino muchas, múltiples, de distinta naturaleza. Con el objetivo quizá, de hacernos entender que sólo hay una cosa de la que hay que despedirse: el orden, porque “el ansia de orden es el virtuoso pretexto con el cual el odio a la gente justifica su actuación devastadora”.


KUNDERA, Milan. La identidad. Ya he dejando antes una pista sobre este libro devastador: http://yonosevivir.blogspot.mx/2014/11/milan-kundera.html


KUNDERA, Milan. La lentitud. La historia se propone demostrar una idea sencilla: “Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoquemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él”. Como siempre, Kundera hace una demostración dolorosa, al mismo tiempo lenta y veloz.


KUNDERA, Milan. Jacques y su amo. Dice Kundera que su intención con este libro es rendir tributo a Jacques el fatalista de Diderot. Lo hace maravillosamente, pero también invita a leer a Diderot: “¡Oh, señor, el que ha escrito allá arriba nuestra historia debe ser un poeta muy malo, el peor de los poetas malos, el rey, el emperador de los malos poetas!


KUNDERA, Milan. La insoportable levedad del ser. De este nada puedo decir que no haya sido dicho infinidad de veces. Leerlo es haber vivido.


McEWAN, Ian. Atonement. McEwan hace estallar las convenciones literarias en todo sentido para hacernos entender que a veces no es lo sucedido lo que duele, sino lo otro, lo que no pasó, lo que debió pasar, lo que nos arrebatamos y nos arrebataron. Es una historia de guerra, de un crimen, de un amor, de crecimiento, de infancia, de futuro y de nada. Pero no conozco a nadie que no llore.


MURAKAMI, Haruki. Después del terremoto. Una mirada de conjunto y sin sentimentalismo a los actos de terror provocados por le fanatismo. Los heridos que no pueden dar sentido a la experiencia. Los muertos que nada dicen. Los fanáticos que creen sin creer. Y todo lo que hay en medio. Para escribir este libro hizo falta valor y sinceridad. Para leerlo, también.


MURAKAMI, Haruki. Años de peregrinación del chico sin color. ¿Qué es lo que une a las personas? ¿Y qué los separa? Esta peregrinación en busca del pasado, de una razón y de una reconciliación con la vida es otra obra maestra de Murakami.


ONETTI, Juan Carlos. Cuando ya no importe. Una lectura desoladora, deprimente y bella. Con esa belleza que sólo puede encontrarse en la desesperanza.


TALEB, Nassim Nicholas. Antifragile. Otra obra maestra del autor Libanés que gusta de poner la sabiduría convencional patas arriba. Esta vez nos habla de que a veces es posible beneficiarse de la desgracia, del desorden y del azar. Una visión económica, científica y humana sobre el modo en que cada prueba, cada persecución, cada prohibición, contribuyen a fortalecer aquello que se buscaba destruir. Lo mejor que puede pasarle a un libro, por ejemplo, es que lo prohiban.


WINTERSON, Jeanette. Why be Happy When you Could be Normal? En esta novela semi autobiográfica, Winterson nos habla de las dificultades que enfrentó al construir su identidad en el seno de una familia religiosa. Las tensiones dolorosas que construyen a la persona: los ideales, la lucha perpetua con los padres, el amor, la sexualidad. Es un libro doloroso y bello, pero sobre todo, es honesto.













viernes, marzo 06, 2015

Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente

Quizá alguna vez alguien se pregunte, ¿en qué consiste la cuádruple raíz del principio de razón suficiente según Arthur Schopenhauer? ¿Qué consecuencias tiene? ¿Qué ventajas ofrece sobre otros sistemas de pensamiento? Quizá nadie llegue a preguntarse algo así jamás. No importa, esta es mi contribución al mundo. Parte de mi legado filosófico social. Y el que no le entienda...



martes, febrero 17, 2015

Lamento de Leandro

Ich geh doch immer auf dich zu
mit meinem ganzen Gehn;
denn wer bin ich und wer bist du,
wen wir uns nicht verstehen.
                                            —R. M. Rilke



Una despedida pensé aquella noche de domingo al cerrar los ojos, eso pensaría cualquiera al irse a dormir. Una despedida tierna esa mañana, rememorándola con los ojos abiertos o cerrados, intentando acomodarse entre las sábanas, una despedida en el desayuno, en las últimas caricias y las manos que se entrelazan todavía en la memoria. En esos besos desesperados que aún se sienten por la noche, en esos últimos instantes de conciencia en que uno no sabe si ha de morirse o si despertará después siendo otro o siendo el mismo. Una despedida llena de amor y de esperanza, llena de dudas y de la lenta agonía de estar lejos, de apartarse por voluntad contaminada de necedad. Porque ninguna falta hace enfrentarse otra vez a la noche en soledad, a la certeza de que es imposible verla, de que no hay coincidencia que una los caminos, ni fuerza ni encuentro posible porque estamos tan lejos y la noche tan fría aunque no haga frío en absoluto. Una despedida pensé entonces, aquella noche, última noche. Después la noche de los tiempos, la tempestad de los días que pasan sin acercarnos, que apartan a este Leandro idiota de su fingida Ero. Una despedida antes de volver a cruzar el río, guiado por esa lamparita distante, con la esperanza de llegar alguna vez a conciliar la vida que no vivimos juntos. Que no viviremos juntos. Pero estaba equivocado. Fue la última vez que nos despedimos de ese modo. Nunca más la abrazaría y la besaría enamorado. No volvería a sentir su piel cercana, cálida; nunca más sentiría su perfume que llenaba al mundo en ausencia, cada noche, todas las noches, en aquellas noches que fueron mis días de quererla y extrañarla y no tenerla. No fue una despedida. Fue un adiós. Pero yo no lo sabía. Y por eso aquella noche, al cerrar los ojos y soñar despierto con el desayuno de esa mañana, con las caricias y los besos desesperados, con el amor que volvería a ser, con tantas cosas, pensé que había sido una despedida. Aún haría falta el paso de muchas noches antes de despertar siendo otro, pero aquella no fue una despedida, no fue un hasta pronto. Fue el instante en que se sucumbieron los planes y el futuro. No quedó nada porque Leandro se ahogó cuando su Ero apagó la luz y no volvió a asomar el rostro nunca más. En la noche de los tiempos y la tempestad de los días. No fue la brisa. Fue ella quien apagó la luz. Y él se despidió la noche previa, pensando que sólo se despedía, pero al decir adiós y cruzar el río con la esperanza de volver, no sabía, no podía saber que ya no tenía futuro. Que ahí se había terminado y caminaba muerto en vida, esperando ansioso la noche siguiente, con su viscosa oscuridad y esa luz distante para cruzar el río, la luz que no existió nunca, porque al decir hasta pronto ella sabía que no volvería a encender la luz, que era hora de volver la espalda a la noche, hora de cambiar de amante, de sacrificarle otro amor a los dioses. Una despedida, pensé. Pero era la última. Era el principio de un lento ahogarme esperando la llegada de una luz distante que no brillaría otra vez. Nunca más.

Febrero 17, 2015

martes, enero 13, 2015

San Kant no escuchará mis ruegos

Contar la historia y repasar en voz alta para oídos ajenos la intimidad de la muerte y la soledad es siempre una traición. Y traidora la memoria que no sabe distinguir entre haber vivido y estar hablando, la memoria con sus atajos y su infinita capacidad de recordar. Stuschevatsia.


Stuschevatsia, si es que así se escribe, es el título de la novela que persigo desde más o menos 2004. Desde febrero de 2013 no he trabajado en ella. Sin embargo hoy he puesto en un nuevo documento las palabras et in Arcadia ego. El principio de la gran revelación que está atorada ahí desde 2009, cuando empecé la maestría y dejé de escribir. Mi última incursión en esa historia que no termino de escribir, pero que ya conozco, ocurrió el 13 de Febrero de 2013. Murió un abuelo, yo amaba a la nieta que lo lloraba. Vaya uno a saber si lloraba yo por el abuelo, por la nieta o por todos, que hemos de morirnos. En todo caso, me puse a pensar en eso de doler, sufrir y al final morirse. Y escribí esto que bien podría ser un prólogo para la novela que no he terminado, pero un día será pasto de las llamas...
 
* * *
 

Hace un poco más de tres años no me detenía a pensar con cuidado en la historia de Fedor y su Daniela. Menos aún me sentaba a escribir otro fragmento de ese drama que no lo es. La idea ha sido desde siempre el explorar y acaso demostrar esa visión contradictoria del dolor y el sufrimiento. Recordamos estadísticas de Mao, Hitler y Stalin, diciendo al mismo tiempo que los números son abstracciones y nada dicen el sufrimiento que se esconde detrás. Pero recordamos estadísticas, levantamos museos y llenamos paredes con nombres en letras de oro, tantos nombres que se vuelven ilegibles. Olvidamos, en cambio, todo sufrimiento individual, no queda rastro alguno de esos rostros que, sin ser importantes para la historia, también sobrevivieron o no a su dosis excesiva de sufrimiento: los muertos en un secuestro, los asegurados sin razón en el infierno de la cárcel, y esos otros más modestos y menos sensacionales que, como Daniela, pasan la vida entre maltratos dignos de un kapo que, sin embargo, están obligados a amar porque es su padre o su hermano o lo único que les queda en el mundo. Porque de ellos viven y no existe otro mundo fuera del que comparten con ese amado kapo que es familia, que es preciso amar porque define al amor. Olvidamos pronto y como si no hubiese existido el dolor individual, con rostro y sin siquiera justificación histórica. Olvido que se debe, sobre todo, a que contar la historia es hacerla abstracta. El dolor es indescriptible, es incomunicable o, en todo caso, tiene su propio lenguaje, incomprensible para todos los demás, los que hemos vivido una vida mimada y a salvo. Incomprensible para los que a lo sumo hemos experimentado una tragedia pequeñoburguesa.
 
No sé si sea posible encontrar un punto medio. Anna Frank, por ejemplo, es ahora una atracción turística y ya no tiene deudos que la lloren. El altillo donde se murió de soledad, de odio y hambre es ahora el pretexto para una novela que se vuelve película y que me parece una asquerosa vulgaridad. Fuck you Mr. John Green. El mismo diario de Anna Frank es un best-seller que ponen a leer a niños de primaria como si fuera una más de las barbaridades imaginadas que recopilaron los Grimm. Pocas veces he sentido tanto asco de mi humanidad como en Amsterdam al mirar la fila de personas esperando a entrar en los aposentos y la buhardilla de esa ídolo de masas que es Anna Frank, esa que ya no tiene mucho que ver con la niña que sufrió, con la cara que tenía en el último respiro. Anna Frank nada más que como una atracción del circo de la vida, como el rostro sonriente que nos queda en alguna de sus fotografías. Cientos de personas bajo la lluvia fumando, bebiendo una cerveza o matando el tiempo con el celular o el cuerpo de la pareja que cargan a un lado. Con tirantes de verano y pantalones cortos bajo el impermeable y el paraguas. Fotografiándose junto a la fachada para decir “estuve ahí”, con el mismo orgullo idiota con que dirían que estuvieron e Hollywood y pusieron sus manos sobre la huella que dejó Brad Pitt sobre el pavimento, el mismo orgullo con que dirían que estuvieron en el gran Cañón o en Disneyland. Qué asco. Qué pena ser humano. Qué vergüenza estar ahí y darme cuenta de que esa es la más elevada muestra de humanidad. Y haber estado ahí. Qué pena haberme vestido de negro en esa tarde lluviosa por la pequeña y muerta Anna. Lo mismo que unos años antes en el cementerio judío de Praga. Y en sus sinagogas. Qué asco el vendedor que me confesó que los alemanes no eran bien vistos en Amsterdam, cuando los alemanes de hoy no tienen nada que ver con los de los cuarenta y, en todo caso, se debe a Himmler esa abominación de atracción turística, fotográfica, de novelas para jóvenes y películas de Hollywood. Qué pena y qué hipocresía marcarme así advertirme del peligro que implicaba llevar puesta una playera de la selección alemana de fútbol. Con independencia de que sea uno mexicano. Qué asco ser así de humano. Estar allí, haber recorrido miles de kilómetros y contemplar ese espectáculo sin saber bien si tenía intención de unirme o no. Pero no. Preferí no acercarme siquiera, me di la vuelta y me alejé. Preferí imaginar la casa de Anna Frank como fue y ahí en medio, a esa niña asustada y sola. A mí también me duele, esa es mi oración. No puede dolerme como a ti, no sé ni me imagino cómo fue tu dolor, pero te juro, por lo menos, que nunca mientras viva sonreiré al contarle a alguien que pisé tu mismo suelo. No sentiré orgullo. Me dolerá recordar tu calle, tu casa, tu nombre. No puede dolerme como a ti. Pero a mi también me duele.

Si Anna Frank y la Lista de Schindler son ejemplos del justo medio entre la memoria de las cifras y el olvido de los rostros, estoy cierto de que debe haber algo mejor, de que puede existir una vía distinta. Sin el consuelo falso de un dios que recuerde a todos y a ninguno, debe haber alguna forma. Mejor dicho, quisiera que existiera otro modo. Pero conforme avanzo en la escritura, me convenzo cada vez más de que no hay modo de rendir a las personas el culto que le rendimos a las cifras. ¿Qué es tu tragedia frente al Holocausto? ¿O frente a Kosovo y Albania? ¿Frente a Sarajevo y la China maoísta? No es menos ni es más. Al hacer esa pregunta traicionamos a la vida, traicionamos eso mismo que pretendemos defender. La virtud tan cristiana de la resignación por comparación me parece horrenda. No llores porque otros han sufrido más que tú. O quizá no sufrieron más, pero eran millones las vidas y los muertos y los maltratados. La comparación análoga de la calidad o cualidad es la fe retorcida del siglo veinte, y vaya uno a saber qué fruto rendirá en el veintiuno. Es como hacer un concurso en busca del ser con más tumores malignos. Como comparar gangrenas entre mendigos y evaluar su productividad en términos de limosnas. No sólo es horrible (que es una impresión basada en la fe), también es del todo irracional. Es engaño, es mentira y es traición a todos los que sufren o han sufrido.
 
Tampoco el consuelo ni las buenas intenciones tienen relación causal con todo esto. Ni siquiera esa oración idiota “a mí también me duele” vale algo. Es una mera correlación lingüística, un comportamiento aprendido para significar lo que uno debe significar socialmente en esas circunstancias. Y sigo rogándole a Kant que el juicio encuentre un modo de reconciliar el deber metafísico y el deber moral.
 
Llevo casi diez años contando la historia y no termino. Hay capítulos que me hicieron llorar. Palabras que me pusieron de un humor insoportable. No creo haberme sentido feliz después de terminar una línea o un párrafo. Y sigo esperando que alguien, al leer, me ofrezca siquiera una respuesta, una señal de que entiende mi angustia, el sudor y temblor de manos que me acompañan al poner un punto y apartarme del teclado. Quizá es que escribo mal, pero me consuela pensar que soy honesto porque escribir cada línea me duele. Física y emocionalmente, la maldita novela es un desgaste y un fracaso. Ojalá un día encuentre a su lector, pero lo dudo. Porque cada historia es un fracaso.
 
En las palabras está el amigo de papá al que mataron en un asalto, y la amiga secuestrada de mamá que hallaron en pedazos junto a la carretera. Sin razón. Y las novias, enamoradas o no de mí que me abrieron el corazón con el sufrimiento que no compartí y al que no supe corresponder. Estoy yo mismo, en toda mi asquerosa complicidad de actor y espectador en el drama del sufrimiento y del dolor. Mis manos en dos, tres, mil golpes necesarios y sin sentido alguno. Soy yo con la conciencia de haber estado de ambos lados, torturador y testigo. Nunca herido. Y con heridas que a pesar de todo desestimo al compararlas neciamente con las ajenas, y causadas o no por mí. Soy yo buscando paz o penitencia, a veces son lo mismo. Hoy me di cuenta, no es que lleve tres años sin escribir porque no tenga ideas o porque no sepa cómo sigue la historia. Es porque a veces me falta valor para sacar de mí las palabras y el dolor y los malos entendidos. No sé cuánto tiempo más me tome terminar la novela; cada vez que, como hoy, me pongo a escribir, me prometo que acabaré de una buena vez. Pero la memoria y las sombras terminan por acobardarme. Por lo menos, insisto, escribo honestamente. Quizá eso no sea una virtud, pero es una fe que me consuela. En ausencia de otra fe, acaso sea suficiente.
 
Hoy entendí que no habrá respuesta, que san Kant no escuchará mis ruegos. Que el juicio no sabrá conciliar la necesidad física con la necesidad moral. Que el prometido reino de los fines es mentira. Habrá silencio al final, ese lento disolverse en la nada que, por Dostoyevski, le da nombre a la novela. Entregar pedazo a pedazo, perderlo todo hasta que ya no quede nada. Esa es la esperanza que morbosamente convive con el deseo de que la publiquen y al fin me pueda tratar de novelista. Que al fin me lean muchos y ojalá me entienda ninguno. Sin puntos medios el dolor ni la ambición. Sin condiciones ni transigencias. Al final es un acto tan absurdo que termino por odiarme. Pero algún día he de terminar la porque la he empezado. Y porque se lo debo a todas las personas cuyo dolor está ahí, transmutado por alquimia de ficción en una historia. Se los debo porque no supe ser mejor. Por lo menos que me duela a mi también. Y que me duela cuando las páginas ardan y se pierdan para siempre. Porque publicar esa novela sería traición. Sería un poco como la labor despreciable del editor que hizo del diario de Anna Frank, algo que fuera legible desde la literatura. Una historia que leen los niños. Hay que terminar y luego borrarlo todo. Quemar las páginas. Porque contar la historia y corregir para otros oídos la intimidad del sufrimiento ajeno es siempre una traición. Eso, traicionar nos hace humanos. Eso es humanidad. La asquerosa traición del espectáculo. Eso es mi novela. No sé si es humanidad. Pero es lo que pienso de la humanidad.

Febrero 13, 2013