viernes, noviembre 29, 2019

Etapas en el camino de la vida (3)

La desesperación es lo único que espera a todo aquél que no sea lo suficientemente demente, desamorado y orgulloso, ni esté lo suficientemente desesperado para creerse el elegido.
—Søren Kierkegaard. Sobre el concepto de ironía. 

Así como toda tribulación depende de la esperanza, así también la paz se encuentra en la desesperación. Supongo que Schopenhauer, mi tercer gran maestro, estaría de acuerdo con esta afirmación. Encontraría suculenta esta paradoja, emoción que, a su vez, nos daría algún valor a ojos de Kierkegaard.

     De acuerdo con Kierkegaard, la desesperación es el el punto más elevado al que puede llegar un pensamiento racional. Un pensador serio deviene en héroe trágico porque descubre su transitoriedad e insignificancia. Somos un instante en la eternidad. Esto quiere decir que todos nuestros logros, deseos y esperanzas son también insignificantes. El danés llama a quien ha llegado a este grado sumo del pensamiento racional «caballero de la resignación infinita» pues se resigna en todo. No espera que el mundo, las personas o la vida cambien, pero tampoco que sean duraderos.

     Este es el caso de los héroes de las tragedias griegas, quienes aceptan que su voluntad es juguete en manos de dioses borrachos y caprichosos. Es Hamlet, es Macbeth: «it is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing». También Schopenhauer y su filosofía son ejemplos de resignación infinita pues aceptan sin miedo el horror existencial, la mentira del libre albedrío y el sufrimiento como único fruto o consecuencia de haber vivido: «Si los hombres en su conjunto no fueran tan indignos, entonces su destino global no sería tan triste. En este sentido podemos decir que el mundo mismo es el juicio final».



Por esto (y por su cara, quizá) se considera a Schopenhauer un filósofo pesimista, pero creo que se trata de un malentendido. La desesperación y la resignación no son señales de pesimismo sino de paz. En la desesperación uno deja de desear que las cosas, las personas, el mundo, fuesen de otra forma y acepta al fin que todo es como es porque así tiene que ser. La esperanza de algo distinto —una vida sin sufrimiento— deja de ser tormento cuando se admite que esa quimera no pasará de ser un consuelo que ayuda a tolerar esta vida —que es sufrimiento—. Esta es la paz de los estoicos, a quienes Schopenhauer cita seguido, consciente o no de hacerlo y mira la existencia como a un matrimonio viejo, en que la época de los disimulos, las mentiras y el deseo de cambio han quedado atrás, donde todo está dicho y uno conoce como es conocido sin la malsana comparación contra un pretendido ideal que no existe ni existirá nunca: «Nuestros actos nos colocan delante del espejo de nuestra voluntad».

     El acto es la única verdad definitiva, sin que importen los motivos, ni las historias, ni las circunstancias. Cada persona hace lo que es. El agua es agua, dice Schopenhauer, en toda circunstancia, y si es chorro, vapor o espuma, sigue siendo lo que es. Así también los actos de una persona demuestran lo que es. Personas de carácter bueno y malo pueden ver su limitados sus actos por la circunstancia, pero no dejan de ser lo que son. Su comportamiento circunstanciado se sigue necesariamente de lo que son. Es decir, un cambio de circunstancia no genera un cambio en su voluntad. Pero no hay que olvidar que de un modo u otro, todos todos hacemos el mal y todos sufrimos el mal, por eso «Lo único verdaderamente indicado es, no la búsqueda de su supuesta 'dignidad', sino, al contrario, el punto de vista de la compasión».

     La compasión se define por paradoja: sentir el dolor del otro, en el otro. Pero hacerlo sin olvidar que es su dolor el que siento, no el mío. Y aun así, encontrarlo relevante. Esta noción no puede sostenerse racionalmente, pero vivir conforme a ella es algo que sólo el «hombre absurdo», como lo llamaría Camus, puede hacer. La ética de Schopenhauer se basa así en el absurdo. Un absurdo honesto, a diferencia de la ética tradicional que está basada en el engaño de dos aspiraciones imposibles: que nadie haga el mal y/o que nadie sufra el mal. La virtud surge así de la desesperación, en el momento en que uno se resigna infinitamente a la presencia del mal y descubre la compasión.

     Por esto me parece que encontré a Schopenhauer en el momento preciso, cuando después de tanta revuelta, necesitaba aprender la resignación que da lugar a la pasión inmotivada y conciliadora que es la compasión. Cuando la vida misma se convierte en una trampa, como decía Kundera, el único movimiento posible es hacia el absurdo. La compasión es ese salto hacia el absurdo. La única acción sensata es reconocer al mundo y las personas por lo que son y compadecernos. No es un remedio para el sufrimiento, pero es una vía hacia la paz.

     Un último y precavido corolario de esta visión es el famoso dilema del erizo que propone Schopenhauer: La compasión puede entenderse mal, como un remedio al sufrimiento; entonces provoca el deseo de acercarnos unos a otros, como si la proximidad remediase en algo nuestra miseria. Pero una vez cercanos, las fallas de nuestro carácter circunstanciado nos condenan a hacer y sufrir el mal. De manera que cuando la compasión deviene esperanza, se vuelve contra sí misma. Hasta en ella hay que desesperar. Ya lo he dicho antes, debemos ser miserables y lo somos. La compasión no remedia la miseria, pero evita que se multiplique de manera superflua. El fin de una vida compasiva es, entonces, práctico: consiste en buscar y encontrar la distancia precisa para que el afecto no multiplique de manera innecesaria nuestra miseria.


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