lunes, junio 18, 2007

Pregunta Seis: ¿Considera a la Literatura una vocación, un pasatiempo o una profesión?

He superado algunas crisis; hace un par de años, saqué el cuerpo, pero no las piernas, de la trayectoria de un golf a muchos kilómetros por hora. Temí que no volvería a caminar, que no llegaría a la ambulancia. Cuando miré a mi alrededor, algo más calmado, buscaba mi “Viaje por España” de Teófilo Gauthier edición de 1920 y temía más por su integridad física que por la mía. Algún pío cristiano me lo alcanzó diciendo “que bueno que traías tu Biblia, te salvó la vida”. No pude evitar reírme pues, en todo caso, la literatura salvó mi vida. Me sentí, al mismo tiempo hereje, ridículo y libre. El libro estaba bien; ahora tenía en qué entretenerme hasta la llegada de la ambulancia y de mis preocupados familiares. He vuelto sobre este episodio muchas veces, escribí sobre él en mi diario, en un par de cartas de amor y ahora mismo, entre tantas otras. Cuando estuve en París, fui a la tumba de Gauthier para agradecerle el favor. Haber escrito sobre todo eso, me obligó a superarlo, a cambiar de perspectiva y a hacerme más fuerte.


En mis pesadillas, lo peor que puede suceder es quedarme ciego o perder el uso de mis manos. Sin mis ojos, sin extremidades, sería incapaz de escribir. En algún modo, mi fuerza para hacer frente a la vida está ligada a la que tengo para escribir. Me cuento historias esperanzadoras cuando necesito sueños y futuro; realizo mis sueños con el suave deslizar de la pluma o el rítmico golpeteo de mis dedos en el teclado. Mis personajes sufren por mí; los símbolos que utilizo al escribir subliman todas las tristezas o las preocupaciones que pudiera tener. Al quitarme un peso de encima, escribir libera otra vez mis alas. Intentar literatura me limpia y es la mejor manera que he encontrado de crecer y mantenerme vivo.


Cuando escribo, me obligo a pensar. Aprendo a mirar de otra manera; tengo que adoptar posturas externas, distintas a la de mis creencias o mi necedad. Al escribir, se hace necesario mirarlo todo desde fuera, como si uno no estuviese involucrado en ello y entonces, es más fácil analizarlo o sentirlo sin prejuicios sino al contrario, con la libertad que da el no tener nada que ver en ello.


Dejar huellas en el papel sobre mi experiencia, sobre mis pensamientos y mis miedos, me permite encontrarme y encontrar también a las personas importantes de mi vidas a través de las letras. Cada palabra es como una miga de pan que señala el camino recorrido desde y hacia el hogar; escribir es crear un refugio hacia donde volver; perfeccionar la memoria y hacerse incapaz de olvidar.


Escribir me enfrenta a lo que soy y lo compara con lo que quise ser; el sitio donde me encuentro contra el lugar donde quisiera estar. Escribir es mi manera de enamorarme del mundo y de las personas, el lazo de irrealidad que me ata a la realidad. Por todo esto, si tuviera que escoger una palabra entre profesión, vocación o pasatiempo, escogería vocación pero ella no basta para explicar lo que significa para mí la literatura.


Por sí mismas, las letras no valen mucho; lo importante es la sensación y el eco que dejamos los unos en los otros. Soy parte de todos los que he conocido, y todos ellos son parte mía Sin ese tacto de piel contra piel; sin el roce de las almas, la soledad es absoluta y dejo de existir por un rato. Todo el cuerpo es una pasión inútil, la vida misma se borra y queda un vacío, una ausencia de todo, hasta de silencio.


Tengo que escribir para arrancarme del cuerpo esa inexistencia transitoria. Quizá intento convencerme de que aún solo, puedo llegar más lejos. Sé que no es así. Sólo si alguien lee, sólo con un contacto tiene sentido. Debo creer y esperara esa lectura desde fuera para poder existir.

Escribir es mi vida.

Pregunta Cinco: ¿Cuáles son sus sitios favoritos de Internet?

Con franqueza, este pregunta me pareció bastante aburrida y la respondí por compromiso. Por eso, además de este escrito sin chiste, publico la respuesta seis, que me gustó. Con esto terminan las respuestas del concurso al que no entré por listo.

Mis sitios favoritos en internet son los blogs y las revistas literarias electrónicas. El universo del blog me gusta porque carece por completo de pretensiones, porque es un espacio abierto a las ideas sin censuras y sin intereses más allá de la expresión. Los bloggers ofrecen lo que tienen, sea su buen humor, sus experiencias o hasta su manifiesta estupidez, con la única aspiración de ser leídos. Quizá por eso me agradan tanto esos seres anónimos de personalidad entre real e inventada; ofrecen un escape a la cultura de masas y medios, escriben desde un punto lejano al ego, quizá porque saben que a nadie han de engañar, y dejan ahí su mensaje para que lo lea quien así lo desee y lo juzgue como prefiera. Hay cosas increíbles en ese mundo, obras maestras que gracias a la tecnología, ya no permanecen escondidas en un cajón inaccesible sino que se mueven y llegan a veces a donde deben y, otras tantas, no. Me gusta esa idea de incertidumbre, de contingencia mezclada con sencillez y honestidad. Me gusta perderme, guiarme por el azar y saltar de un cúmulo de palabras a otro. De vez en vez, algo atrapa mi mirada, otras veces mi corazón entero. Me gusta mirar blogs, asomarme a la vida de las personas; tanto, que hasta tengo uno.

Las revistas literarias, por otro lado, me parecen una gran oportunidad para los talentos desconocidos. Me gustan, sobre todo, las que no sirven como medio de hacer rico a su creador. Algunas, generan su prestigio como debe ser, seleccionando textos interesantes, hermosos o valiosos, sin atender a los tristes criterios de la publicidad o el tiraje. Para bien o para mal, su existencia está más allá de las leyes del mercado y pueden darse el lujo de ignorarlas; representan un criterio de gusto ―no monetario o gubernamental― para la difusión de la cultura. Más que analizar si la historia es “vendible o no”, los directores de esas revistas, analizan si les gusta o no la contribución y, en consecuencia, la publican o la rechazan. Prefiero ese criterio, por subjetivo y poco profesional que pueda ser, sobre el sonido metálico de las monedas y el subsidio; es un criterio humano, si no con rostro, por lo menos con alma.

Por eso, a parte de revisar el correo electrónico y la cartelera de cine, a veces, al entrar en internet, intento acercarme a otros que escriben y sienten por este medio. Aunque la libertad que ofrece el internet puede rayar en perversión, cuando leo en estos sitios, suelo encontrarme con más de un resquicio honorable y bello.

martes, junio 05, 2007

Pregunta Cuatro: Un editor rechaza, con lujo de desprecio, un manuscrito suyo. Imagine sus reacciones y pensamientos.

Me veo en una sala de espera como tantas otras, me sudan un poco las manos y siento el estómago vacío aunque acabo de comer. La grosería del editor me parece humillante aunque es institucional en este país; me citó hace veinte minutos y no ha llegado. Eso, suponer que mi país es impuntual, es mi consuelo y mi escudo contra la posibilidad de malas noticias. Veo pasar al editor que cierra la puerta tras de sí, apenas escucho su voz displicente cuando dice: “en un minuto”.


Pasa aún media hora, es la definición más extraña de minuto que haya vivido. Cuando empiezo a pensar en que la comisión de metrología y normalización debería tener una policía secreta, el omnipotente abre la puerta y me invita a entrar. Le he confiado cuatro años de mi vida, la versión condensada de mis dolores y esperanzas, la botella al mar que espero llegue a algún sitio. Su cara me dice que, en algún modo, el pensó recibir un pañal usado.


Pablo, el odioso editor habla largo y tendido. En realidad no recuerdo su nombre, pero Pablo siempre me ha parecido odioso, con perdón del santo. Sus palabras, al principio, me parecen interesantes, después se vuelven indiferentes y, al fin, cuando ha hablado más de una hora, cuando ha agitado mi manuscrito por toda la oficina y señalado las marcas rojas de su miserable plumón como heridas en mis palabras, me siento ofendido, frustrado, enojado, vencido. Es un misterio, pero también me siento fuerte. Podría levantarme de mi asiento de niño regañado en escuela religiosa, arrancarle todo su poder a Pablo negándome a prestarle oídos, como él se negó a prestarme la sensibilidad que ahora dudo tenga. Podría saltar por la ventana, pues es evidente que mi botella no alcanzará el mar siquiera, que todo esto es un desperdicio. Pienso en Nietzsche, en Cristo en la cruz y hasta en aquél amigo al que dejé plantado una tarde lluviosa. Pero no hago nada. No soy el superhombre. Creo que el editor sabe lo que hace, no puedo perdonarlo. Entiendo a ese que tal vez, no era mi amigo.


El manuscrito me golpea el rostro en medio de estas reflexiones. Despierto y siento el frío en todo el cuerpo, el frío de la ira, de la venganza contenida. Me levanto rápido y me acerco demasiado al que me mira entre perplejo y despreciativo. Quiero que sienta miedo, que sepa que soy más fuerte, que lo odio y que acaso, antes de salir de su estúpida oficina, lo haré sangrar. Pero no hago nada de eso. Digo: “gracias por ser un hijo de puta”, con esa voz ronca que uso para insultos educados.Salgo de su oficina. Mañana pensaré en que tal vez haberle dicho eso, implique el aborto de mi carrera literaria. Mañana me imaginaré muerto antes de haber nacido en la república de las letras. Ahora camino por avenida Universidad y pienso que aún me restan cinco oportunidades. Cinco Pablos. Cinco hideputas. Cinco fracasos. Acaso un triunfo, acaso al fin el mar donde tirar mi botella. Sonrío, enciendo un cigarro y repito, entre dientes, “hijo de puta”. Imagino su escritorio en llamas, su cara hinchada a golpes. Lo que más me duele es que acaso él tiene razón.