viernes, octubre 28, 2016

Prohibidos paladines

Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queremos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más lejanos, lejos de toda presencia humana, como un suicidio.                      — Franz Kafka, carta de 1904.

Encontré la opinión de Kafka en Una historia de la lectura de Alberto Manguel, autor que conocí cuando su Curiosidad. Una historia natural llamó mi atención. Luego me hice con La ciudad de las palabras y la ya mencionada historia de la lectura. Descubrí tres maravillosas invitaciones a la lectura de un autor erudito y de buena prosa. Lo que no me esperaba, al tratarse de tres libros de ensayos, fue que resultaran ser lecturas de esas que describe Kafka, profundas, dolorosas:

     En La ciudad de las palabras Manguel analiza el castigo impuesto por el Caballero de la Blanca Luna a don Quijote: volverse a casa un año y abandonar la caballería andante. El castigo es también la condición para que el de la Blanca Luna reconozca la belleza de Dulcinea y celebre su virtud. Y si  don Quijote acepta, no es porque le hayan vencido, sino por Dulcinea.

 -Dulcinea by Charles Robert Leslie-

Combate, castigo y destino llevan ambos el nombre de Dulcinea. Esto último lo digo o agrego yo, no Manguel. Las reglas de la caballería ubican al amor por encima de todo. Así Lancelot en su carreta y don Quijote de camino a casa. Dice Manguel:

Algunos incidentes más ocurren en las páginas que siguen, otras visiones y otros supuestos encantamientos, pero la consecuencia de tal promesa es que don Quijote vuelve con Sancho a su aldea y pide que lo lleven a su lecho donde, una semana más tarde (explica acongojado Cide Hamete), “dio su espíritu: quiero decir que se murió”.

Esta muerte repentina siempre ha despertado curiosidad. Es un enigma sobre el que vale la pena reflexionar. Don Quijote muere sin que nuevas fantasías de corte pastoril lograran inyectarle vida. La explicación de Manguel me parece esencial:

Dejar de ser don Quijote, por un año o un momento es como pedir que el tiempo cese. Don Quijote no puede, simultáneamente, dejar de actuar y seguir viviendo [...] no puede [...] dejar de continuar la narración en la que su vida se ha convertido ni de comportarse como un paladín. 

Don Quijote muere porque se le ha despojado de la identidad. Fue entonces cuando la lectura me arrastró a mí también como en un laberinto de identidades despojadas, de narraciones truncas, disonantes. Y es que el pinche amor, esa gran paradoja.



El Quijote se retira de la caballería por amor a Dulcinea. Ese amor existe sólo en la narración de don Quijote. Sin ella no hay vínculo entre Alonso Quijano y Aldonza Lorenzo. Amor y promesa son consecuencia del sueño imposible. Así, cuando el héroe vuelve a casa, desaparece también la razón para regresar. Sería preciso volver a montar en Rocinante; pero hacerlo implica romper la promesa empeñada en nombre y por honor de la ilusoria dama. De pronto, como decía Kundera, la vida se ha convertido en una trampa. Es entonces cuando al fin llega la locura verdadera, la de fiebre y muerte. La promesa deja de tener sentido en el mundo del hidalgo, quien carece tanto de sentido que un día vino a convertirse en caballero. Fe y  realidad convergen en ausencia de sentido. El de la Blanca Luna se ha salido con la suya: venció a la locura con las reglas de la locura. Y así dio con la cura de todos los males: la muerte. Bendita receta. El amor hirió de muerte al amor. Amor entre dos personas que no existen sino en la narración. El amor es ficción y es realidad: es identidad. Entenderlo me rompió un poco el corazón. Pensarlo un poco más fue, como acaso escribió Kafka, un suicidio. Veamos:

     En mi vida he sido presa de viajes y Dulcineas. Algunas de ellas, como yo, como Quijano, estaban alunadas. Otras no. Es lo de menos. Pero más de una se disfrazó de Caballero de la Blanca Luna y me condenó al exilio. Pienso en Dulcinea, esa llave del misterio. La cosa va más o menos así: un buen día, la Dulcinea en turno, le dice al Quijote región cuatro: »por amor de mí, te volverás a casa, dejarás de llamarme, de buscarme, de escribirme. No pensarás en mí, no serás mi caballero ni yo seré más tu dama, por un mes, por un año o peor, como dijo el de la Blanca Luna “hasta el tiempo que por mí le fuere mandado”. Si superas esta prueba, volveré, o quizá no, pero conmigo o sin mí, habrás demostrado que tu amor es sincero y yo admitiré que Dulcinea existe, o por lo menos existió.«


Las razones para tal discurso son discutibles, así pasa con toda razón. Más tardé en volver a casa y pedir esquina, que en volverme loco y morirme. Por lo menos como era antes de entregar la promesa absurda. A veces fui presa de una ansiedad que, en retrospectiva, me hace pensar en la agonía de Quijano y su breve retorno a la luz antes de expirar. Algo muere, por supuesto, cuando utilizan la ilusión y la fe para acabar con la identidad que uno se ha inventado como paladín y fiel enamorado de. Si me amas, dame un tiempo, dicen. Chale. Entendí la angustia del Quijote de camino a casa, y la mía en esas infelices tardes o noches de no llamar y no pensar, cuando Manguel me lo explicó así:

Ese año que el bachiller Carrasco pide a don Quijote, pertenece a un tiempo falaz, el de la no-existencia. Es el tiempo del que hablan los condenados de los infiernos reales y literarios, el tiempo de la deshumanización, una suerte de eternidad en la que nada, salvo el dolor, transcurre y la persona pierde aquello que le permite darse una identidad a sí misma. Es un tiempo sin espejos, o de espejos falsos que reflejan el vacío [...] en el que se enseña [...] a olvidarse de su propia persona y a convertirse en otro, en alguien que identifica lo deseado con lo superficial, lo inútil, lo estéril.

Es un tiempo imperdonable, digo yo. Precisamente porque obliga a reconocer a Aldonza en Dulcinea. Porque identifica a la amada con lo superficial, lo inútil, lo estéril. Así murió don Quijote.



Por lo general el de la Blanca Luna, es decir, el discurso y el exilio, me sale al encuentro  cuando regreso de un viaje. Desde el cuarto centenario de la publicación del Quijote, me persigue un mal encantador que me condena a volver a casa quijotescamente feliz y directo a perder eso que me hacía posible darme una identidad que exigía volver a casa. Me puse a pensar en aquél entonces, cuando recién celebrábamos ese cuarto centenario, andaba yo en Madrid y ahí me encontré con ese juego de écfrasis que es La leyenda de la Mancha, donde la historia se desdobla en música y habla del fatídico encuentro entre Carrasco y Quijano en este modo:

Cuentan que estando cerca el final
de su viaje vio llegar
a una silueta que con el sol
su armadura hacía brillar.

Cuentan que su rostro nunca vio
pero su voz anunció:
"Soy el caballero de la Blanca Luna
y a vos he venido a buscar".

El mismo día en que compraba ese disco quijotesco, escribía en mi diario sobre una llamada telefónica que hice a unos pasos del mercado de Fuencarral, lejos del mundanal ruido. Habían pasado 31 días desde que me despedí de ti, a quien no olvido:

Su voz me hizo sonreír de inmediato. Platicamos un rato largo, un poco difícil porque, mientras más se acerca el reencuentro, más parece dolerle a ella que haya venido. Dice que tenemos que platicar en cuanto llegue, porque al final del día, el hecho es imposible de negar: yo la dejé. Y tiene razón. Pero también debe saber lo mucho que quería su compañía en este viaje.

Creo que ahí en la calle, en país extraño, lloré al colgar el teléfono. Y volví a llorar al terminar de leer Norweigan Wood mientras despegaba el avión hacia México. Entonces no supe explicarme esa triste desesperación. Es verdad que sospechaba el fin, pero tenía esperanza. Como el Quijote cuando se encuentra con el de la Blanca Luna. Ahora entiendo: lloré porque me sabía culpable. No fue ella quien me dejó, ni quien estaba por dejarme. Fui yo quien se tomó un tiempo para hacer el viaje. El de la Blanca Luna, con su armadura resplandeciente al sol, tenía mi rostro. Yo fui quien desterró a Dulcinea hacia ese tiempo falso, sin espejos. Fui yo, destructor de identidades. En todos estos años no había vitsto el rostro del de la Blanca Luna, ahora lo encuentro en el espejo. Con mi voz dice: a vos he venido a buscar. De hoy en adelante, prohibidos paladines. Hay excomunión.



 * * *

Hay mucho más qué pensar sobre cada viaje, cada novia y cada maldición. Hay que volver a ponerlo todo sobre la balanza para hacer frente al presente: el que se va soy yo. O así parece. Reflexiones como esta en cada apartado de los libros de Alberto Manguel. Hay que leerlo, en serio. Y las ediciones de Almadía son maravillosas. Sin perderse el diccionario de lugares imaginarios, que es infinito.

Bibliografía: Manguel, Alberto. Una historia de la lectura. Oaxaca : Almadía, 2011, (2005). Manguel, Alberto. La ciudad de las palabras. Oaxaca : Almadía, 2010, (2009). Manguel, Alberto. Curiosidad. Una historia natural. México : Almadía, 2015. (2015).