lunes, noviembre 14, 2011

Fuge, Late, Tace (3)

Por otra parte, es inevitable que, si construimos nuestra imagen sobre ficciones relativas que se determinan mutuamente (la ficción de que podemos separar el tiempo al narrarlo), esa misma construcción transforma nuestra mirada y, por lo tanto, construye también la ficción o la ilusión del otro que, a su vez, refleja la ficción de mí. Es casi impensable que, si me imagino como proyecto, sea capaz al conocer a alguien por primera vez, de pensarle como fracaso. Y viceversa. El fracaso o el hilflosigkeit hacen ver al otro como algo sin posibilidades, sin significado ni relevancia posibles. La ilusión o distorción necesariamente permean al discurso de forma doble, casi neurótica/narcisa y difícil de describir.

Cuando te digo ‘eres hermosa’ ¿qué quiero decir? Quizá que veo en ti un cambio probable, el brillo de un futuro distinto y deseable. Sobre todo, quizá, que veo pintado sobre el rastro casi invisible o simulado de tu cuerpo a alguien que no es. No eres lo que veo y tampoco eres lo que crees ver en ti. En esencia, cualquier enunciado dirigido a ti es un fracaso comunicativo. Un piropo, una palabra que desde el simulacro de lo que veo parece un principio de honesta admiración, desde tu perspectiva no es más que una ironía en el mejor de los casos, una franca burla en el peor de ellos. Y en todo caso una evidencia innegable de que prefiero inventarte a conocerte, de que ni siquiera estoy abierto a la posibilidad de verte antes de juzgarte o inventarte. ¿Qué respuesta puede articularse ahí? Nada sino una convención sin significado, un gracias o una sonrisa que acaso yo lea —por la interferencia de mi futuro y mi pasado inventados— como un coqueteo o una esperanza que al acabo no es sino una bandera blanca por la que te rindes a no ser y renuncias a la posibilidad de que yo sea distinto al resto. De que seamos capaces de cambiar porque nos conocimos.

Y al contrario, ¿cómo y en qué términos formulas tu discurso, tu primera sonrisa? Y cómo lo entiendo. Acaso sonríes como una botella al mar o un clavo más en el ataúd. Puede que preguntes mirándome con seriedad ¿qué quieres? Pregunta imposible. Porque acaso esperas escuchar que quiero algo que no existe, o la admisión sin disimulos de que quiero aquello que no estás dispuesta a ofrecer o que quizá simplemente no puedes. ¿Cómo entiendo o respondo yo a una pregunta tan sencilla y tan directa? Imposible porque responder lo que quiero es negar la infinita mutabilidad del deseo, es suponer que las cosas pueden definirse o son estables (acabadas). Y yo sólo sé que quiero el cambio y la posibilidad. Sólo sé que mi deseo aún no está formulado, sino que está en espera, acechando una oportunidad de adquirir identidad. Quizá la respuesta más inteligente es “quiero saber lo que tú deseas para hacerme capaz de desearlo también y de transformarme hasta ser capaz de ofrecértelo”. Pero eso no es más que girar la pregunta de modo que apunte hacia ti con la apariencia de un cambio por más que sea exactamente igual. Doble incertidumbre de primeras miradas e intercambio de palabras.

Y habría que pensar también que en ese instante, en esos primeros gestos estamos intentando medirnos y conocernos, pero siempre a partir de nosotros mismos, a partir de la historia que creamos cada uno de sí, y nos juzgamos entonces sin que mi presencia o la tuya tengan significado (relevancia) alguno, como si el otro no estuviese presente, sino que nos mirásemos al espejo haciéndonos la corte, abismados en el sonido de nuestra palabra dirigida hacia nadie. Nos juzgamos por un juego infinito de referencias, siempre inventadas, y aunque ninguno se de cuenta, ni siquiera pensamos en la posibilidad de estar equivocados ni sobre nosotros ni sobre el otro. Si yo soy lo que soy —cosa indudable en apariencia, pero sólo en apariencia— la base de mis juicios es sólida e irrefutable. Pero es sólo un egoísmo monstruoso nacido del terror que tenemos a desapegarnos de la idea de que acaso uno no es capaz (pues si no, quién?) de conocerse o definirse. Es un egoísmo idiota porque en ese instante sería infinitamente más útil o importante pensar en cómo me imaginas, cómo te imaginas, volcarnos cada uno en el otro, hacia el abismo que abre la posibilidad de no ser sino lo que tus ojos hagan de mí y a partir de esa imagen llegar a ti. Lo único sensato sería reconocer que no existo, que no soy, que mi identidad es irrelevante, mi narrativa o mi tiempo desaparecen como sombras cuando tu mirada me ilumina. Pero precisamente en el mismo sentido y con la misma intensidad cuando te miro te anulo por completo.

Es imposible, sin duda. De saber todo esto, la relación o el conocimiento no sucederían. Pero acaso por eso es tan poderosa la «sensación» de ‘conocernos de toda la vida’, esos pequeños gestos que dan por hecha una historia no acontecida y más bien improbable, que nos permite empezar, sin embargo, con una ventaja tanto o más ilusoria que el malentendido mismo. Pero en ausencia de esa sensación ¿qué asidero queda para seguir adelante sino acaso inventarla?

Acaso, sin darnos cuenta, nos conoceremos por el modo en que nos describimos el uno al otro, lo que yo digo de ti, tú lo lees como si lo dijera de mí y viceversa. Pero lo que decimos es tan inventado como nosotros mismos y acaso más deforme aún por la voluntad o el deseo de coincidir.

La palabra entonces como algo absolutamente indiferente. Como un sinsentido absoluto. Ya ni siquiera como ficción sino como evidencia simple de la imposibilidad de decir, de significar. El vestigio o la ruina de algo que pudo ser, la simulación de un diálogo más parecido al teatro del absurdo que a Shakespeare —aunque en el fondo serían lo mismo— pero que en eso se evidencia el artificio de éste y el relativismo de aquél.