jueves, octubre 31, 2019

Etapas en el camino de la vida (2)

En filosofía siempre se trata de una serie de principios básicos enteramente simples que cualquier niño conoce y la dificultad —enorme— es sólo la de aplicar estos principios en la confusión que nuestro lenguaje crea. 
—Ludwig Wittgenstein

Mi segundo, y acaso más poderoso tsunami mental, me lo proporcionó amablemente Ludwig Wittgenstein, ese gran guía de los perplejos. Llegué de rebote, porque en algún sitio leí que el Tractatus es el libro de filosofía más difícil que se haya escrito. Ese enunciado es impreciso, porque no es un libro difícil, pero les resulta incomprensible a quienes no están dispuestos a preguntarse, por ejemplo, si eso que hay al final del brazo es una mano y si esa mano es la propia. Es incomprensible para el pensamiento cartesaino que no se atreve a dudar de sí mismo y opina que inquirir por las razones que nos hacen tener por claro y evidente un hecho es un sacrilegio, y peor aun dudar de la validez de esas razones. Lo cierto es que no hay razones para ello, hay una causa: hemos sido entrenados para pensar así. Empezar a pensar de este modo pone en duda toda una forma de hablar y, por consecuencia, toda una forma de vida. Por eso, quizá, me es tan difícil describir la experiencia.


Convertido en oficinista aburrido, el nombre de Wittgenstein fue un reto para la cómoda rutina diaria, pero me hizo entender al fin por qué me parecen sospechosas y falsas construcciones como las de Descartes o Aristóteles o Hegel, tan cegados de entrenamiento —tan usurpados por la costumbre de la palabra— que nada dicen o preguntan sobre aquello que la palabra, presuntamente, nombra: «Las reglas no se siguen de la idea. No se obtienen del análisis de la idea; lo constituyen» dice LW.

     Si tuviera que reducir la experiencia en una frase, diría que conocer a Wittgenstein fue darme cuenta que también contra la palabra es necesario rebelarse. Que el lenguaje, la forma de expresión —cotidiana o especializada, lo mismo da— se transforma tarde o temprano en una prisión de la que ni siquiera somos conscientes; porque cuando uno dice cosas como “rebelarse contra la palabra”, piensa que hallará la libertad, pero ocurre lo contrario: «Un modo de expresión inapropiado es un medio seguro de quedar atascado en una confusión. Echa, por así decirlo, el cerrojo a su salida».

     Quizá él nunca lo dijo, pero apuntó al hecho de que lo que nos interesa estudiar y saber, es decir, aquello que es valioso en la experiencia humana, no cabe en palabras y menos aun en máximas filosóficas citables como “el infierno son los otros”. Eso se debe a que la herramienta en que confiamos a la hora de buscar el conocimiento, nos traiciona por entrenamiento al ocultar que el conocimiento no se busca ni se encuentra, se construye. Encima, la diferencia entre buscar y construir puede ser tan sutil y compleja que analizarla, entenderla o explicarla es cuento de nunca acabar: «Todas nuestras formas lingüísticas son extraídas de nuestro lenguaje físico normal y no pueden usarse en teoría del conocimiento o en fenomenología sin distorsionar sus objetos».

     Cuando hablaba de este nuevo filósofo a mis entonces amigos, creían evidenciar su inutilidad porque no puede reducirse su saber a una enseñanza concreta expresada en una máxima del tipo amor fati o conócete a ti mismo. Es que, de tan lapidarias, esas frases falsifican. El lenguaje mismo es nuestra prisión. Es decir, la filosofía de Wittgenstein se opone a la enseñanza concreta expresada en una máxima: «All I can give you is a method; I cannot teach you any new truths».

     Mi encuentro con Wittgenstein coincidió con la ambición de estudiar letras. Leyéndolo, me aparté al fin de los filisteísmos y sutilizaciones aberrantes de mi educación y profesión. Libre de la fidelidad a la palabra muerta y a la definición estéril, pude estudiar literatura sin matarla. Estaba al fin abierto a la vivencia. Pero, como dice LW, «A todo pensamiento permanece adherida la cáscara del huevo que le ha dado origen. Unos reconocen en ti aquello con lo cual has crecido luchando».

     Por esto fue que en esa nueva libertad intelectual y, sobre todo, vital, fui como un perro persiguiendo autos, que se hace daño al atrapar uno. Rebelarme contra el fundamento de todo fundamento y contra la certeza de toda certeza fue un ejercicio estético y autodestructivo que, de profundis, me empujó otra vez hacia Nietzsche, quien me llevó de la mano y me entregó después a Schopenhauer.