domingo, mayo 27, 2007

Pregunta Tres: ¿En qué cree? Si no cree, ¿en qué no cree?

Creo que necesito creer, lo mismo que todos los hombres. Aunque soy escéptico y me paso la vida cuestionando todo, tengo mis límites. Dudar a perpetuidad, como manda la razón, es camino seguro a la locura, la inactividad o la autodestrucción. Creo que es necesario tener algún consuelo metafísico para estar tranquilo. Creo que somos capaces de inventarnos todos los auxilios sobrenaturales que nuestros miedos y limitaciones exigen. De ahí vienen ideas tan hermosas como el amor, la libertad o la felicidad. Creo en todas ellas así, con minúscula, porque no se trata de absolutos sino de guías hacia algún sitio. Nortes artificiales para darle sentido a un caminar que la mayor parte del tiempo parece aleatorio. Creer ―y por esto creo― ofrece una solución cómoda y segura para todo lo que no soy capaz de entender, explicar o aceptar; pero también para todo aquello que no me interesa investigar. Como ser humano con limitaciones, con dudas, con sueños, creo. La fe es el motor de toda actividad, de toda belleza y también de todos sus opuestos. No creo, por cierto, que sea coincidencia la conjugación de los verbos creer y crear en primera persona, la maravillosa identidad que ello implica: creo.

viernes, mayo 18, 2007

Pregunta Dos: ¿Su trabajo interfiere con su vocación literaria?

La diversidad de mis actividades laborales es más un beneficio que una interferencia para mi vocación literaria. Creo que todo acto creativo encuentra su base, en una u otra forma, sobre la realidad y la experiencia; sólo quienes han vivido y han reflexionado sobre su principio y sus metas, pueden ser creativos. La torre de marfil puede ser la peor decisión que tome un artista en tanto las ideas sólo existen al comunicarse. Si se pierde el contacto entre artista y realidad, el arte se borra por consecuencia. Me gusta pensar que la diversidad de mis actividades, al multiplicar mi experiencia vital, apoyan mi capacidad creativa y reflexiva.

Así por ejemplo, desempeñarme como maestro, me obliga a mantener siempre la disciplina del estudio y la reflexión, a buscar el uso más simple del lenguaje para impartir la clase y, además, me ofrece el contacto con muchas personas, cada una de las cuales es un mundo y, un personaje de la vida. Lo mismo puede decirse del litigio; cada uno de los pequeños o grandes dramas de los que me hago parte, me ofrecen un nuevo punto de vista sobre el mundo que me rodea. Todas las personas que se ven obligadas a recurrir a un abogado asumen un papel en el mundo y actúan conforme a él: desamparados, autosuficientes, triunfadores, estafadores, inocentes, vencidos... Cada uno es un atisbo más del hombre y, como tal, de lo que me hace ser. Cuando me vendo como corrector de estilo o redactor, cada encargo es un reto y otro paso en el aprendizaje. Aprender a usar las palabras para que digan lo que deseo y aprender a usar el lenguaje correctamente, me ayudan a escribir mejor cuando lo hago para mí.

La guerra del tiempo, sin embargo, puede ser cruel. Más a menudo de lo que me gustaría, las obligaciones profesionales que contraigo disminuyen mi capacidad de apartarme un rato a escribir, de disponer del tiempo a mi entero arbitrio pero, hasta ahora, he sabido mantener la disciplina y escribir todos los días.

Por último, debo confesar que la razón por la que escogí como profesión la abogacía, fue para tener un ingreso seguro y estabilidad en mi forma de vida. No me arrepiento de tal decisión. La ausencia de preocupaciones por el ingreso o por la manera en que subsistiré el siguiente día, me permite sentarme a escribir con un espíritu más libre. Al fin y al cabo, primero se come y luego se piensa. Con mi trabajo he aprendido mucho y, gracias a sus frutos, he podido viajar y conocer maneras distintas de pensar y de vivir. Mi trabajo me fija los pies en la tierra y me permite abrir las alas de la imaginación.

miércoles, mayo 09, 2007

Pregunta Uno: Imagine y escriba su autobiografía

Erick Miranda Valero nació y murió en la ciudad de México. Abogado por sentido práctico y maestro por accidente, se inventó una vocación literaria que no pudo compartir en vida. Como escritor no publicado, defendió siempre la teoría de que las verdaderas obras maestras son las que esperan olvidadas en un cajón obscuro la llegada de un espíritu hermano. Desadaptado, terminó sus días en una clínica de reposo mental donde se internó tras la crisis nerviosa causada por su lectura compulsiva y malsana de novelas del romanticismo alemán. Murió esperando la llegada de su amada inmortal y de un espíritu hermano. Ambos llegaron demasiado tarde. La amada inmortal, una brasileña que juró no volver a verlo en vida, se presentó al servicio fúnebre y confesó al cuerpo inerte que lo amó siempre porque estuvo lejos. El espíritu hermano, su amiga Laura y entonces directora del Fondo de Cultura Económica, llegó una tarde soleada en el barrio de Coyoacán. El hermano del autor, conocido indigente y músico, vendía las historias de Miranda por cualquier cosa sin mucha suerte. Laura, acosada por la culpa de no haber ayudado nunca al autor, compró todos los manuscritos y propició su publicación. El volumen, cuya única edición alcanzó apenas los quinientos ejemplares, se considera una curiosidad de anticuario cuando no un craso error del Fondo de Cultura. Las dos novelas y varios cuentos contenidos en él son menos extensas que la crítica escrita en torno suyo. Se considera obra maestra del autor y representativa de su estilo, el epitafio que escribió para su lápida: Hoy No Trabajo.