martes, agosto 30, 2022

Ignorancia deseada

Así que cuando los objetos de esos deseos e inversiones pasadas no cumplen con su promesa y dejan de satisfacernos de inmediato, como se espera que hagan, deben ser abandonados, al igual que toda otra relación que haya producido un bang menos big de lo esperado.
—Bauman, Zygmunt. Vida de Consumo.
 
Entre las primeras 12 reglas para la vida que componen el libro de Jordan Peterson, encuentro un consejo maravilloso: escuchar a los demás con la suposición de que algo podemos aprender de lo que digan. Siempre hay algo valioso en una conversación. Creo que lo mismo podemos decir cada vez que emprendemos la lectura de un libro. Y en más de un sentido, es el estado de ánimo ideal para acudir a la librería o a la biblioteca y elegir un volumen de entre la infinita oferta disponible.
 
Por supuesto que hay quien opina que mis visitas a la librería tienen tintes de obsesión puesto que cada día que pasa se vuelve menos probable que tenga vida suficiente para enterarme de todo lo que alguna vez supuse que podía aprender de todos y cada uno de los libros que he acumulado. Me gusta pensar en la biblioteca como un proyecto de vida que es voluntad firme de infinito y recordatorio perpetuo de limitación. Es una reificación del deseo que es siempre renovado y, por eso mismo, frustración constante.
 
Será cosa de tener mucha suerte o de ser muy necio, pero hasta ahora ha sido excepcional la experiencia de tomar un libro, empezarlo a leer y dejarlo inconcluso. Pero la posibilidad acecha siempre y todo lo que puede ocurrir, lo hace. Hace un par de semanas elegí un tomo que desde hace unos años me llamaba a sus páginas. Y tras avanzar unas cincuenta páginas, lo dejé definitivamente. Omitiré el título porque la época de la sevicia ya quedó agotada hace mucho y porque, por lo menos esta vez, abandoné el libro sin rencor. El hecho, nada sorprendente, es que el libro podía estar muy bien escrito y ser fruto de una investigación concienzuda y profesional, el libro podía estar lleno de información nueva y desconocida para mí, acaso sería capaz de enseñarme algo que de otro modo jamás habría aprendido pero, con todo y todo, no me interesaba en absoluto.
 

Estuve carcajeándome un rato al darme cuenta de esto y plantearlo precisamente exactamente así. Regresé a la época de estudiante pensando, caray, profesor, es usted un sabio en su tema pero, ¿a quién le importa? No se culpe a nadie de nada, sino a mí, a quien su sabiduría me resulta enteramente indiferente y su tema, por decirlo con elegancia, una filigrana preciosa de ociosa información que nunca podré encajar con la vida. No sé cuántas cosas deja uno de aprender así y cuántas veces más habré de pensar y actuar del mismo modo. La reacción, si algo, es ironía pura: reconozco que su libro es bueno, que tiene contenido, que dice algo que yo no sé pero venga ya, no me importa y eso es todo. Es decir que Hume algo sabía y que, solvitur ambulando, las razones no bastan para mover a la voluntad. La conveniencia, lo apropiado y hasta la virtud quedan abandonadas si no cuentan con el aval del placer o, por lo menos, de la relevancia existencial.
 
La ironía hace un círculo perfecto cuando me hago pasar por la misma lente y me pienso como maestro o como escritor de estas líneas, como quien de vez en vez escribe una carta. Hay que admitir que tras un par de líneas, el hipotético lector abandona el esfuerzo porque esto no le interesa y punto.
 
Detrás de la ironía está la tragedia: el abandono de una conversación, una carta o un libro no porque sean malos, es decir, porque despiertan una emoción así sea de rechazo, un vínculo, una respuesta. El abandono por indiferencia, desapegado, precisamente porque no hubo manera de establecer vínculo o comunicación. El libro que abandoné queda así convertido en objeto de consumo, que no satisface y, por lo tanto, debe desecharse. Pero queda justificado por los cuatro pesos que le pagarán al autor, al editor y a toda la industria, por generar ese objeto lleno de palabras que no llegaron a leerse. Es el libro frustrado, es una fiesta de cumpleaños a la que no llegó un solo invitado. Casi me siento culpable, pero la culpa no tiene lugar ante lo indiferente.
 
Supongo que escribir estas líneas para la indiferencia ajena puede clasificarse como una toma irónica de responsabilidad. Hay orgullo y hasta placer en asumirse capaz y en condición de desestimar y desechar. Por eso, si el juicio final es este mundo, mi lugar en el infierno del castigo irónico. Y bien ganado porque no hay vida ni tiempo suficiente, para leer cualquier cosa. Ni obligación de aprenderlo todo. Seré ignorante en este tema, pero porque yo quise.