lunes, diciembre 30, 2019

Etapas en el camino de la vida (4)

Si una doctrina, en el instante en que amaga con decir algo terrible acaba babeando en lugar de causar horror—está claro que ante esa doctrina no merece la pena ponerse en pie. 
—Søren Kierkegaard. Temor y temblor.

Para hablar de Kierkegaard empiezo por el final, con sentencias lapidarias que causan horror. La glosa o fundamentación de esas sentencias viene después, pero es inútil, como la propia glosa lo demuestra. Créanme.
1. El lenguaje es una «invención lamentable» porque «dice una cosa y quiere decir otra».
2. La verdad no explica la vida, la hace más dolorosa.
3. Cuanto mayor es nuestra certeza, mayor es nuestra desgracia.
4. En el mejor de los casos, «la vida es un discurso oscuro».
5. Como tal hay que tratarla.



* * *

La razón desemboca siempre en la desesperación. Ella nos muestra que el mundo y nuestras opiniones al respecto carecen de un fundamento o fin que puedan ser demostrados más allá de toda duda. En ese punto se suele confundir lo trascendente y lo nimio, pues no existe ninguna razón para ubicar los conceptos en una u otra categoría. Esto quería decir Nietzsche cuando señaló que ante la muerte de Dios —es decir de aquello que pone fin a la duda— era responsabilidad del hombre llenar el vacío con valores y sentido. Pero se lo tomó todo demasiado en serio. Pensaba que, de otro modo, la humanidad acabaría en el nihilismo que podía manifestarse como desesperación y suicidio o como un lento hundirse en la pasividad contemplativa de la nada. Aunque hablaba de embriaguez y vitalidad, hablaba en serio, como uno se toma en serio una partida de billar cuando tiene dieciocho años.
 
Ante el mismo problema, el absurdo del mundo y nuestras representaciones, Kierkegaard propone la ironía. Por ahí, por lo opuesto a la seriedad, empieza su obra escrita. Celebra al Sócrates irónico que al hablar con los discípulos de la seriedad religiosa o filosófica «les arrebataba todo y los despedía con las manos vacías», Sócrates se carcajeaba irónico. Para él todo ejercicio serio de razón o de fe, no pasan de ser una broma fantástica, porque se cede al poder de lo místico y, «prestándose a su sortilegio, uno inventa más y más visiones y es desbordado por ellas». Para Kierkegaard, como para Sócrates y más tarde para Milán Kundera, nada hay más ridículo que lo serio.

Un ejemplo, dice Kierkegaard, es que el amor puede justificar estéticamente al suicidio, embellecer la finitud y la carencia; pero ese amor tan serio, se basa en el engaño. Así por ejemplo, Romeo y Julieta, quienes mueren de amor en el amor. Así Lavinia muerta al fin a manos de Tito Andrónico. Sublimes. Hasta que se ajusta la mirada y se percibe el guiño de la ironía. Entonces se reconoce la ridiculez en estos actos, porque son frutos del engaño que cada uno obra sobre sí mismo. Se convencen de que no hay vida posible sin ese amor o ese honor, con o sin esa persona. Y sin embargo, su existencia misma es prueba de que se engañan. Haber vivido o seguir viviendo demuestra que sus anhelos son meros caprichos. Es decir, se trata de visiones que les han desbordado porque les dan demasiada importancia, se las toman demasiado en serio.

Esto nos ocurre a todos de forma cotidiana. De ahí que Schopenhauer explicara la vida como representación. Kierkegaard está de acuerdo, pero prefiere tomarse las cosas de manera juguetona, irónica: puesto que no puede tenerse una representación fiel, podemos muy bien escoger la más entretenida. La vida se convierte así en un amorío, en una aventura que hace lugar a sus veleidades y las nuestras como cualquier coqueteo. «Hagas lo que hagas, te arrepentirás», opina el pensador serio, porque alguna vez verás las cosas como son realmente. Kierkegaard agrega que esto sólo tiene lugar si escoges creer que ese “realmente” es la realidad más allá de toda duda. Si ninguna representación está más allá de toda duda, ¿por qué no elegir otra?

Sin duda es absurdo reducir el mundo a una sola interpretación. Y también es absurdo abrir la perspectiva a cualquier otra, a la infinitud de interpretaciones posibles. Por eso la vida misma es un acto de fe que nos pone ante nosotros mismos con ironía: «El asunto es bajo qué determinaciones considera uno la existencia y vive». El momento crucial de una vida es, entonces, cuando se escoge qué creer; es decir, cuando se elige uno de entre todos los absurdos sin fundamento que presentan la razón y la fe. Además, se escoge por ninguna razón, puesto que la elección es absurda, injustificable. Cualquier justificación se construye después de la elección. Así, por ejemplo, uno no escoge su equipo de fútbol, su partido político o su religión después de conocer todas las opciones posibles y comparar méritos. Porque ello implicaría, además, una elección entre diversos sistemas de medición de esos méritos. Elegir una jerarquía. Elegir un sentido para las palabras mérito y jerarquía. Se trata de una dialéctica infinitamente mala. Lo cierto es que nadie puede conocer los fundamentos de su fe antes de vivirla. Se construyen conforme uno es desbordado por sus propias visiones míticas. Romeo y Julieta nada sabían la una del otro, se miraban ex parte, en enigma, thorugh a glass darkly.

Opina Kierkegaard que «el hombre sólo se vuelve melancólico por su propia falta». Eso fue lo que le pasó a los amantes de Verona. Se trata de una falta de ironía, de ensoñación, de memoria. Se olvidan de que toda representación es arbitraria y por lo tanto mutable. Sólo con ese olvido puede uno volverse melancólico. En esto, el líder Wittgenstein parece estar de acuerdo cuando asevera: «Si la vida se vuelve difícil de soportar, pensamos en cambiar las circunstancias. Pero el cambio más efectivo e importante, un cambio en nuestra propia actitud, rara vez se nos ocurre; y la decisión de dar ese paso nos es muy difícil». No sorprende, por tanto, que Kierkegaard escogiera la fe cristiana como forma de vida, como determinación bajo la cual vivir su vida: escoge un mundo de amor y providencia, donde todo se encuentra justificado y toda dádiva buena y todo buen don, vienen de Dios. Un mundo ética y estéticamente justificado.

Opina, en consecuencia, que ninguno de nosotros puede juzgar sobre lo bueno o lo malo de las circunstancias. Pero haríamos bien en creer que todo hecho es bueno aunque duela. Así, por ejemplo, sus héroes Job y Abrahám. Pero también el hijo pródigo de la parábola, quien se ve reducido, tras una serie de decisiones estúpidas, a robarle bellotas a los cerdos para comer. Su destino es cruel, el patrón para el que trabaja puede parecer cruel, el mundo es cruel. Sin embargo, esa degradación era lo que el joven necesitaba para poner en duda las visiones que lo desbordaron y lo pusieron en esa circunstancia (ser indigno de amor y perdón, por ejemplo) para buscar la reconciliación con su padre y volver a una vida feliz. Todo lo que hacía falta era leer en la desgracia una invitación a cambiar sus creencias. Es la iluminación del rock bottom. Se trata sin duda, de tener fe, pero no de aferrarse a una fe sino de jugar con las posibilidades de cada fe y toda fe posible. «El ojo con el que se ve la realidad debe modificarse sin cesar».

Job rechazado por sus amigos. William Blake—

Para Kierkegaard el problema del sentido de la vida se reduce al momento de la elección. El problema desaparece cuando aceptamos que cada forma de vivir es algo que elegimos desde el absurdo. Se crea o no en Cristo, Kierkegaard da en el clavo: estamos condenados a creer, pero elegimos nuestra fe y, por lo tanto, no hay razón  para aferrarse a las mentiras convencionales de nuestra sociedad. Es preciso entonces partir de uno mismo. Así empieza la ética como derivado de la fe: los actos que se realizan por razones o motivos circunstanciados son engaño. Abrazar un partido, religión o prejuicio, son todos actos falsos mientras no se les vea desde el absurdo. Este es mi camino —diría su caballero de la fe— por ninguna razón en absoluto. En consecuencia, se trata de elegir, pero no de una buena vez y para siempre, sino en cada momento. Elegirse a uno mismo, partir de uno mismo y volver a uno mismo con las manos vacías.


Abrahám e Isaac. Rembrandt—

Vistos así, los sistemas políticos, éticos, religiosos o, mejor dicho, todas las ideologías, son tentaciones porque pretenden ahorrarnos el trabajo de la elección. Se presentan como respuestas válidas más allá de toda duda, celosas del cambio en quien las vive. Antes de abrazar una ideología, hay que jugar con ella y hacerla en cada instante objeto de ironía. Tomarse las ideas terminadas como algo serio es un camino cierto hacia la desesperación porque todas ellas son absurdas. Las personas dicen, con toda seriedad: la vida es esto. Más tarde se dan cuenta de que “esto” es absurdo. Y concluyen, razonablemente, que la vida es absurda. Entonces se sienten desgraciadas. Pero la desgracia viene de uno mismo, de la propia elección. Se elige la desgracia, y no puede encontrarse consuelo. Qué cosa más ridícula.

Concluyamos con sentencias lapidarias, que causen horror, pues estas son las doctrinas que valen la pena: El lenguaje es una «invención lamentable» porque «dice una cosa y quiere decir otra». Por eso, la verdad no explica la vida, sino que la hace más dolorosa. Así, cuanto mayor es la certeza, mayor es la desgracia. En el mejor de los casos, «la vida es un discurso oscuro». Como tal hay que tratarla.

viernes, noviembre 29, 2019

Etapas en el camino de la vida (3)

La desesperación es lo único que espera a todo aquél que no sea lo suficientemente demente, desamorado y orgulloso, ni esté lo suficientemente desesperado para creerse el elegido.
—Søren Kierkegaard. Sobre el concepto de ironía. 

Así como toda tribulación depende de la esperanza, así también la paz se encuentra en la desesperación. Supongo que Schopenhauer, mi tercer gran maestro, estaría de acuerdo con esta afirmación. Encontraría suculenta esta paradoja, emoción que, a su vez, nos daría algún valor a ojos de Kierkegaard.

     De acuerdo con Kierkegaard, la desesperación es el el punto más elevado al que puede llegar un pensamiento racional. Un pensador serio deviene en héroe trágico porque descubre su transitoriedad e insignificancia. Somos un instante en la eternidad. Esto quiere decir que todos nuestros logros, deseos y esperanzas son también insignificantes. El danés llama a quien ha llegado a este grado sumo del pensamiento racional «caballero de la resignación infinita» pues se resigna en todo. No espera que el mundo, las personas o la vida cambien, pero tampoco que sean duraderos.

     Este es el caso de los héroes de las tragedias griegas, quienes aceptan que su voluntad es juguete en manos de dioses borrachos y caprichosos. Es Hamlet, es Macbeth: «it is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing». También Schopenhauer y su filosofía son ejemplos de resignación infinita pues aceptan sin miedo el horror existencial, la mentira del libre albedrío y el sufrimiento como único fruto o consecuencia de haber vivido: «Si los hombres en su conjunto no fueran tan indignos, entonces su destino global no sería tan triste. En este sentido podemos decir que el mundo mismo es el juicio final».



Por esto (y por su cara, quizá) se considera a Schopenhauer un filósofo pesimista, pero creo que se trata de un malentendido. La desesperación y la resignación no son señales de pesimismo sino de paz. En la desesperación uno deja de desear que las cosas, las personas, el mundo, fuesen de otra forma y acepta al fin que todo es como es porque así tiene que ser. La esperanza de algo distinto —una vida sin sufrimiento— deja de ser tormento cuando se admite que esa quimera no pasará de ser un consuelo que ayuda a tolerar esta vida —que es sufrimiento—. Esta es la paz de los estoicos, a quienes Schopenhauer cita seguido, consciente o no de hacerlo y mira la existencia como a un matrimonio viejo, en que la época de los disimulos, las mentiras y el deseo de cambio han quedado atrás, donde todo está dicho y uno conoce como es conocido sin la malsana comparación contra un pretendido ideal que no existe ni existirá nunca: «Nuestros actos nos colocan delante del espejo de nuestra voluntad».

     El acto es la única verdad definitiva, sin que importen los motivos, ni las historias, ni las circunstancias. Cada persona hace lo que es. El agua es agua, dice Schopenhauer, en toda circunstancia, y si es chorro, vapor o espuma, sigue siendo lo que es. Así también los actos de una persona demuestran lo que es. Personas de carácter bueno y malo pueden ver su limitados sus actos por la circunstancia, pero no dejan de ser lo que son. Su comportamiento circunstanciado se sigue necesariamente de lo que son. Es decir, un cambio de circunstancia no genera un cambio en su voluntad. Pero no hay que olvidar que de un modo u otro, todos todos hacemos el mal y todos sufrimos el mal, por eso «Lo único verdaderamente indicado es, no la búsqueda de su supuesta 'dignidad', sino, al contrario, el punto de vista de la compasión».

     La compasión se define por paradoja: sentir el dolor del otro, en el otro. Pero hacerlo sin olvidar que es su dolor el que siento, no el mío. Y aun así, encontrarlo relevante. Esta noción no puede sostenerse racionalmente, pero vivir conforme a ella es algo que sólo el «hombre absurdo», como lo llamaría Camus, puede hacer. La ética de Schopenhauer se basa así en el absurdo. Un absurdo honesto, a diferencia de la ética tradicional que está basada en el engaño de dos aspiraciones imposibles: que nadie haga el mal y/o que nadie sufra el mal. La virtud surge así de la desesperación, en el momento en que uno se resigna infinitamente a la presencia del mal y descubre la compasión.

     Por esto me parece que encontré a Schopenhauer en el momento preciso, cuando después de tanta revuelta, necesitaba aprender la resignación que da lugar a la pasión inmotivada y conciliadora que es la compasión. Cuando la vida misma se convierte en una trampa, como decía Kundera, el único movimiento posible es hacia el absurdo. La compasión es ese salto hacia el absurdo. La única acción sensata es reconocer al mundo y las personas por lo que son y compadecernos. No es un remedio para el sufrimiento, pero es una vía hacia la paz.

     Un último y precavido corolario de esta visión es el famoso dilema del erizo que propone Schopenhauer: La compasión puede entenderse mal, como un remedio al sufrimiento; entonces provoca el deseo de acercarnos unos a otros, como si la proximidad remediase en algo nuestra miseria. Pero una vez cercanos, las fallas de nuestro carácter circunstanciado nos condenan a hacer y sufrir el mal. De manera que cuando la compasión deviene esperanza, se vuelve contra sí misma. Hasta en ella hay que desesperar. Ya lo he dicho antes, debemos ser miserables y lo somos. La compasión no remedia la miseria, pero evita que se multiplique de manera superflua. El fin de una vida compasiva es, entonces, práctico: consiste en buscar y encontrar la distancia precisa para que el afecto no multiplique de manera innecesaria nuestra miseria.


jueves, octubre 31, 2019

Etapas en el camino de la vida (2)

En filosofía siempre se trata de una serie de principios básicos enteramente simples que cualquier niño conoce y la dificultad —enorme— es sólo la de aplicar estos principios en la confusión que nuestro lenguaje crea. 
—Ludwig Wittgenstein

Mi segundo, y acaso más poderoso tsunami mental, me lo proporcionó amablemente Ludwig Wittgenstein, ese gran guía de los perplejos. Llegué de rebote, porque en algún sitio leí que el Tractatus es el libro de filosofía más difícil que se haya escrito. Ese enunciado es impreciso, porque no es un libro difícil, pero les resulta incomprensible a quienes no están dispuestos a preguntarse, por ejemplo, si eso que hay al final del brazo es una mano y si esa mano es la propia. Es incomprensible para el pensamiento cartesaino que no se atreve a dudar de sí mismo y opina que inquirir por las razones que nos hacen tener por claro y evidente un hecho es un sacrilegio, y peor aun dudar de la validez de esas razones. Lo cierto es que no hay razones para ello, hay una causa: hemos sido entrenados para pensar así. Empezar a pensar de este modo pone en duda toda una forma de hablar y, por consecuencia, toda una forma de vida. Por eso, quizá, me es tan difícil describir la experiencia.


Convertido en oficinista aburrido, el nombre de Wittgenstein fue un reto para la cómoda rutina diaria, pero me hizo entender al fin por qué me parecen sospechosas y falsas construcciones como las de Descartes o Aristóteles o Hegel, tan cegados de entrenamiento —tan usurpados por la costumbre de la palabra— que nada dicen o preguntan sobre aquello que la palabra, presuntamente, nombra: «Las reglas no se siguen de la idea. No se obtienen del análisis de la idea; lo constituyen» dice LW.

     Si tuviera que reducir la experiencia en una frase, diría que conocer a Wittgenstein fue darme cuenta que también contra la palabra es necesario rebelarse. Que el lenguaje, la forma de expresión —cotidiana o especializada, lo mismo da— se transforma tarde o temprano en una prisión de la que ni siquiera somos conscientes; porque cuando uno dice cosas como “rebelarse contra la palabra”, piensa que hallará la libertad, pero ocurre lo contrario: «Un modo de expresión inapropiado es un medio seguro de quedar atascado en una confusión. Echa, por así decirlo, el cerrojo a su salida».

     Quizá él nunca lo dijo, pero apuntó al hecho de que lo que nos interesa estudiar y saber, es decir, aquello que es valioso en la experiencia humana, no cabe en palabras y menos aun en máximas filosóficas citables como “el infierno son los otros”. Eso se debe a que la herramienta en que confiamos a la hora de buscar el conocimiento, nos traiciona por entrenamiento al ocultar que el conocimiento no se busca ni se encuentra, se construye. Encima, la diferencia entre buscar y construir puede ser tan sutil y compleja que analizarla, entenderla o explicarla es cuento de nunca acabar: «Todas nuestras formas lingüísticas son extraídas de nuestro lenguaje físico normal y no pueden usarse en teoría del conocimiento o en fenomenología sin distorsionar sus objetos».

     Cuando hablaba de este nuevo filósofo a mis entonces amigos, creían evidenciar su inutilidad porque no puede reducirse su saber a una enseñanza concreta expresada en una máxima del tipo amor fati o conócete a ti mismo. Es que, de tan lapidarias, esas frases falsifican. El lenguaje mismo es nuestra prisión. Es decir, la filosofía de Wittgenstein se opone a la enseñanza concreta expresada en una máxima: «All I can give you is a method; I cannot teach you any new truths».

     Mi encuentro con Wittgenstein coincidió con la ambición de estudiar letras. Leyéndolo, me aparté al fin de los filisteísmos y sutilizaciones aberrantes de mi educación y profesión. Libre de la fidelidad a la palabra muerta y a la definición estéril, pude estudiar literatura sin matarla. Estaba al fin abierto a la vivencia. Pero, como dice LW, «A todo pensamiento permanece adherida la cáscara del huevo que le ha dado origen. Unos reconocen en ti aquello con lo cual has crecido luchando».

     Por esto fue que en esa nueva libertad intelectual y, sobre todo, vital, fui como un perro persiguiendo autos, que se hace daño al atrapar uno. Rebelarme contra el fundamento de todo fundamento y contra la certeza de toda certeza fue un ejercicio estético y autodestructivo que, de profundis, me empujó otra vez hacia Nietzsche, quien me llevó de la mano y me entregó después a Schopenhauer.

lunes, septiembre 30, 2019

Etapas en el camino de la vida (1)


Si tienes un amigo que sufre, sé un asilo para su sufrimiento; pero procura ser una cama dura, cama de campaña, es así como le serás más útil. 
—Friedrich Nietzsche. 

Me robo el título de un libro de Kierkegaard porque todo lo que estoy por escribir ha surgido producto de la lectura del filósofo danés a quien recientemente me he acercado. Dicen los que saben que O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, es su obra central y entiendo por qué: al leerla me sentí sacudido en una forma que me es familiar, porque ha sucedido antes; pero extraña, porque pocas lecturas o presencias logran hacerlo. Un estudiante describia este tipo de sacudidas como «tener tsunamis mentales». Más recientemente, en una carta, una alumna me dice que  se trata de «crisis existenciales». Creo que ambos saben lo que me pasa mientras leo a Kierkegaard.
 
     La experiencia me recordó a otros filósofos y lecturas, la manera en que unos y otros se han impulsado a través de la mera lectura. Así Wittgenstein empezó a filosofar más o menos impulsado por la sacudida que le causó Schopenhauer. Nietzsche, a su vez, escribió un elogio de la filosofía de Schopenhauer donde sostuvo que la única forma válida de criticar un sistema filosófico es probar si es posible vivir conforme al mismo. Schopenhauer mismo sostenía que un libro de filosofía revoluciona toda forma de pensar, y nos obliga a tomar por falso todo lo aprendido hasta ahora y a dar por perdido el tiempo empleado en vivir de esa manera. Creo que de haber leído a Kierkegaard, el viejo Arthur habría dicho que O lo uno o lo otro es uno de esos libros.

     Traigo a cuento a tanto filósofo —además de como autocomplaciente palmada en la propia espalda— porque me di cuenta que las crisis existenciales de mi vida están asociadas en su génesis y resolución, a la lectura de sus respectivas obras. Quiero pensar al respecto, trazar un mapa de reflexión que acaso sea también una invitación a leer a mis maestros.

    El primero fue Nietzsche. Lo leí en forma al empezar mi segundo año de universitario. Fue él quien primero me invitó a tomar por falso todo lo aprendido hasta el momento y determinar si es posible vivir conforme a un sistema de pensamiento nuevo. Hace tiempo describí mi copia de Así hablaba Zaratustra —en edición de Editores Mexicanos Unidos— que cargaba por los pasillos y jardines de la Ciudad Universitaria. Y luego el contundente tomo de la homónima editorial Tomo que llevaba a clases como una suerte de desafío al ambiente acartonado, interesado y superficial de la escuela de leyes.


La filosofía de Nietzsche fue refugio en una sociedad intelectual y humanamente empobrecida o limitada, pero un refugio duro, como cama de campaña, que no me permitió quedarme cómodamente a lamentar mi mala suerte, al contrario, fue también un llamado a levantarme y hacer frente a mi propio y cómplice empobrecimiento intelectual y humano. No era fácil guardar y atender a la apariencia o el prejuicio, era una labor ardua e incómoda y sospecho que por eso en aquellos años deberían haberme empastillado. Pero tan deprimente como podía ser rendir culto al vacío, era mucho más cómodo y seguro que plantarle cara a los héroes de cartón, la vaca sagrada, las formas y las autoridades de pacotilla. Nietzsche preguntó: ¿es valioso por ser cómodo y seguro? Propuso la inversión de todos los valores, el hundimiento. Hacia allá dirigí mis pasos. Con emoción. Sólo quien habla contra su consciencia no miente, gritó Nietzsche.


No bastan dos mil años de tradición para dar autoridad, ni cuatrocientos cincuenta o quinientos años de existencia institucional para dotar de sentido. No basta con haber sido fiel amigo diez años. Los actos no tienen historia. El mero paso del tiempo nada significa. En lo intelectual, no basta ser “autor del libro” cuando se ha escrito uno de esos textos que no tienen fuego interno y por lo tanto están destinados a ser víctimas del fuego. La reverencia de la gente no significa nada. La vida está en otra parte porque la inercia del tiempo, la tradición o la reverencia social no son, no pueden ser, no deben ser, sistemas fiables de valor. Si vas a juzgar tu vida, que sea por valores de otra pasta, no por el anquilosamiento de la tradición o la opinión ajena. Si vas a juzgar tu vida, entonces debes cambiar tu vida. Du mußt dein Leben ändern. (Dato curioso, Sloterdijk, gran admirador de Nietzsche, tituló un libro con esta frase de Rilke, quien como Nietzsche buscó las atenciones de Lou von Salomé).

     Así que no hay preguntas prohibidas. Lo único prohibido sería no hacer preguntas. Incomoda, ridiculiza, duda de todo. Pero empieza siempre por ti mismo y lo que más sagrado te parezca. Debes cambiar tu vida. Supongo que eso sentimos todos cuando llegamos a cierta edad, a la rebelión, a la fuerza, a la afirmación de uno mismo. No obstante la solidez de este mandato, no dirige hacia ninguna parte con su fuerza evocativa. En Nietzsche descubrí que la cuestión no es meramente cambiar la vida, porque siempre se ha de cambiar en lo que uno quiera, por lo que uno quiera y a veces hasta en contra de la propia voluntad. El asunto es determinar qué es lo que uno quiere. Hacerse capaz de decir: esto quiero. Sin rendir culto o pleitesía a un ambiente, tradición o autoridad. Así se llega a ser quien uno es. Wie man wird, was man ist. Se filosofa con el martillo, sin comodidad ni certeza. Es decir, se vive sin comodidad ni certeza, o no se está viviendo. A eso se refería el sabio Nietzsche cuando se preguntaba y advertía, a través de Zaratustra: “¿Dónde está el mayor peligro del porvenir humano? ¿No está entre los buenos y los justos? entre los que dicen y sienten en su corazón: «Nosotros sabemos ya lo que es bueno y justo, estamos en posesión de ello, ¡malhaya el que todavía quiera investigar en este terreno!»”

Concluyo con lo que dijo Kierkegaard, a través de uno de sus muchos parónimos literarios: “Tómalo, pues, y léelo, yo no tengo nada que añadir, salvo que yo lo he leído y que pensé en mí mismo; léelo y piensa en ti”.

viernes, agosto 30, 2019

Les Adieux

Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:
—¡Ah!...— dijo el zorro—. Voy a llorar.
—Tuya es la culpa —dijo el principito—. No deseaba hacerte mal, pero quisiste que te domesticara... 
—Antoine de Saint Exupéry. El Principito. 

He empezado tres veces a escribir estas líneas. En esta tercera versión, decidí empezar con El principito porque llevo meses dándole vueltas por razones que no son precisamente literarias. En todo caso, la verdad acerca de las despedidas está ahí expuesta con naturalidad, no se discute mucho al respecto; ese ritual se acepta y ejecuta como regalo: «Tu reviendras me dire adieu, et je te ferai cadeau d’un secret». Hacer un amigo, crear lazos, es prometer también una despedida; negar esta verdad es inconsecuencia o traición.

     Quizá esta verdad que leí de niño en las escaleras del patio en casa de mis padres, determinó que muchos, muchos años después Les Adieux llegara a ser mi favorita, de entre todas las sonatas que escribió Beethoven. Tal vez sea cosa de mi escaso gusto musical, porque en teoría no es la más acabada, ni la más impresionante de entre ellas. Lo que me une a esa pieza es su aspiración sobrehumana de fijar en melodía el sentimiento asociado a la despedida. Das Lebewohl, Die Abwesenheit y, con esperanza, Das Wiedersehen. Los tres movimientos hacen eco de las etapas de una despedida.

     También llegué al tema de las despedidas por Alicia a través del espejo. Un ensayo hace coincidir la figura del caballero blanco —ese inventor estrambótico— con Don Quijote, pero también con el reverendo Charles Lutwidge Dodgson. Ese caballero es amistad y, sobre todo, despedida. De los personajes con quienes ella cruza caminos, este es el único que pide y ofrece a Alicia una despedida en forma y tan memorable como sea posible. En eso reconoce el autor del ensayo al autor de Alicia. Esa despedida, narrada varios años después de que los Liddell rompieran relaciones con él, está en el mismo registro de nostalgia romántica que el acróstico dedicado a la Alicia de carne y hueso: 

Still she haunts me, phantomwise.
Alice moving under skies
Never seen by waking eyes. 

Entiendo a Dodgson, pues ese lento perderse en el retrovisor es la impresión más cara que tengo de mis apagados fuegos emocionales. Si alguien le preguntase a mis exnovias —cosa que ojalá no suceda— acaso coincidirían al señalar que tuve siempre una suerte de obsesión con la despedida. Sin duda era un problema separarnos, pero me parecía mas grave no tener tiempo, ánimos o vida para una despedida como la del caballero blanco y Alicia, como la del zorro y el principito. De una de ellas, conservo la fotografía en que sonríe moving under skies, después de botarme. De otra me queda esa postal con la imagen del friso Beethoven de Klimt que le regalé como gesto final. La imagen de Klimt es preciosa, si las hay: el caballero se larga a enfrentar la vida y el destino. Fracasará, pero es preciso.

 —Gustav Klimt. El friso Beethoven— 

Quiero decir que soy una especie de yonqui de las despedidas. Pienso que por eso mismo Dodgson la emprendió en contra de sus diarios, arrancando páginas enteras, corrigiendo la realidad misma para crear una imagen definitiva, un ancla de memoria pensando en sí mismo pasado mañana. Dijera Nietzsche que hay que vivir de forma póstuma, vivir para pasado mañana. Esto lo entendí al reunirme con una mujer de la que ya me había despedido; porque ese encuentro y casi todos los que siguieron, tomaron la forma de un prolongado suicidio emocional. Cuando me acuerdo de ella, never seen by waking eyes, pienso en el abrazo y el beso de despedida bajo una incipiente lluvia, nunca en los pleitos que siguieron.

     Así que Nietzsche sabía de lo que hablaba y yo debí haber puesto más atención a su sabiduría. Él recomienda aprender el arte de marcharse a tiempo: de la vida, de las relaciones, del honor, de todo: «uno debería despedirse de la vida como Odiseo se despide de Nausicaa —más bendiciendo que enamorado». La literatura ofrece ejemplos geniales de la estética de una buena despedida; así por ejemplo, Héctor se despide de Andrómaca con la certeza de marchar hacia la muerte a manos de Aquiles y los aqueos. La actitud es la misma del caballero en el friso Beethoven de Klimt: el héroe de Troya entiende que esa despedida es la única prueba de amor verdadero que puede ofrecer: «Pierda yo la vida y cubra mi cadáver la tierra amontonada, antes que escuchar tus gritos y lamentos, presenciar tu rapto y saber que te conducen a la servidumbre». Héctor sabe que es preferible fijar un recuerdo en la memoria antes que hacer del deseo de continuada presencia el instrumento de futuras desgracias.  

 —Liancé, Agustin. Les adieux d’Hector et d’Andromaque 

Más moderno y popular es el lugar que ocupan las despedidas en la obra de Stephen King. En el tomo cuatro de la Torre Oscura, el joven Roland se despide de Susan Delgado, quien será para siempre la chica en la ventana, quien sonríe en la distancia, bendiciendo más que enamorada. Al volver, el héroe la verá atada al charyou tree, episodio doloroso que acaso sería peor si no hubiese tenido tiempo para crear ese momento, esa imagen a la que aferrarse. Still she haunts me, phantomwise, diría el viejo y lisiado pistolero.

     En el mismo registro está el final de la más nueva versión de It (2017), cuya escena final es la despedida; esa imagen, esa mancha de sangre que evidencia un pacto, nos ancla a los personajes. Nos sirve de consuelo a los que sabemos lo que vendrá por haber leído la novela. Esa despedida es indispensable para que, años después, sean capaces de enfrentar la misma situación imposible y encontrar la luz. 


It (2017) © WB— 

Véase, en cambio, el último capítulo de Tokio Blues (Norwegian Wood) de Haruki Murakami, donde todo el mundo se larga pero nadie se despide, de manera que las heridas no sanan y las tristezas no abren paso a la esperanza. Concluyo, si es que algo debo concluir, que de este juego entre tristeza y esperanza viene mi obsesión por una buena despedida. Es que la despedida es un ritual que purifica y da esplendor. Sin una despedida el reverendo Dodgson no habría escrito aquellos versos. Es posible que A través del espejo sea un modo de crear la imagen que pudo hacerle falta. Quiero decir que la despedida es la única prueba de afecto sincero que podemos ofrecernos. La despedida es la demostración de que uno desea evitar el daño y la desgracia que son producto del deseo ciego por una presencia continuada, del miedo a la despedida. Saber despedirse es aprender el arte de marcharse a tiempo.

martes, julio 30, 2019

Nostalgia

Y precisamente esa miseria mutua la disfrutaban con la boca llena, se la bebían ávidamente uno al otro. Acariciaron sus cuerpos miserables y cada uno oyó bajo la piel del otro ronronear las máquinas de la muerte. 
—Milan Kundera. La vida está en otra parte.
En las dos o tres fuentes que he consultado, la palabra nostalgia tiene en su raíz dos vocablos griegos: νόστος (nóstos) que implica el acto de llegar o volver a un sitio deseado, al hogar, por ejemplo, y ἄλγος (álgos), dolor. De ahí que la nostalgia es ese doloroso deseo de llegar a un sitio. Esta es la explicación más diáfana. Pero llevado acaso por esa claridad insolente de una buena migraña se me ocurre, combinatio nova, que otra palabra griega también participa en el sentido de la nostalgia: νόσος (nósos), que significa cosas tan diversas como enfermedad, miseria, locura, plaga, sufrimiento. Surge una riqueza de significados: en lo más superficial, el dolor que causan la locura o la miseria de desear un regreso; más profundo, confundir el nóstos con el nósos, es decir, el hogar con la miseria, la miseria con el hogar. Esos momentos bellos en que una dolencia, como un dolor de muelas —o en mi caso, una migraña— nos recuerda una época vivida en feliz miseria y nos despierta ansia de retorno pues, como dice Oliver Sacks en su libro inaugural sobre la migraña, «paradójicamente, no es tan sencillo estar bien—en muchas formas, es más sencillo tener una vida limitada, estar enfermo».
 
     Hace precisamente once meses que no tenía un dolor como este y, como cualquiera que haya vivido con migraña sabe, es preciso tomar nota para aislar los detonadores y evitarlos en lo sucesivo. Cualquier persona con migraña lleva una suerte de diario del dolor. Muy poético y muy útil. Revisando esas anotaciones me doy cuenta de que mi última migraña empezó también en jueves y  tuvo también por presagio la presencia soñada de una ex novia. Still she haunts me, phantomwise, escribió Lewis Carroll para despedirse de Alicia en un acróstico. Le he estado dando vueltas. En la última migraña, pensaba también en un acróstico. Nombres, poesía y sueño, eso es la nostalgia. De acuerdo con una de las perspectivas que Sacks expone «la migraña es una expresión de hostilidad inconsciente en contra de personas amadas conscientemente».
 

 —Caspar Friedrich David. The Abbey in the Oakwood

Lo cierto es que la migraña me ha dado nostalgia por una época miserablemente feliz que puedo describir con dos fenómenos concomitantes: la migraña y la inspiración. La causa de ambas afecciones era mi debilidad mental, por supuesto, pero en aquél entonces habría dicho algo como: “mi necesidad de analgésicos y estas ganas de escribir, guardan idéntica proporción directa con el cariño que le tengo”. De pronto esta migraña me resulta querida, como si fuera la aparición de un viejo amigo a quien no he visto en mucho tiempo. Porque me dan ganas de escribir un acróstico, una serie de cuentos y terminar una novela. Porque hay una presencia fantasmal que me infesta en sueños. Opina Sacks: «Aunque la migraña es un evento psicológico, no es sólo un evento psicológico, sino que se encuentra fuertemente relacionado con —y determinado por— el individuo, su carácter, sus “necesidades”, sus circunstancias y su forma de vida. En consecuencia, es insuficiente buscar remedios puramente psicológicos puesto que lo que acaso debería remediarse, si es que ello es posible, es toda una forma de vida, una vida entera».
 
     Lo curioso es que, por más que la migraña me invite a escribir, lo impide, pues uno de mis primeros síntomas es una curiosa afasia en que la palabra hablada o escrita, se me resiste. Una manifestación lingüística del aura o scotoma, ese vacío en el campo de representación. Por eso, hace un año, teorizaba yo que “Si, en todo caso, uno quiere lo que escribe y no puede escribir, se sigue que ha menguado o se ha perdido momentáneamente la capacidad de querer. De esta manera, al eliminar la posibilidad misma del querer, del yo deseante, la migraña tendría una función terapéutica de desprendimiento. Puesto que la tensión nerviosa proviene de una angustia por algo querido, una posible forma de eliminar la angustia y, en consecuencia, la tensión, sería eliminar, entorpecer o estorbar la capacidad misma de querer. Agregaré todavía que lo lingüístico es experiencia, que las palabras son hechos. No es que la voluntad o el querer se traduzcan o expresen en palabras, sino que son contiguos al lenguaje”. La migraña, de acuerdo con Sacks, tiene un efecto terapéutico respecto de la angustia emocional o el sufrimiento físico que la provoca: «Hemos visto que la náusea y el vómito son síntomas cardinales del lenguaje: comúnmente significan disgusto, a veces sexual, y (en muchos casos de vómito psicogénico) pueden interpretarse como esfuerzos de expulsión simbólica de una persona o situación que nos causa disgusto (miedo, odio, etc.)».
 
     La migraña se manifiesta entonces como una suerte de cura para la nostalgia. Un dolor, ἄλγος (álgos), que nace para rechazar esa capacidad de confundir νόστος (nóstos) con νόσος (nósos), el hogar con la miseria. Escribir todo esto despierta una nueva migraña, con todos sus síntomas, me fijo sobre todo en el aura o scotoma, ese dolor en el ojo que no es sino una especie de imposibilidad visual. No es que duela ver, sino que lo visto carece de sentido, la incomodidad resultante se interpreta como dolor físico. Nombres, poesía y sueño, eso es la nostalgia, dije antes. Eso es también la migraña. Esa mirada, ese rostro soñado en la sala del departamento que me acecha con su sonrisa como canto de sirena, crescit eundo.
 

 —Caspar Friedrich David. Chalk Cliffs in Rügen—


Bibliografía: SACKS, Oliver. Migraine. Revised and Expanded. New York : Vintage, 1999 (1970, 1992)

domingo, junio 30, 2019

Debemos ser miserables (2)


Había tenido tanto tiempo para prepararme para esa noticia, que más se me iba el alma en comparar lo que sentía con mis especulaciones previas que en sentir el dolor liso y llano.
—Sachieri Eduardo. El secreto de sus ojos.

Arturo, ese discípulo de Schopenhauer del que no nos acordamos hace tiempo, vuelve con su mensaje: debemos ser miserables. Es la única conclusión para este andar de ciegos que es la vida. Después de varios años de silencio e intermitencia, recibió esperanzadoras noticias de una a quien todavía quiere: ella terminó con la relación violenta que tenía y quiere verlo. Sin desestimar las limitaciones de todo retorno, pues mucho se han lastimado, decidió pensarlo con calma. Arturo sabe que quien lastima lo hace siempre por propia voluntad; pero también está consciente de que la voluntad a veces parte de información incompleta o de engaño, y los fines se tuercen. Considera entonces que el único deber es la compasión. Piensa entonces con pasión. La compasión consiste en sentir lo que ella siente, tomar su defensa antes de emitir un juicio.


     Arturo decide llamar a esa lejana y querida chica para decirle: intentémoslo. Marca los números y de pronto se siente clavado en un pasado que se repite: ese mensaje familiar le hace saber que la línea no está disponible o está fuera del área de servicio. Muchas veces fue esta la pared que lo separó de su lejana. Pero no quiere hacer juicios precipitados, su voluntad no cederá ante un error de representación. Envía una carta diciéndole a su lejana que no alcanzó su voz pero quería que supiera, ella supiera que la llamada tuvo lugar. Le responde un telegrama transatlántico: le explica que, por maravillosa casualidad, ella está, en ese preciso instante, ¡reconciliándose con su violenta relación!

     Parece, piensa Arturo, que ella sólo desea reconciliarse con independencia de quien esté al otro lado de su compasión. Al final cada uno hace siempre lo que es. Cedo la palabra al meditabundo y angustiado Arturo:


Reconozco sin duda las señales, pero me cuesta creer que esté pasándome de nuevo. Siento un malestar indescriptible en el cuerpo que es pura ansiedad. Una sensación como de breve temblor en frío, una incertidumbre de manos. Ganas de fumar o de beber sin medida. Me es familiar porque me remite a aquellas semanas o meses en que me debatía como un loco porque ella tenía novio y a veces era mía y otras tantas no. Me remite a dos ocasiones previas, llamadas iguales, respuestas de telegrama similares: «me cansé de esperarte y cedí a otro» y «me caso, aunque aún me despierto con tu nombre en las mañanas». Sabía que esto tenía que repetirse, quizá de ahí viene mi ansiedad, de tener que admitir que, una vez más, me he engañado. Bien decía Schopenhauer, que uno se arrepiente no porque su voluntad haya cambiado, sino porque ha cambiado la información disponible. Estoy ansioso de arrepentimiento porque mi voluntad es reconciliarme y ahora sé que es imposible. Estaba confundido de esperanza, como dice el maestro: «la esperanza es la confusión del deseo de un acontecimiento con su probabilidad. De ahí que una desgracia carente de esperanza se asemeje a un rápido golpe mortal y, en cambio, la esperanza incesantemente frustrada y renacida es como una clase de muerte que va martirizando lentamente».
 
     Acaso es peor que lo de ocasiones anteriores, pues ahora no hay pretexto para la esperanza o la angustia: ella no estaba, no la he visto o abrazado en unos años. Sin embargo, otra señal de angustia son los sueños: Anoche, sin ir más lejos, soñé que la buscaba. Me enteraba que ella estaba en algún peligro, nada cierto, pero había sido llevada a la torre de la catedral por un bienintencionado Quasimodo que pretendió protegerla y darle asilo. Pero ya se sabe en qué terminaron las buenas intenciones para la
Esmeralda. Como en la novela y en la historia reciente, la catedral estaba en llamas. Al enterarme, intenté hacer algo como informar a su familia del asunto y luego pedirle a ella que saliera antes que el incendio la alcanzase. Pero cuando intentaba advertir, preguntar, nadie quería darme noticias suyas; se limitaban a cambiar de tema como si yo hubiese preguntado el camino al Pont des arts o cuál es la mejor forma de disfrutar un foie-gras. Consejos útiles pero fuera de contexto. Nada podía sacar a las personas de esa prédica de saberes inoportunos. Desperté sin saber si volvería a verla o si ella saldría con bien del incendio. Angustiado.

 —Fraipont, Gustave. Incendio de la catedral de Reims—

No hace falta ser un genio para entender el sueño: ella en peligro transatlántico, arde la catedral como arde la fe y arde también el recuerdo. Sobre todo arde ella, quien estuvo a punto de cambiar sus estrellas y toma nuevo impulso hacia la destrucción. Es posible que esa narrativa sea inventada, la del tipo con quien ahora se reconcilia como en una segunda luna de miel.
 
     A ese respecto, es seguro que le creo, porque siento angustia: me aferro al teléfono, juego con él constantemente, lo miro una y otra vez. Como si de un momento a otro pudiese traerme la noticia, buena o mala, de que ella salió a tiempo de la catedral, o de que está perdida definitivamente y sin remedio. La pregunta ética es si me angustia su bienestar o me angusta creer que algo me es debido; que ella me debe tanta compasión como yo le tengo y, sin embargo, rara vez, si alguna, piensa en este infierno de esperanza renacida al que me condena con cada una de sus revoluciones.
 
     Mentira. No es ella quien me condena: puesto que la angustia existe, es mi voluntad que exista. Este infierno de esperanza perpetuamente renovada y siempre frustrada es de mi propia creación, es una celda a la que he echado un cerrojo por dentro. Porque quiero esperar, entonces quiero también sufrir.
 
     No he perdido nada en estos días, ni a nadie. Ella se mantiene fiel a sí misma, hace lo que ella es. He vuelto, por consecuencia, a reaccionar como soy, como esperaba: con angustia. Escogí confundir mi deseo de reconciliarme con ella con la posibilidad de que sucediera. Eso es la esperanza. Fue mi voluntad caer en ese engaño.
 
     Es claro: el único fundamento ético es la compasión. Y para que ésta sea posible, es preciso tener esperanza. Es decir, que para ser compasivos, antes debemos ser miserables.
* * * 

La historia de Arturo está vagamente basada en la de Rilke y Nietzsche ante Lou von Salomé. Ella inspiró a los grandes haciéndolos miserables de esperanza. Pero se casó con un ilustre desconocido: el lingüista Carl Andreas. Así que con versos tomados del Libro de Horas de Rilke, poesía permutante, compuse la

Canción de Arturo

Y mi alma duerme entonces hasta el amanecer,
junto a tus pies, caliente de tu sangre.

Tan alto levanté mis medias manos
hacia ti en indecible súplica
para encontrar de nuevo los ojos
con que te había visto.

No permitas que te aparten de mí.
Tú eres en los desiertos el milagro
que puede sucederle a un desterrado.

Deja que te pase todo: belleza y terror.
Basta andar: ningún sentimiento es ajeno.

Y quedaste de pronto en plena soledad,
con tus manos que te odian—
y si tu voluntad no hace un milagro...

Centinela nocturno es la locura
porque está vigilando.

viernes, mayo 31, 2019

Queridos Symparanekromenoi


En uno de los discursos dirigidos a los Symparanekromenoi, Kierkegaard sostiene que de entre todas las formas pesimistas de ver el mundo, ninguna es tan horrible y con consecuencias tan crueles como el individualismo. Esta noción del individuo como responsable de su destino, capaz de incidir en los acontecimientos, se presenta como un escape de la visión trágica del mundo hacia una época más esperanzada. Estoy con Kierkegaard en que se trata de una nueva trampa.

     Esta visión moderna del mundo no ha logrado romper la rueda que nos oprime, antes bien, la ha dado un giro, añadiéndole espinas. Lo diré con todas sus letras: pocas cosas hay tan crueles como la noción de que somos responsables de nuestro destino, que la culpa no está en las estrellas, que ninguna circunstancia puede doblegarnos, que la tragedia no existe.



—Detalle de uno de los muchos tormentos imaginados por Hyeronimus Bosch—


En su sentido más común, hablamos de tragedia para referirnos a una desgracia que ocurre en contra de la voluntad de quien la sufre. Es una muerte trágica la del atropellado, y es trágica la pérdida de un brazo o el cáncer. A eso se reduce últimamente la idea de tragedia, a cualquier acontecimiento que contradice la noción del individuo como capaz de modificar sus estrellas. En el sentido clásico u originario de la tragedia, ésta tiene lugar cuando dos ideales que dan sentido a la vida chocan o se contradicen; en esas circunstancias –que son la vida entera‑ la vida deviene trágica porque cualquier acción aparta al sujeto de la vida y los ideales que la justifican: con ironía vital, todo paso hacia el fin que perseguimos nos aparta de él.

     A esta última noción de tragedia se refería Milan Kundera cuando en La inmortalidad, aseguraba que: «La época de la tragedia sólo puede acabar con la rebelión de la frivolidad». Tiene su explicación, por supuesto: «¿Te has dado cuenta de cuál es la eterna premisa de la tragedia? La existencia de unos ideales a los que se atribuye mayor valor que a la vida humana: ¿Y cuál es la premisa de las guerras? La misma. Te empujan a morir porque al parecer existe algo más valioso que tu vida».

     La única vía para escapar de la tragedia y el absurdo vital es ignorar los ideales, puesto que están atados a un objeto que carece, por sí mismo, de sentido: la vida. Es preciso admitir que cualquier ideal, lo mismo que la vida, carece de sentido y ningún curso de acción nos acercará a otra cosa que no sea la muerte, la que de cualquier modo ocurrirá, y de manera injustificada, casi siempre involuntaria.

     Esta opción indiferente o resignada parece más pesimista que la visión trágica de la vida y acaso es por eso que la modernidad se ha decantado por la idea de que somos libres y escogemos cómo conducir la vida; es decir, que ningún ideal se nos impone sino que lo asumimos libremente. La vida así puede verse con optimismo, sin tragedia y llena de sentido. Pero esto es sólo ceguera y engaño pues la noción de que cada uno es responsable de sí y controla su destino es algo a lo que se le atribuye mayor valor que a la vida humana. Además, al excluir la posibilidad de la tragedia, añade a la vida un rigor insoportable puesto que anula la compasión que es consustancial al universo trágico.

     Es inhumano no sentir compasión por aquellos inocentes, estultos o necesitados que se enlistan en un ejército y luego son hechos trizas por los engranajes de la maquinaria. Se hacen matar en el afán de ganarse la vida. Es trágico y llama a compasión porque son orillados a la muerte por circunstancias sobre las que no tienen poder alguno, ante las cuales están indefensos. Caso distinto el de quien a sabiendas y por amor del ideal, se lanza a las ruedas de la maquinaria como una suerte de sacrificio. Frente a este segundo sujeto, el sentimiento más común es el Schadenfreude, donde el observador se deleita ante esta miseria porque la percibe como voluntaria y, en consecuencia, justa. No puede compadecerse a quien pone su voluntad para tomar un martillo y golpear la propia mano.

     Ejemplos burdos, sin duda, pero que ilustran la diferencia esencial entre una desgracia que acaece aunque uno se empeña en evitarla y la desgracia que es consecuencia de un acto voluntario. Es en esta diferencia donde se revela el aspecto más cruel del individualismo: en una época como la nuestra, en que se piensa que uno es responsable de sí, se suele pensar también que toda desgracia es causada por quien la sufre. Mucho de ello se debe a que preferimos imaginar que vivimos en un mundo ante el que tenemos agencia, frente al que no estamos indefensos. Preferimos esta ilusión al reconocimiento de que a veces el mundo, la maldad ajena y las circunstancias pueden reducirnos a objetos inermes, pasivos. La ilusión de agencia nos es tan cara que vale mucho más que cualquier vida. Es un ideal cruel que da sosiego a quien está a salvo, pero hace de la compasión algo impensable. Este es el revés del ideal: puesto que cada quien es responsable de sí, no hay necesidad de fijarse en la suerte ajena.

     Va un ejemplo sin entrar en detalles: pienso en el relato y la vivencia de alguien que vivió violencia y agresiones por quien o quienes debían o se esperaba que le quisieran. A toro pasado y desde la claridad de la desgracia superada, decidió compartirla, porque es bien sabido que hablar es también una forma de sanar; específicamente porque al fin uno entiende que no tiene por qué avergonzarse de lo que le han hecho y ya no sabe bien por qué mantenía o mantuvo en secreto lo ocurrido, como si se tratase de algo de lo que es responsable o se buscó.


     A su alrededor, los enamorados del ideal individualista saltaron con clamores que no sé calificar salvo de fanáticos u obscenos y que, si algo tienen en común, es la idea de que quien recibe la herida es condición de posibilidad de ella y, por consecuencia, culpable de que esa herida haya tenido lugar y ahora cause horror en aquellos que contemplan la cicatriz. Trágico y pesimista declarado, soy incapaz de reproducir la retorcida lógica de quienes le recriminaron compartir su experiencia. Pero es claro que para quienes creen en ese ideal, proteger la noción de que uno siempre es responsable de lo que le ocurre tiene un valor tan preciado que se preserva a través de la crueldad inútil.


 
—Otro detalle de Bosch que ilustra cómo el ideal se alimenta del dolor ajeno—

A las personas les encanta pensar que podrían escapar de cualquier problema con su fuerza y su inteligencia y su sentido común. Les gusta tanto porque tienen  miedo de aceptar que a veces, casi siempre, nada podemos hacer y si de algo somos capaces, será precisamente de aquello que nos aparte de la paz, como un niño que ama al padre que le maltrata, como una devota que obedece al cura que le atormenta.

    Vaya una mierda de época, y qué pena de esos defensores suyos que nos llaman pesimistas a quienes nos aferramos a la tragedia o a la indiferencia. Hay tanta belleza en la indiferencia estoica y en la tragedia clásica porque sólo en ellas hay lugar para la compasión. Sólo cuando nos reconocemos igualmente indefensos ante el mundo o la circunstancia somos capaces de cuidarnos mutuamente. Esta es la única agencia de los optimistas que piensan que son responsables de sí mismos: encontraron la alternativa más cruel entre dos polos ya de por sí aciagos.
       

(Esto de la compasión se vuelve tema recurrente… Así terminó Nietzsche abrazado a un caballo fustigado por su dueño. Será que en la época de ceguera voluntaria a lo trágico la compasión tiene que tratarse como perturbación mental…)