miércoles, agosto 19, 2009

Biblioteca

Es fácil olvidarse de la cantidad de cosas que hay allá afuera cuando uno se instala en la seguridad del horario laboral, el sueldo cada quincena y la rutina. Por eso hace bien escaparse de pronto de esa realidad —quizá sería mejor decir, irrealidad— y volver a la escuela. Ahí se encuentra uno con lo maravilloso y lo inesperado, ahí nacen reflexiones que enriquecen el espíritu.

Así me pasó hace unas horas, mientras hacía una fila interminable para sacar las tres copias del temario para alguna materia. Estaba en la segunda sección de la biblioteca, donde se concentra la mayor parte de la literatura universal. Por supuesto que hay vigilantes para evitar los robos de libros que de cualquier modo suceden. Y uno, como buen atascado cultural, se imagina que no hay trabajo como ser vigilante sindicalizado en la biblioteca de Filosofía y Letras. Tener al alcance de la mano durante ocho horas al día, toda la literatura del mundo, en todos los idiomas, en las mejores ediciones críticas. Y que además le paguen a uno por estar ahí “vigilando”! Es decir, sentado en su puesto y perdiendo el tiempo. Como Borges, tendría tiempo suficiente para leer todas las enciclopedias y no habría preocupación por el dinero. Hasta del más bárbaro podría sacarse un sabio a la Voltaire!

Pero entonces, uno mira al vigilante quien, con el mismo cuidado y precaución que uno pondría al hojear la primera Biblia impresa por Gutenberg, revisa un catálogo de la papelería Lumen, ajeno a toda la gesta cultural y estética de la humanidad. No puedo evitar pensar en Sócrates, en que uno no escoge el mal sino sólo por ignorancia. Pero, ¿a quién le toca juzgar?