jueves, abril 30, 2020

Rabos de lagartija

Estos cables no llevan electricidad, son los hilos del teléfono, y no es el viento que los hace silbar, son voces de gente que tiene miedo y se llama desde muy lejos y se busca... ¡Escucha! 
—Juan Marsé. Rabos de lagartija. 

El internet, esa fuente de información inútil y deforme, me muestra que, entre otras curiosas parafernalias de cuarentena, han empezado a vender tapabocas con la leyenda Faith over Fear, y la referencia a un salmo bellísimo: «There shall no evil befall thee, neither shall any plague come nigh thy dwelling». Me gusta la gramática retorcida de la versión King James, pero en buen cristiano dice: «La desgracia no te alcanzará ni la plaga se acercará a tu tienda». La pragmática fe de quienes fabrican y usan estas máscaras reforzadas por la fe me enternece; como si poner ahí la frase fuera el equivalente a presentar una factura vencida y decirle a Dios: recuerda que prometiste ordenar a tus ángeles escoltarme en el camino.

El detalle me recuerda que hace más de un mes estoy pensando en escribir sobre Rabos de lagartija de Juan Marsé. No es, por mucho, una de las mejores novelas de Marsé: de pronto lee uno por enésima vez que el policía se acercó a casa de la pelirroja para llamar a la puerta y se siente forzado, reiterativo. Sin embargo, quiero creer que esa monotonía sirve para demostrar que los detalles de profunda compasión y fe que componen la trama resultan indiferentes en el escenario asqueroso que es el mundo.


En apariencia, la novela sigue a David, el hijo de la pelirroja; sin embargo, el centro de la historia es su amigo Paulino. David y Paulino pasan el rato buscando lagartijas para cortarles el rabo. El entretenimiento suena inocente y divertido, como cualquier juego infantil. Pero en esta novela lo insignificante y lo trascendental intercambian lugares a cada rato. No se sabe, de principio, quién ha inventado el juego, quién le sigue la corriente a quién. Pero los rabos de lagartija son un ingrediente esencial del remedio milagroso que cura todos los males. La base para componer al fin el mítico bálsamo de Fierabrás. Así que el juego tiene una intención curativa, bondadosa.

La bondad, no obstante, la compasión y la fe, siempre terminan por torcerse cuando es lo único que tenemos para aferrarnos. En la novela hay muchos ejemplos de eso. Pero en ese retorcimiento hay una sola víctima: Paulino. Es discutible si el destino de David y otros personajes es buscado o no, pero Paulino es víctima de la fe ciega y las buenas intenciones ajenas. El caso de Paulino es distinto, él tiene almorranas. Y de vez en cuando, sufre golpizas a manos de uno de sus parientes, acaso lo mismo que todos los niños en esa década.

Sin embargo, las golpizas que sufre Paulino son bienintencionadas, compasivas, basadas en la fe. Los mismos adjetivos de las golpizas, hay que aplicárselos a David. No me imagino muchos amigos que, en vez de burlarse de un compañero con almorranas, le ofrezcan un remedio fantasioso o consuelo. Porque resulta que para eso buscan los rabos de lagartija, para curar a Paulino de su dolencia y de los golpes. David también lo ayuda a desahogarse de los impulsos que provocan las golpizas que sufre. Es que el chico es un tanto homosexual. Ahí se tuerce la compasión por primera vez: ¿Ayuda David a su amigo dejándose manosear? ¿La compasión justifica dejarse hacer lo que no le gusta?

Como dije, las golpizas son también compasivas, bienintencionadas y basadas en la fe. Son el genuino esfuerzo que hace un tío ex-legionario para curar a Paulino de lo que considera una desviación. Quiere “corregirlo” al niño, no lastimarlo. El tío aplica la cura de forma religiosa cada semana, cada tercer día. Pero la supuesta cura no se limita a los golpes, de hecho es la causa de las almorranas. Es que no hay saña ni odio tan grande como el que le deparamos al espejo. Por eso David compadece a Paulino, y tiene fe en que hay una salida a todo esto, se la repite a su amigo hasta que éste le cree: hay que matar a ese ex-legionario hijo de puta.

Hay un pequeño rayo de esperanza cuando el policía se percata de que Paulino lleva el rostro hinchado a golpes, que apenas puede abrir un ojo y presenta diversas heridas. El policía también es un tipo bienintencionado, compasivo, justificado por la fe. Así que le ofrece un consejo al niño: agradécele a tu tío que le importas y deja de actuar así o también yo te daré un castigo. Y luego lo manda a casa para que le curen las heridas que lleva en el rostro. El niño responde que nada de eso hace falta, que para eso tiene sus rabos de lagartija.

Es decir, no tiene nada ni a nadie. Ni siquiera se tiene a sí mismo. Pero tiene el bálsamo de la ilusión o de la fe, ese remedio compuesto con fantasía y compasión que tiene también cada uno de los personajes para justificar sus respectivos, despreciables y absurdos actos. Si algo tienen en común, si algo motiva la desgracia que cada uno de los personajes le causa a los demás es esa convicción íntima, esa certeza que sólo la fe puede prestarnos: lo que hago es por tu bien. No puedo equivocarme pues los ángeles del señor me escoltan en el camino.

A cada uno de nosotros, lo mismo que a esos personajes, nos tiene que llegar alguna vez la hora del desengaño, la pérdida de la inocencia. Por lo menos eso espero, porque es entonces cuando dejamos de joder con buenas intenciones. Para seguir con el caso de Paulino, finalmente se atreve y le pega un tiro a su tío. Después de ese momento deja de creer en los rabos de lagartijas. Si la fe lo hacía capaz de soportar su condena, la incredulidad lo hace capaz de cambiar su circunstancia. Va a dar al reformatorio. Se libera de un infierno para caer en otro. No sabemos cuál de ellos es peor. Y sin embargo es entonces, después de la inocencia, cuando más falta le haría el consuelo de la fe. Justo cuando ya no podemos acceder a la convicción, cuando dejamos de escuchar los pasos de los ángeles velando nuestro camino, justo entonces es cuando más falta nos hacen. Después de la inocencia ya no es posible la fe ni el consuelo. Ni la esperanza tiene lugar.

Me pregunto qué es peor, dónde se sufre más. Ahí donde la situación no tiene salida ni escape pero aun tenemos la inocencia suficiente para creer en uno. O ahí donde el escape es posible, pero no vamos hacia allá porque, perdida la inocencia somos ya incapaces de creer que hay salvación. Es algo como buscar la cura para esta peste que nos acecha en la fe. Buscar el modo de vida adecuado para esta cuarentena en la desesperación. O viceversa. Entiendo que haya quien quiera oponer la fe al miedo. Y al mismo tiempo me aterra, porque nada hay más aterrador que aquellos que están aterrados y desde su miedo construyen una certeza. Me gusta pensar que todas sus certezas son también rabos de lagartija pues, como dijo Kierkegaard «la muerte no requiere la explicación, ella no ha solicitado nunca el auxilio de un pensador. Pero el viviente requiere la explicación, ¿y para qué? Para vivir de acuerdo a ella».