domingo, diciembre 17, 2006

Europa

Durante los proximos 15 dias, estare viajando por el Viejo Continente. Prometo contar hermosos pormenores y compartir fotografias a granel en 2007. Hasta entonces, deseo a todos; amigos, enemigos, gente querida y mal querida, felices fiestas y un excelente principio.

Erick

viernes, noviembre 03, 2006

El Valle de los Gritos

―Para Mariana.

Aunque me entierren a su lado, de sus cenizas a mis restos no habrá ningún pasadizo.
―Beauvoir, Simone de. La Ceremonia del Adiós.

Esta carta fue hallada en Palestina, en el fondo del barranco que ahora llaman “El Valle de los Gritos”. Según dicen, es el sitio donde los familiares separados por la guerra y las divisiones políticas, pueden encontrarse con sus seres queridos. Apenas los separa un abismo de varios cientos de metros. Basta un altavoz para que las palabras lleguen al otro lado.
Se ha dado el caso de que padres e hijos, se encuentran en lados opuestos del vacío. Cuando los hijos deciden casarse, la boda sucede a orillas del barranco. Los orgullosos padres lloran lejos de sus hijos a los que apenas miran como figurines de maqueta. Las palabras del sacerdote en turno se transmiten con altavoz e inundan el valle. Todo lo que queda de la familia es ese eco sordo, el amor se expresa en silencio, confundido por la distancia.
Casi todos los días, la cantidad de gritos y altavoces es tal que cada cual debe imaginar lo que sus otros le dicen. Como en Babel, son tantas las voces, tantos los significados, que es imposible distinguirlos. Algunos suponen que sólo Dios, el principio del verbo, entiende las palabras. Otros, incrédulos, se preguntan por qué las personas no renuncian a entenderse en ese silencio que forma el exceso de sonidos. Por qué no se limitan a contemplarse o sacan turnos para platicar. Acaso existe algo más profundo que la distancia, un lazo más fuerte que las palabras. Aceptarlo sería creer en la metafísica, tener fe o definir al amor.
Lo cierto es que todos recorremos la orilla de un abismo insalvable. Todos gritamos palabras ininteligibles hacia el otro lado, con la esperanza de que alguien nos escuche. El Valle de los Gritos no es más que un símbolo físico, creado por nuestra naturaleza bélica y estúpida, de la terrible angustia que significa buscar siempre al otro.
Un paso de más en la búsqueda del otro a quien queremos se traduce en caída y muerte tras larga agonía. Un paso de menos implica que no escuchará nuestra voz. Todos los días aprendemos a vivir a orillas del abismo, a rechazar el vértigo que nos jala hacia el ser amado. Todos los días gritamos, imaginamos que nuestras palabras llegan al otro lado, pero es imposible tener certeza. No renunciaremos, lo sé. Si el Valle de los Gritos existe, es porque cada hombre, cada mujer lo lleva en su alma, como marca de fuego. Por eso esta carta, aunque fuera un avión de papel, es, también, una botella al mar.
Entre nosotros existe un abismo. Entre nosotros no puede haber contacto ni conocimiento. Yo no puedo alcanzarte y tus ojos no distinguen mi figura en la distancia. Nuestros gritos llegan perdidos, distorsionados, con más resabios de eco que de voz. Cuando el viento sopla y levanta el polvo, tu imagen, diminuta, se me pierde y estoy solo. Entonces lloro un poco; no sé si es el polvo en mis ojos o el hecho de que por un rato desaparece tu imagen, el único fragmento de ti que no he inventado.
Hay algo que nos une. Quizá es el abismo cuyos límites acarician mis pies, cuya extensión no puede vencer mi mano, mi brazo, mi cuerpo. Sé que me es imposible llegar a tu lado del abismo y que es también imposible para ti atravesar la distancia. Sin embargo, hay algo que nos atrae siempre a este sitio, que nos pone, aunque distantes, el uno frente al otro. Parece absurdo que, a pesar de estar tan lejos, hayamos aprendido a necesitarnos. Me cuesta trabajo entender que me hagas falta, que todos los días nos encontremos a esta hora apenas para escuchar algo similar a las palabras, para mirar un rostro desdibujado por los obstáculos.
Hace unos días, no apareciste al otro lado del valle. De pronto, ante la evidencia invencible de tu falta, el vacío del barranco se hizo mucho más grave. Esa distancia que llenas con tu borrosa imagen había parecido hasta entonces muy pequeña, insignificante. Entonces, cuando hiciste falta, se volvió infinita. Entendí que no puedo seguirte, que no puedo hacer nada para mantenerte junto a mí. Hay algo más fuerte que este vacío a cargo de tu vida y de la mía. Acaso mañana, cuando la guerra empiece lucharé con más fuerza, mataré con mayor crudeza para atravesar este abismo. Por otro lado, lo mismo sucederá con los soldados de tu parte. Y moriremos todos intentando cruzar el vacío, dejaremos el cuerpo en esta guerra idiota.
Entonces entiendo: algo me separa de ti y no es el abismo. No es este valle de palabras incomprensibles. Hay algo más. Algo que no puede ponerse en palabras. Para llegar a ti, debo pelear con otros tantos que desean, lo mismo que yo, cruzar el abismo. ¿Por qué no podemos cruzar indiferentes, como si no nos conociéramos? Miro las atalayas levantadas por mi gente para evitar que llegue hasta ti en paz. Exigen mi sangre; según ellos, sólo puedo encontrarte a través de la dominación y el sacrificio. No quiero morir.
Acaso es este sentimiento el que nos une. Sólo aquí podemos encontrarnos sin muerte. Respetando la distancia podemos ser libres, hacer pequeño el espacio y decir que estamos juntos. Sé que estas palabras no llegarán a ti y sin embargo las confío al viento. Si decido vivir aquí, a la orilla del valle, los soldados vendrán por mí. Si decido unirme a los soldados, dejaré el cuerpo a medio camino. No importa la forma en que intente unirme a ti, es imposible. Sin embargo estoy aquí, adivino tu figura diminuta, inalcanzable. Estoy aquí, te amo y moriré sin alcanzarte. La muerte no vencerá las distancias y la vida tampoco; pero algo tuyo habita en mí. Una angustia que no puedo definir.
Para estar juntos basta cerrar los ojos y estirar la mano hacia el abismo. Nunca nos tocaremos; me basta saber que al igual que yo, apuntas hacia el otro lado. Algo que eres tú me acompaña. Moriré antes de conocerte, antes de entender lo que ha pasado entre nosotros. Pero estoy seguro de que así nos sucede a todos. El final llega siempre antes de tiempo.
Aunque no seas más que una figura distante, incomprensible. Aunque no seas más que la mezcla de mis sueños fragmentados y la despedazada realidad que nos ha tocado vivir. Aunque nunca podamos vencer al abismo. Aunque el final llegue siempre demasiado pronto. Te amo.


Erick Miranda Valero
Viernes, 03 de Noviembre de 2006
12:45 Hrs.

Más Coincidencias

Esto se veía venir hace rato, pero no quise escribirlo hasta que hubiera sucedido. Se veía venir aún antes de que fuera algo cierto. Seguro parece paranoia o buscarle sentido a lo que, en realidad, no lo tiene. Pero es algo que me ocupa el pensamiento. La historia es más o menos la que sigue:

Ella me dice su dirección, como un futuro posible, para conjurar un encuentro que sucederá algún día. Soy despistado y carezco de sentido de la orientación; en consecuencia, lo primero que hago es revisar el mapa para encontrar la manera de llegar a donde ella vive. No quiero estar perdido y en ridículo cuando llegue el momento de visitarla en casa o llevarla luego de una cita. Con el dedo, recorro líneas que representan calles, busco la manera más sencilla de llegar a la línea que conjura mi futuro. Mi dedo recorre unas letras que dicen, sin que pueda sorprenderme ni estar tranquilo, Agustín Yáñez.
Para llegar hasta ella, tengo que pasar por la calle de Agustín Yáñez. Es inútil repetir lo que he escrito antes. Todo está en posteos anteriores. Sería inútil mentir. Cuando juego al adivino, sucede que todas las señales coinciden aún a pesar de mí. Su mirada me llegó como un Disparo al Corazón, el único que hacía falta para darle muerte a mis tristezas. Antier la llevé a casa y pasé por Agustín Yáñez. El milagro sobre las yermas Tierras Flacas empieza a operarse. Es día de muertos, para colmo; como dijo Benedetti, y aunque a veces sea difícil entenderlo, todo verdor renacerá. No importa cuanta tristeza, cuánta aridez, cuanto dolor. Todo se olvida y uno empieza de nuevo. Estamos condenados a vivir.

Noviembre 03, 2006
11:00 Hrs.

jueves, octubre 19, 2006

Náusea

Martes, 17 de Octubre de 2006

Me lo dijo mi hermano cuando terminé de comer y me preparaba para ir a la oficina. El aire grave que adoptó me hizo temer que alguien se había enterado de algo malo que yo hice; no podía imaginar qué. No me sorprendió. Desde la mañana sabía que algo andaba mal; mi amigo no apareció detrás de la puerta cuando salí rumbo a clase.

Su presencia, hace años, era infalible en las horas más negras de la noche y en las más claras de la madrugada. Siempre, al salir rumbo a la Universidad, me llegaba un maullido del otro lado de la puerta, un saludo sencillo. Cuando regresaba a casa tarde en la noche, mi gato se acercaba hasta el auto, me soltaba un maullido y luego me acompañaba a cenar. Después se perdía en la noche.

Anoche se perdió para siempre. Esta mañana, no me saludó cuando salí de casa. Me lo dijo mi hermano con voz seria. Algo andaba mal, ya lo sabía. Esa ausencia en la mañana. Mi mamá algo triste, con olor a coñac en la boca. Mi hermano serio. Esta mañana, encontraron muerto a mi gato, a mi amigo.

Me sorprendió que lo único que pude pensar fue, con alivio, que esa era la razón para su extraña ausencia de la mañana. Bien visto, es la única razón posible, lógica, hasta cariñosa, para faltar a la cita que se repite igual desde hace más de seis años. Es la única razón que, aunque lastima, no hiere. Se llama muerte y hoy escogió llevarse al animalito que una tarde, hace más de diez años, mi madre me ayudó a rescatar de la calle.

Durante las siguientes horas, me sentí culpable por ese alivio que me llenó el cuerpo al saber que mi gato había muerto, que nos abandonó porque no podía hacer otra cosa. Por al noche entendí que no hay tal indiferencia y, mucho menos, alivio. Mientras me asomaba la vida por una voz que he aprendido a querer y necesitar, me contagié de muerte. No sé decirlo de otro modo.

Empezó lento, un entumecimiento en todo el cuerpo y dificultades para respirar. Algo de presión se acumuló en medio de mis ojos que perdieron la noción del color y de la profundidad. Tuve que levantarme, pedirle a Mariana que me esperara un momento. En cuanto empecé a caminar alrededor del cuarto, llegó la náusea. Tosí dos veces, pero fue como si escupiera en cada una de las contracciones, un pedazo de alma y todas mis entrañas. El latido de mi corazón se hizo demasiado fuerte y lento, aterrador. Las cosas perdieron su color, su dimensión. Una fuerza extraña empezó a presionar mi espalda, como si buscara romperme los hombros, hundirme el cuerpo hasta las piernas. Dejé de sentir los brazos. Llegó el frío aunque minutos antes sudaba de calor. Un zumbido ensordecedor desubicó mi equilibrio, sólo podía escuchar algo como la estática del universo. Respiraba fuerte, intentando recuperar el control. Terminé por dar de puñetazos en la pared para ver si el dolor me regresaba al dominio de mi cuerpo. De nada sirvió, la náusea se fue cuando quiso, con lentitud premeditada, detestable.

No sé cuánto duró, pero lo sentí como el ciclo de las mareas; llegó de golpe y se fue con demasiada lentitud. La sensación de no ser yo quien controla mi cuerpo me duró para el resto de la noche. Volví a la voz de Mariana cuando la náusea redujo su intensidad. Le confesé que algo me había sucedido. Un ataque de nervios, le dije. A partir de ese momento mis palabras y mis ideas se volvieron inconexas. Salté de una frase que no podía recordar a las reflexiones sobre la muerte, al amor, a la psicología. Hablé sin orden y sin sentido. Quizá, de haber grabado la conversación, ahora podría rastrear las asociaciones que hice y encontrarle razón a mi ininteligible estado.

Miraba mis brazos con insistencia, como si no fueran parte mía, como si algún bromista me los hubiera pegado al cuerpo y colgaran, horribles, fuera de lugar, como un abrigo mal puesto. Las manos parecían autónomas, separadas de mi conciencia. Tras despedirme de Mariana quedé desconcertado, sintiendo mi cara como una máscara de cerámica, inmóvil y como una gran impostura que no refleja lo que soy ni lo que quiero ser. Quizá una hora más tarde, a fuerza de voluntad logré relajar los músculos del rostro y acostarme a dormir.

Por el resto de la noche, mi cuerpo demostró que tiene la última palabra, que en cualquier momento puede fallar y terminar con todo lo que siento seguro, con todo lo que me ilusiona. La noche me contagió de muerte. Desperté a menudo, como de una pesadilla, sentándome de golpe en la cama, con el cuerpo mojado de sudor frío y la sensación de tener que salir corriendo, de tener que huir de algo. Giraba la cabeza hacia todas partes como si mi cuarto se hubiera transformado de pronto, en un lugar hostil, desconocido. Sin embargo, sabía donde estaba, no había razón para sentirme de ese modo. Tenía todos los síntomas físicos del miedo, pero ninguna sensación, ninguna idea. No el alma ni la cabeza lo que se asustaba, era mi cuerpo muerto por una noche. Mi cuerpo separado del alma por las arcadas nauseabundas.

A mi gato lo enterraron bajo el árbol en el patio de mi casa. Desde mi ventana, puedo ver el sitio. Lo extrañé esta mañana, lo extrañaré todos los mañanas. Siempre llega a mi cabeza la misma idea, no sé si es orden, certeza o petición: “renacerás”. Lo susurro como si estuviera seguro de ello y algo escapa de mi cuerpo.

Quizá esta noche he muerto y renacido, acompañé a mi amigo hasta donde pude. Mi alma abandonó un rato al cuerpo. Me alegra saber que no escapó por la ventana, que no fue a buscar la independencia. La explicación que encuentro me aterra y a la vez, me hace sonreír. Mientras duró la náusea, en vez de entregarme a ella como quien no tiene nada en la vida, como quien acepta su mortalidad o el absurdo de su existencia, podía sentir que allá, desde el otro lado del teléfono, me esperaba la voz y la presencia de Mariana. Creo que fue ella quien retuvo mi alma en el cuarto mientras encontraba la forma de volver a entrar en mi cuerpo. La ilusión que me ha despertado fue el hilo que mantuvo unidos, aunque distantes, los dos fragmentos que soy. Creo que sin su voz esperándome, ahora estaría muerto.

Octubre 19, 2006
14:19 Hrs. (dst)
Ver: SARTRE, Jean-Paul. La Náusea

martes, octubre 03, 2006

Para sacar de onda.

Releyendo, me percaté de que, mucho antes de que sufriera diversos golpes de la vida reseñados en este blog; cuando escribí "Palabras Vacías", hice referencia a que las palabras deben tener la fuerza de un disparo al corazón. Me resultó sorprendente y hasta curioso leer esa frase que es el título del libro de Mikal Gilmore, escrita antes de que lo leyera. La neta, que miedo. Es como si me adivinara solito el futuro. A ver si no surge otra coincidencia mayor como que me defeque un ave (¡imagináos!) o me encuentre el viernes en la librería algo titulado "Para sacar de onda" por Agustín Yañez o Norman Mailer. Estaría loquísimo. Pinche coincidencia, que mal me cae.

martes, septiembre 26, 2006

Gary Gilmore

Bibliografía: GILMORE, Mikal. Disparo al Corazón., MAILER, Norman. La Canción del Verdugo.

I. Pasé una media hora ahogado en la nada. No lloré, no soy del tipo que llora; pero sí me dije algo que ya no acierto a repetir. Habían pasado tres semanas desde que leí la primera frase y el viaje interior que hice de la mano con la historia de Gary, me dejó en un estado como hace años no experimentaba. Lo describí en un cuento que nunca acabó de tener sentido pero que guarda uno de mis relatos más crudos y tristes sobre la manera en que empezaba las mañanas cuando la universidad. A lo mejor un día lo comparto.

II. Si necesitara un transplante de córneas o retinas, me pondría a buscar a quienquiera que haya recibido los ojos de Gary, con dos balazos, uno por mí y otro por ellos —Nicole y Gary— lo ponía en disposición de donármelos. Acto seguido, a buscar a Nicole en donde quiera que esté y explicarle que, a pesar de todo, un trozo de Gary la está mirando a los ojos. Hasta me encargaría de que, después, con dos balazos en la parte posterior de mi cráneo, eso sí, con mucho cuidado de no hacer daño a las córneas, los fragmentos de ojo volvieran a cambiar de dueño. Iniciaría una tradición de transmutar los ojos del asesino hasta el fin de los tiempos; una tradición de copycat killers.

III. Me aterra pensar que quizá estoy igual o peor que Gary. Nunca he pisado el reformatorio ni la cárcel pero eso no impidió que sintiera una infinita empatía por el asesino cuando dispara a la cabeza del empleado de gasolinera explicándole que el primer tiro es por él, por Gary, y el segundo por Nicole. Nada más justo, nada más perfecto y metafísico. Es más, yo podría sustituir los nombres por Erick y Milena sin problema alguno. Sé que el acto tendría el mismo contenido vindicativo contra Dios y la sociedad. Lástima que en este país retrógrada, la pena de muerte esté reservada para los traidores a la patria. A lo mejor debería escribir con la sangre de mi víctima algo como ¡Viva el Peje!, o ¡Benito Juárez es puto!, quizá una escatológica parodia del himno nacional a manera de letrero en baño público. Ya imagino la noticia, justo debajo de los curas pederastras: Orgullo de la Comunidad Gay: Benito Juárez Homosexual. Buscan vínculos entre la Masonería y la bandera de Arco iris. Probables riñas por derechos de autor. El México del siglo XXI no da lugar a los mártires…

IV. Por más que busco una salida cómica al asunto, como siempre, no la encuentro. No puedo sublimar en risas la historia de Gary Gilmore y la penosa desesperación que me transmite. Sí, mató, es un hijo de puta; pero reducir la historia a cuatro balazos es absurdo. Leer estas mil y tantas páginas sólo ponen de manifiesto que esta sociedad es una mierda y que nada puede redimir a la ausencia. El vacío del otro, de los otros en mí. Pone de manifiesto las terribles consecuencias de NO SABER VIVIR conforme lo dicta el mundo, la costumbre, la sociedad, la inercia, el status quo y tantas otras imposturas. Claro, el hombre debe vivir para los demás; eso dice el evangelio y los derechos humanos. Si eso fuera verdad, si en eso consistiera la felicidad ¿qué pasa cuando alguien nos abandona? ¿Cuándo dejamos de importarle al mundo? Considero mejor vivir para uno mismo, por uno mismo, buscar la felicidad-en-mi, aunque ello consista en una separación total del medio, tan grave que de lugar a pelearse con Dios, con la providencia o con el destino, pegándole de tiros al primer incauto que se ponga en frente a ver si algún día responden el fuego.

V. No sé si recomendar los libros. Igual y terminan pensando cosas como las arriba escritas. Si son seres humanos, llorarán. Si son morbosos, terminarán encantados. Si son desadaptados, se unirán al club “Mantengamos vivos los ojos de Gilmore”. Lo cierto es que son testimonios de la vida y que la historia que contienen es algo impresionante. Deberían agregar una leyenda: No intente hacer esto en casa o fuera de los Estados Unidos.
Meet Gary Mark Gilmore:

jueves, septiembre 07, 2006

Algo muy malo

Dicen que la coincidencia está ahí donde uno quiere verla. Los que conocen mi historia y relación con el Brasil, encontrarán tan divertida como yo la referencia que me esperaba al asomarme al cofre del auto de Mó(ro)nica:


También aprendí a tenerle miedo a las palabras, a las fórmulas mágicas. Desde que, la noche anterior a mi atropello, Manuel me dijo “te va a pasar algo muy malo”, nunca había repetido ni escuchado la frase otra vez. El martes previo al accidente, había sentenciado a una alumna con esa misma frase “te va a pasar algo muy malo”. Justo pensaba en el castigo que podía imponerle y sonreía como villano de cine mudo, cuando me chocaron. Ahora sé que cuando digo o escucho “te va a pasar algo muy malo” es porque me va a pasar algo muy malo. Menos mal que no soy supersticioso.

Uuuups!!! ¿Cuántas veces lo escribí? ¿Cuatro? Creo que ya me condené!!!

Liberación Femenina

Este post, que es la crónica de dos accidentes, puede despertar enojo feminista. Pero las mujeres de verdad, me darán la razón.

Por segunda vez fui víctima de una de las más tristes consecuencias de la liberación femenina: el accidente automovilístico. Parecerá una macha y mala postura, pero se debe a que en los últimos dos años he sido vapuleado por mujeres que se ponen tras el volante luego de dejar el cerebro guardado en el cajón de la cómoda. Lo curioso es que estos accidentes parecen ir haciéndose cada vez más curiosos, más groseros.
Fue un tres de diciembre cuando me atropelló una descerebrada en el bosque de Chapultepec. Nótese, en el bosque, en el pasto, entre los árboles. Si no ha sido porque la vida me agarró fuerte, mi destino hubiera sido el de quedar prensado entre un golf negro y un inocente árbol. Juzgar si fue mejor o peor que sobreviviera le corresponderá a la historia. Recuerdo, al respecto, que la muy femenina automovilista bajó de su auto chocado y se acercó a donde yo me retorcía de dolor con las piernas molidas, para pedirme un préstamo de celular porque el suyo no tenía crédito. Cuando se lo negué, en parte porque lo estaba usando y en parte porque me acababa de atropellar, ella me reprochó mi falta de CABALLEROSIDAD. Según ella, no había motivos para que fuera grosero…
Ahora bien, el jueves pasado, 31 de Agosto, de camino a la Universidad, tuve otro percance por cortesía de las mujeres muy liberadas. En uno de esos amarres de freno donde toda una fila de automóviles se de tiene de golpe, la única imbécil que le chocó a alguien, fue la Mónica que circulaba tras de mí. Nadie más chocó. Curioso me parece que no haya intentado frenar, supongo que iba mandando un SMS pidiendo la ambulancia para el accidente que se veía venir. Por si a alguien le interesa, esta ignominiosa criatura circulaba en un Polo Negro placas 865 SYZ que desgració con bastante gracia.
Haciendo acopio de la paciencia que no tengo, bajé del auto y me presenté: “Mucho gusto, soy Erick, maestro en la facultad de Derecho —esperaba que el espíritu universitario limara asperezas— y soy al que le acabas de chocar. Quiero saber si estás consciente de que fue tu culpa. Debes guardar la distancia para que esto no suceda”. En principio, me sentí orgulloso de su valor civil pues acepto que, en efecto, ella tenía la culpa. Luego, todo se fue al demonio: “yo también soy abogada, estudio en Derecho” comentario al que no presté atención, preferí subir a mi auto y esperar la llegada de los ajustadores.
Un par de horas más tarde, todo estaba listo: tenía ya mi orden de reparación y un pase médico para que trataran mi vapuleado cuerpo. Sucedió entonces que, antes de que pudiera retirarme a saborear mi esguince cervical a gusto, Mó(ro)nica —chiste bilingüe, si los hay—, se acercó a reprocharme mi falta de CABALLEROSIDAD por la manera intimidatoria de presentarme como abogado pues, para el caso TAMBIÉN ELLA ERA ABOGADA.
¡¡JODEEEER!! De entrada, según se desprende de mis palabras, me presenté como maestro; ella al estudiar, no puede ser abogada sino estudiante; y, por último ¿qué puede ser más caballeroso que no voltearle la cara al revés a cachetadas? ¿qué más fino y humano que reprimir el impulso natural de la venganza, de la justa satisfacción?
En fin, para esas mujeres que se sienten liberadas porque pueden chocar y atropellar como los hombres y piensan que su calidad de mujeres las sustrae de todas las consecuencias del hecho, hay noticias. También hay que aprender a ser responsables y agradecer que no las manden a la cárcel por idiotas imprudentes.
No niego, por otra parte, que los hombres choquen —y más feo que las mujeres— no niego que haya hombres idiotas que dejan el cerebro en la cómoda antes de salir a la calle. Lo cierto es que nunca he oído de un hombre que, habiendo chocado y lastimado a otro hombre o mujer, se detenga, además, a reprocharle al herido que es un maleducado. Si se me permite, la digresión, educación sería no atropellar a otro ser humano y guardar la distancia al manejar para evitarle al prójimo la pena de ir al hospital. Cuando uno rompe las reglas de urbanidad, no puede suponer que el resto del mundo lo tratará con respeto, más bien al contrario, al renunciar a las buenas maneras, a la educación y a la conciencia, merecen ser tratadas como animales, como mulas.
Para abundar sobre el asunto recomiendo: BEAUVOIR, Simone de "El Segundo Sexo" y uno de los hilarantes artículos de Ibargüengoitia respecto a la mujer que se violenta contra él en la fila del supermercado.
Como corolario, les dejo con esta bonita imagen:

martes, agosto 29, 2006

Tres Lindas Cubanas

Terminé de leer “Tres Lindas Cubanas”, a pesar de todas las interrupciones que sufrí en el proceso. Bonito libro, recomendable. Me falta escuchar el danzón para tener la experiencia completa. A Gonzalo Celorio lo he visto un par de veces sentado a unas mesas de distancia en el restaurante Covadonga, donde suelo comer con todos mis abogadiles socios y compañeros de oficina. A lo mejor por eso, cuando me enteré que hace cuarenta y tres años, en un dia de 1963, murieron su primo Juan y su hermana Tere en un accidente carretero, me dolió.
Noté mi dolor en el metro, cuando se me formó el proverbial nudo en la garganta. La tristeza cuando llegué a mi clase de la tarde y no pude articular, más que con una voz baja y medrosa, la lección que preparé para los alumnos.
Yo no sé que será, pero hay algo que, desde hace unos meses me ata con más fuerza a la tristeza de la humanidad. Quizá con Celorio sean la causa esos encuentros sin saludo en un restaurante, quizá la fama de universitario y nuestra alma máter común. Quizá la escritura limpia y honesta a la que me tiene acostumbrado y que me parece más apreciable que esas obras cumbres del efectismo y la exageración que también disfruto. Lo cierto es que algo me une a la tristeza atemporal.
Aunque llegue tarde, aquí mi más sentido pésame. Hay tristezas literarias y hay tristezas de la vida que se comparten a través de la literatura. No es lo mismo compadecer a las ficciones que enterarse así de que dos personas murieron de forma inmerecida y del carajo.
Empiezo a sospechar que por eso me gusta leer ficción, y siempre le hago el feo a todo lo que tenga tinte autobiográfico o realista. Confieso que, de haber sabido que se trataba de una novela de memorias, tal vez no hubiera leído Tres Lindas Cubanas. Un relato honesto.

lunes, agosto 28, 2006

Palabras Vacías

Tomo un café en Starbucks para desayunar luego de la inhumana clase que doy de siete a nueve de la mañana. Una mujer se asoma a mi mesa, que abandoné para recoger mi muffin de yogurt con clara intención de ganarla para sí. Gonzalo Celorio y su parentela cubana defienden el lugar junto con el bíblico Agustín Yánez. Regreso; con una mirada de esas que dicen que intimidan, ella entiende que la mesa es mía pero se defiende “sólo miraba tus libros”. Levanto las Tres Lindas Cubanas y “pues toma”. El resto de mi desayuno, que yo había previsto pasar en compañía de los Trujillo y los Gallo con una pequeña incursión a Cuba y los Milián, estuvo en compañía de una publicista.

Me dijo su nombre, pero yo no me tomé la molestia de aprenderlo. No intercambiamos tarjetas de presentación, no nos volveremos a ver nunca. Mi hora de desayuno quedó invadida por un vacío que no me agrada mucho; el vacío de las palabras. Nada de lo que le dije a la diseñadora/publicista quedó en mi mente. Nada recordaré con el transcurso de los años a parte de mi cita fallida con Las Tierras Flacas de Yañez. El tiempo que pude llenar con amena lectura refranera, terminó vació con palabras inútiles.

No es la primera vez, ni la única en que las palabras me han dejado más con sensación de desasosiego que con sensación de comunicación. Palabras sueltas que salieron de mi boca para hacer frente a un silencio que me hubiera gustado perpetuar, dejar inmaculado.

Las palabras tienen una ambivalencia formidable. A veces, un te quiero es tan profundo que ata el alma hasta el fin de los tiempos. Aún me duele mi primer te quiero porque su valor fue el de la primera invocación a Yahvé, fue igual al fiat lux que empezó todo. Una vez, en una pizzería contraje un matrimonio espiritual fuera de serie que aún honro y respeto a pesar de Alecto, la furia de los delitos morales que no cometí y el carcinoma que me persigue a todas partes. Sé que seguiré empeñado en ese matrimonio aún con mis nietos, que hay nombres que no olvidaré, nombres de sueños que le puse a los hijos que ya no tendré. Serán otros, con otros nombres, pero siempre me acompañará la posibilidad de aquél matrimonio celebrado en pizzería barroca.

¿Cuál es la diferencia entre ese fiat lux de mi primer cariño y la disculpa que le pedí a quien me ofendió porque no quedaba otra? ¿La diferencia entre mi matrimonio estéril, moribundo pero vigente, y el encuentro casual en starbucks?

Hay palabras llenas que introducen al otro en mí y a mí en el otro. Hay palabras vacías que me apartan más del otro, que contribuyen a separarnos, que garantizan un perpetuo desencuentro. El verdadero desprecio es el olvido. Hay un te quiero que sirve para dar libertad a la lubricidad con la apariencia moral del compromiso y que al día siguiente, cuando uno escapa a hurtadillas antes de que el cuerpo usado despierte, adquiere su verdadero significado. Hay un te quiero que soporta hasta la ausencia del ser querido; un te quiero cuya concupiscencia es mística y carnal al mismo tiempo, al que la moral, el compromiso y hasta la vida le son indiferentes. Palabras que hacen al otro parte mía y palabras que borran al otro de mí.

La diferencia no puede encontrarse en las sílabas, en las letras o en la pronunciación. La diferencia no está en el diccionario ni en los libros, ni siquiera en la ciencia o en el arte. Puede firmarse un pacto con sangre y luego quebrarse sin el menor arrepentimiento. Puede decirse una sola vez, te odio y odiar para siempre, sin contratos, sin provocación, sin otra cosa que esas tres sílabas. El pacto del odio es más fuerte que el pacto de sangre ¿por qué?

Los niños hacen pactos de saliva, pactos de moco, pactos de sangre. Todo este misticismo se basa en compartir algo de dentro, parte del cuerpo sustancial, un aparte generada por la esencia de la vida. Al morir ya no hacemos saliva, ya no hay moco y la sangre deja de manar. La metafísica del pacto es sencilla: lo que soy se compromete con lo que eres. No es, pues, el escupitajo que se restriegan en la palma de la mano lo que los une. Ese gesto físico, escatológico, carece de importancia. Lo que lo hace válido es el afán humano de confundirse con su otro. He oído de pactos de sangre desalmados, hijos de la crueldad humana, que se respetan por el miedo a la sangre, por el carácter atávico de los fluidos corporales. Pactos que debieron suscribirse como engaño para salir del paso y traicionarse de inmediato. Aunque fueran de sangre o, más bien, porque eran de sangre.

¿Cómo se distinguen las palabras vacías? ¿Cómo saber que el pacto suscrito al decir te quiero, como quien dice fiat lux, tiene el mismo sentido para mi otro? ¿Cómo saber que ese escupitajo en mi mano es algo más que el precio que paga un maldoso para embarrarme de saliva la mano?

Me gusta pensar que hay algo que se comunica antes que las palabras y los gestos. Esa simpatía inmediata, esa confianza que nos hace sonreír a una desconocida aunque no volveremos a verla. Hay algo que distingue a las personas que vemos de las que no vemos, algo que nada tiene que ver con las palabras pero las determina al final, dándoles un contenido que somos nosotros mismos.

Si algo detesto son las palabras dichas en el vacío, las que carecen de algo mío que regalo. Por eso tardo tanto en escribir una carta o postear en el blog. Por eso dicen que no soy nada diplomático, que muy grosero, que muy gritón, que muy intolerante. Luego de un estudio detallado de lo que digo y lo que entienden mis detractores, me doy cuenta de que muchas veces las palabras vacías que suelto por el camino, ellos las llenan con sus propias inseguridades, con sus miedos, complejos y hasta deseos. A los que les gustaría ser mis enemigos, toman siempre el peor sentido posible; a las que les gustaría que las quisiera, toman siempre el sentido más dramático y lloran; los que quisieran que yo les fuera indiferente, transforman todo lo que digo en altanería. Cada uno llena mi desinterés, mis palabras vacías con el contenido de su ego. En realidad, lo que hagan todos ellos con mis palabras vacías, me importa un bledo.

En cambio, los amigos saben que, cuando digo “gracias”, “hasta luego”, “cuídate”, “que te vaya bien”, “un abrazo” y cualquier otra frase de trivial urbanidad, digo mucho más. Aunque las palabras sean las mismas, transmiten algo distinto.

Creo que el primer paso para decir cosas honestas, para evitar las palabras vacías, consiste en recibir sin imprimir nuestros complejos en lo que nos están diciendo. Aprender a escuchar sin juicios. Cuando uno de los que participan en el juego, rompe esta regla, la cosa se pone como un duelo con balas de salva. Las palabras deben herir profundo, deben encumbrar, motivar, dejar marca, como un tiro al corazón.

Recuerdo aquí la metáfora más linda y políglota del mundo, cortesía de la brasileira que aún quiero: “voy a pegar en tu corazón para que se hinche”. Pegar, significa, en español, golpear, hacer daño. Pegar significa, en portugués, acariciar. No hace falta más explicación.

Como golpe, como caricia, las palabras son demasiado importantes para usarlas en vacío. Son capaces de causar tristezas perpetuas, reflexiones que transforman, unir a dos seres. ¿Por qué gastarlas en pendejadas como ya se va la publicista? Por mí que se largue, ni que fuera la madonna. Por mí, que nunca se hubiera aparecido. Me vació durante horas de lo que la milagrosa máquina de coser descrita por Yáñez pudo ofrecerme para hacer más disfrutable un chai latte y un panqué de yogurt light.
No es justo. Me cae que no es justo.

Agosto 28, 2006

viernes, julio 21, 2006

Sobre el Dolor

Lord:

I hated you for killing a child
In her mother's arms
I hated you for maiking her know
Her father could not
Protect her from your harm.

I hated your life
Inside my soul
And wanted to see it end
But then I remebered that
You were once a child
And I had to think again.
—Paul O'neil


Hay, según creo, dos formas de experimentar el dolor. Puede sentirse en carne propia, como reacción a una experiencia sufrida sobre lo que uno es; puede sentirse como un eco de lo vivido por aquellos a quienes queremos. Fuera de eso, el dolor no existe. De las dos formas no hay una más grave o más desgarradora. Esta fe me ha acompañado desde siempre pero, hasta hace unos días, no había podido formularla en un credo.

Sucedió mientras platicaba, durante la comida, con la persona que representa para mí, el primer eco de dolor y, por lo mismo, el primer ser humano que encontró camino debajo de mi piel. Hablábamos de cine y de las actitudes que toman las personas ante escenas de violencia cruda. Sobre la manera en que muchos pueden ver con indiferencia o con curiosidad escenas de violaciones, tortura o maltrato a niños, por ejemplo. Cosas como esas, sobran en el cine, sea de arte o de Hollywood: Irreversible, Réquiem por un Sueño, Body Shots, Bámbola, Rob Roy, etc. Ejemplos también pueden encontrarse en libros, series televisivas y hasta en música.

Otro parangón de la violencia está en una película futurista de cuarta “Strange Days” donde un violador, a través de tecnologías virtuales hace que su víctima sienta, al mismo tiempo, la violencia que se ejerce sobre ella y el placer que él, el victimario, siente al hacerle daño. Una paradoja psicológica tan grave que no creo posible salir cuerdo o, por lo menos, vivo, de la experiencia.

He visto la indiferencia en el cine; así, mientras Dakota Fanning gritaba desesperada en el secuestro de Hombre en Llamas, un tipo tomaba, sin mayor emoción un sorbo de su pepsi tamaño gigante. Cuando Sin City, plagada de violencia y abusos, hubo quien comía un hot dog igual que comería la mano de las mujeres cuyas cabezas colgaban de la pared; hubo quien miraba con ojos de obscena curiosidad la escena del rapto y no entendía la resistencia de Bruce Willis en la cárcel. No dudo que más de uno haya tenido una erección cuando vio a Jessica Alba amarrada en espera de latigazos.

No sé si me causa fascinación, miedo o repulsión ver a esa gente inmutable, incapaz de relacionarse con el dolor humano, aunque sea ficticio. En cierta forma, es un indicio de pureza; el que puedan seguir comiendo mientras miran “Saw” —Juego macabro para mis paisanos— implica, según creo, que nunca han sufrido en carne propia ni como eco.

No me refiero aquí al dolor causado por la naturaleza, como la muerte de un perro por viejo o de un pariente a manos del cálculo renal. Todo eso, dentro de la lógica, la ética y la ciencia, tiene un sustrato racional que merma su capacidad de hacer perder la razón. Me refiero al dolor causado por el ser humano, por la violencia y el abuso. Conductas incomprensibles para cualquiera que no sea un abusador, torturador o asesino. Ahí no hay lógica ni explicaciones naturales sino un simple quiebre con la normalidad, con lo que todo hombre pacífico o “normal” considera como una posibilidad dentro de la vida.

Al caminar por la calle todos pensamos en tener cuidado con los automovilistas tontos, con los microbuseros locos, con las coladeras destapadas y hasta con los policías mordelones; muy pocos salen a la calle pensando que es posible caer a manos de un Hannibal, de vivir una “Casa de Cera” o un “Juego Macabro”, para el caso. Si alguno de nosotros considerara la posibilidad de que, al salir, será atacado por una banda de nazis violadores como los de la cárcel en “Historia Americana X”, ninguno saldría de casa o volveríamos a instituir los cinturones de castidad, por incómodos y poco higiénicos que sean. Son posibilidades que una mente normal no baraja en su plan de vida, tan lejos están de la vida del hombre, de su naturaleza. Pero son cosas que suceden.

Así pues, cuando esa violencia golpea la carne de un ser humano, hace mucho más que eso, quiebra su mente y su alma. ¿Cómo puede ser alguien capaz de hacer eso? ¿Por qué a mí? La mente busca explicaciones racionales, excusas para atenuar el absurdo, para mantener el contacto con la realidad y protegerse de la caída de todas las reglas y creencias. La contradicción por la violencia es tan grande que basta un golpe de esos para poner en entredicho toda regla humana, toda fe y toda sanidad. El golpe, por supuesto, reverbera alrededor de todos los que son una misma carne con la víctima.

El dolor es corrosivo, contagioso, nunca se aparta del corazón de quién lo ha sentido en una u otra forma. Muy al contrario, el dolor tiene la capacidad de multiplicarse —de subir sus decibeles como eco—, conforme más experiencias dolorosas conocemos o experimentamos. Eso es lo que yo creo porque es lo que siento. Así por ejemplo, cuando escucho el relato sobre alguien que murió a manos de los asaltantes, cuando me quema la carne saber que violaron a una conocida indirecta, cuando odio a un marido golpeador, cuando veo en la calle a una madre pegándole a su hijo para que deje de llorar o a un hijo pegándole a su anciano padre, siento, al mismo tiempo, el dolor presente y todos los anteriores. Es un efecto de sumación que no termina ni terminará nunca.

La ficción basta para recordarme las cosas más tristes que he visto o escuchado. En esos momentos siento que la garganta se me parte en dos porque algo en mí ansía escaparse de lo que soy. Es imposible, claro, porque estoy marcado; la bendita y pura indiferencia de los que beben pepsi en el cine me está vedada desde que el primer dolor encontró eco en mí. A veces me da envidia esa mirada inocente o indiferente de los que no sienten, de pronto, todo el dolor que yo siento porque se me pegó en el alma y ahí reverberará siempre.

Creo que más de la mitad de la violencia con que me asalta ese dolor y esa tristeza viene del hecho de que no pude ni puedo hacer algo para evitarlo. Está consumado. Cuando me entero de algo violento, ya está consumado, perdido en lo que es y ha sido y, por lo tanto, fuera del alcance de mis fuerzas o mi voluntad. Ante algo así, queda uno sumergido en el estado de espectador, de mero testigo y, en consecuencia, cómplice de aquello que no pudo evitar. Ni siquiera arrancarse los ojos sirve porque la memoria física y espiritual generan una posesión mucho más profunda. De pronto, uno es cómplice, testigo y defensor; posiciones tan contradictorias y disímiles que no pueden conciliarse, que abren el camino a lo irracional de la autodestrucción.

Cuando uno es testigo de algo terrible sucedido a un ser querido, a uno de esos pocos humanos que son como una extensión de la propia carne, siempre desea, si su afecto es verdadero, que todo le hubiera sucedido a él y no a la víctima. Un principio cristiano de sacrificio “no hay mayor prueba de amor, que morir por quienes amamos”. El amor muchas veces se manifiesta en ese deseo imposible de absorber todo sufrimiento sobre uno para evitárselo a la víctima. Pero cuando todo está consumado, ese deseo retroactivo no es más que insana y desagradable lástima. El dolor y el sufrimiento son irracionales, aleatorios; golpean, como el rayo, no al más desprevenido, sino al que pasaba por ahí en el momento menos adecuado.

El dolor, sin embargo, contagia, reverbera en la carne de aquellos que aman a la víctima. El dolor sobrevive a la muerte, al arrepentimiento, al castigo, a la curación y a la normalidad. El dolor sobrevive a todo. Forma una madriguera en lo más profundo del alma y siempre espera un pretexto para salir. Los que saben de lo que hablo han sentido esa cosa en la garganta, como si esta quisiera partirse en dos; han sentido los ojos hinchados, los brazos lívidos y el golpe demasiado fuerte del corazón en todo el cuerpo. Eso es el eco del dolor.

Para seguir vivo y salir a la calle sin cinturones de castidad, sin armaduras o espadas, es necesario aprender a ignorar el dolor y sus consecuencias. Quitar resonancia en el alma a lo que duele e intentar, por todos los medios, recuperar esa mirada “inocente” del que puede ver Orange Clockwork —Naranja Mecánica— sin estremecimientos y hacerlo mientras come una rica hamburguesa o un bistec bien sangriento. De otro modo, si hacemos ley del dolor, terminaremos como Alex DeLarge con deseos de vivir en paz, de morir, pero con tanta aversión a la violencia que será imposible quitarnos la vida.

No nos sorprenda, como con Alex y la Novena de Beethoven, cualquier cosa puede volverse violencia, cualquier objeto hermoso puede volverse tortura. La pregunta es ¿cómo vivir en este mundo? ¿Cómo soportar los whips and scorns of outrageous fortune? ¿Shall we take arms against a sea of troubles and, by opposing, end them?

Yo no tengo la respuesta. Si alguno la tiene, por favor, compártala.

miércoles, julio 12, 2006

Vivir con Física

A Eddington sólo lo conozco así, por su apellido y sin que medie otra presentación que la hecha por Freixedo Bastida Xacobe en "El Derecho como Creencia". Sin embargo, la duda que surge de sus palabras es infinita. Una explicación sentida y triste de la violencia que hace el saber a la vida. Es decir que, mientras más se sabe, resulta más difícil vivir, más fácil tener miedo.

"Estoy en el umbral de la puerta, a punto de entrar en mi cuarto. Lo cual es una empresa complicada. En primer lugar tengo que luchar contra la atmósfera que pesa con una fuerza de un kilogramo sobre cada centímetro de mi cuerpo. Además debo procurar aterrizar en una tabla que gira al rededor del sol con una velocidad de 30 kilómetros por segundo; sólo un retraso de una fracción de segundo y la tabla se habrá alejado kilómetros. Y semejante obra de arte ha de ser llevada a cabo mientras estoy colgado, en un planeta en forma de bola, con la cabeza hacia afuera, hacia el espacio, a la par que por todos los poros de mi cuerpo sopla un viento etéreo a sabe Dios cuánta velocidad. Tampoco la tabla tiene una sustancia firme. Pisar sobre ella es como pisar sobre un enjambre de moscas. ¿No acabaré por caerme? No, porque si me atrevo y piso, una de las moscas me alcanzará y me dará un empujón hacia arriba; caigo otra vez y me empuja hacia arriba y así sucesivamente. Puedo por tanto esperar que el resultado total sea mi permanencia siempre aproximadamente a la misma altura. Pero si por desgracia y a pesar de todo, cayese al suelo o fuese empujado con tanta fuerza que volase hasta el techo, semejante accidente no sería lesión alguna de las leyes naturales, sino una coincidencia extraordinariamente improblable de casualidades. Cierto es que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un físico traspase el umbral de una puerta. Tal vez fuera más prudente acomodarse a no ser más que un hombre corriente, entrando simplemente por una puerta, en lugar de esperar a que se hayan resuelto todas las dificultades que van unidas a una entrada por entero libre de objeciones".

viernes, julio 07, 2006

El atormentado creador

Saber Vivir

Conozco una mujer que prefiere hacer el amor en el asiento trasero del coche, en cualquier callejón obscuro, que ir a un hotel. La razón, me explica, es que el coche es suyo o, en su caso, del amante y el hotel es de todos o de nadie. Poetizando, invento estas palabras: "Vivimos la vida en lugares prestados. Hacemos el amor en camas que no tendemos y dormimos juntos en cuartos que nunca hemos habitado". Cuando ese pensamiento viene motivado por el exilio mental de una mujer en un bonito cuarto de Hotel, algunos sospechan que no sabe vivir. Al final, el asunto se resuelve cuando las incompatibilidades entre su fe sin razón y la razón sin fe del que piensa, producen el rompimiento, el ateísmo amoroso. Si no me creen, pregúntenle a Simone de Beauvoir. Después de todo, quienquiera que se esté tirando a la mujer en el asiento trasero del auto, debe saber que ella también es prestada. Ella debe saber que su amante es prestado. Lo de la vida prestada no es más que un espejo pues, supongo que lo mismo que la cama del hotel, la pureza de mi conocida ha sido horadada por gente que la tuvo prestada un rato y no se detuvo a lavarla al día siguiente. Ella sí se lava diario y supone que con eso es nueva cada día. Que con eso se limpia y borra el paso de sus amantes por su cuerpo y por su alma. Dicen que ella crecerá y se dejará de cosas. Dicen que uno se da cuenta de que ha crecido cuando ya no importa si se es propio o ajeno, prestado o comprado, cuando se deja de remilgos, imaginaciones y apariencias. Si saber vivir es saber transigir con la realidad, renunciar al ángel para apreciar las glándulas, yo no sé vivir. Si saber vivir es aceptar que uno está sucio y usado, que no es más que un préstamo temporal o una imágen de su historia, yo no sé vivir. Si saber vivir es suponer que uno no puede limpiarse, que no puede inventarse otra vez cada día, prefiero la locura. Yo no sé vivir. Prefiero andar a horcajadas entre la fe y la razón, en la paradoja que significa susurrar al oído de una mujer: "Eres un ángel. Con glándulas, pero ángel al fin y al cabo".