miércoles, febrero 27, 2019

Ese «todavía»

As the body breaks down, it becomes increasingly the object of attention, usurping the place of all other objects
—Elaine Scarry. The Body in Pain.

En esta ocasión escribo corto porque, como acaso ya se sabe, tuve un accidente que me dejó, durante un mes, manco. La cortada en la muñeca izquierda llegó hasta el tendón que precisó cirugía y diez puntos de sutura. De manera que no puedo utilizar el teclado como quisiera. Lo que sigue es una breve reflexión en torno al momento glorioso en que uno recibe ayuda de héroes desconocidos.


* * *

Me pregunto si seré capaz de cruzar hasta la central de vigilancia sin desmayarme o desvanecerme en el camino. Sería una hermosa ironía que muriese atropellado al cruzar porque perdí el conocimiento en el camino. Lo pienso mientras salgo y el eje vial me espera. Quiero correr pero no debo. Porque correr puede acelerar un sangrado, reventar algo que ahora mismo se mantiene apenas entero. Es algo inconsciente, la idea de la sangre. ¿Por qué o cómo no estoy bañado en ella con semejante cortada? Como sea, lo mejor es no echar a correr porque podría provocar ese hipotético chisguete a partir de la muñeca herida que con la mano derecha abrazo con fuerza y mantengo en alto tanto como puedo sin hacer esfuerzo, sin estirar porque eso puede ser también causa de catástrofe mayor. Eso pienso mientras me lanzo a la calle, cruzo el camino con varias personas, recuerdo en particular a un portero que acaso me vió en extraña posición y se dió cuenta de que algo andaba mal, me mira con curiosidad mientras cruzo el umbral con prisa y probablemente con cara de destripado o de quien acaba de ver a un muerto que es él mismo. Acaso piensa en ayudarme pero es demasiado tarde porque yo me lanzo sin miramientos al eje vial, todos se detendrán o lo que sea, yo ya no puedo perder tiempo, a 100 o 200 metros de la ayuda, todo parece más desesperante. Viene un camión enorme, escucho sus bocinazos y me da más o menos lo mismo mientras aprieto el paso (no correr) con la mano izquierda todavía en alto y la derecha deteniéndola, abrazándola como si llevara la antorcha olímpica y no mi propia extremidad herida que no miro, y aunque no lo sepa entonces, no la miro porque no quiero saber si hay sangre, si la mano se está contrayendo de forma grotesca sin ayuda de mi voluntad. Entonces pienso sólo en sortear autos y personas y hoyos y posibles tropiezos en la acera, en la segunda avenida enorme que debo cruzar rodeado de personas que están cerca y no me ven, en el jardín que me separa de la base de vigilancia a unos pasos, casi a mi alcance, cuya puerta está abierta y que nadie resguarda, para mi mayor desesperación.

      Contrario a lo que espero y deseo, no sale ningún vigilante ni funcionario a cerrarme el paso. Entro sin miramientos a la base, miro hacia todas partes y no veo persona alguna. Increíble, aquí estoy en área restringida sin obstáculos, ni miradas, ni nadie. De la multitud indiferente caigo al puesto de ayuda vacío. Buenas tardes, digo, y nada. Lo repito y una voz al fondo me responde y me dice por acá. La sigo y llego a la pequeña cocineta-comedor donde tres o cuatro vigilantes se disponen a comer. ¿Pueden ayudarme a llegar a urgencias? Todos me miran, ven mi mano todavía en alto y asida como un objeto que ya no me pertenece; dejan lo que están haciendo y me dan su atención. Es algo bello indescriptible, algo sobre lo que deberían escribirse poemas épicos enteros y loas e himnos: la mirada de quien al fin nos ve, nos reconoce y decide ayudarnos. No sé con cuantas personas me crucé en la calle, cuantos esperaron junto a mí el cambio en el semáforo, ese portero, esos automovilistas, esos estudiantes en sus rumbos, cuántos. Nadie me había visto, y por más que no lo pensara entonces, hay en esa situación una soledad particular. La soledad del necesitado cuyos gestos extraños —como levantar una mano con la otra— y su silencio producto del miedo o la desesperación, su cara de náusea y terror, lo vuelven invisible a los ojos de las personas normales que a fuerza de costumbre se niegan a ver o reconocer lo que no encaja. Cosa que hace tan probable que grites y llores y pidas auxilio para ser ignorado, como Kitty Genovese en Nueva York, como los mendigos, los heridos, los caídos, los maltratados o golpeados. Lo cierto es que cuesta mirar y reconocer al necesitado precisamente porque su estado es excepcional y por lo tanto extraño, raro, incómodo, acaso peligroso… Por eso hay un bálsamo, una suerte de milagro cuando al fin unos ojos te miran en tu estado lamentable y jodido y apanicado, cuando al fin te reconocen y preguntan que te pasó y aunque no te conozcan de nada y acaso jamás vuelvan a verte, de pronto son tus aliados inquebrantables, tus mejores amigos y protectores. Al fin la compasión, ese sentir y sufrir con el otro hace que pregunten qué pasó y dejen de comer, de vivir, de charlar para ayudarte en lo que pueden. Suspenden sus vidas por ti, que —en retrospectiva— tampoco estabas tan grave ni tan trágico, sólo un poco ridículo con la mano en alto, la piel colgante escondida debajo de un improvisado vendaje y los tendones bien visibles en esa horrible vivisección que era tu muñeca izquierda. Pero por más que no fuera tan trágico el asunto, en ese momento ellos, esas cuatro personas te salvan la vida porque te perciben como alguien que todavía vive y se deciden, porque es su deber, porque es la verdad, a hacer lo posible por prolongar ese todavía en las mejores condiciones posibles. Ellos te reconocen —a diferencia del resto de la humanidad que ha cruzado por tu azaroso camino— como eso, como alguien, como otro, como uno de ellos, los vivos, que nos necesitamos siempre unos a otros, a pesar de los mejores esfuerzos que hacemos por ignorarnos… Insisto que poemas, loas, épicas para esas miradas, para esas personas que son como tantas manos que detienen tu caída, la que apenas un instante atrás parecía irremediable o insignificante para la humanidad.