lunes, octubre 13, 2008

Deshacer el Mundo


Es un mar de sombras allá afuera. Infinito devenir de miradas desconocidas. Por más que se busque, cada paso enfrenta con otra mirada vacía, con otro rostro sin nombre, exactamente igual al resto. Perderse en una multitud, caminar por el centro comercial, son lo mismo que naufragar. Todos los días es el mismo horizonte aunque sea otro, cada noche el mismo desasosiego. Rodeado de lo mismo que hace falta para vivir —agua, compañía— pero sin posibilidad de asirlo porque la tentación es mortal. A veces encuentra uno amigos, camina junto a ellos y se agarra fuerte para salvar la vida, tabla de consuelo y fortaleza. Un mar de sombras, de rostros desconocidos, indiferentes. Y la corriente arrastra cada vez con más fuerza, se elevan las olas y viene entonces la pregunta. ¿vale la pena intentarlo?

Nunca he sido bueno para recordar la cara de los que no conozco, incluso a mis fantasmas de todos los días me cuesta trabajo reconocerlos cuando están fuera de su lugar, de su normalidad. Por eso me llevo sorpresas, agradables, terribles, sorpresas. Camino así, entre sombras, como en el limbo donde Virgilio; un día, todos los días, una marea de sombras me traga;  poco a poco me he ido acostumbrando, construyéndome una pequeña isla lejos, donde no llegan los barcos, y he dejado morir el sueño viejo de que algún día sin saber bien cómo o por qué aparecería un rostro luminoso, como los de los santos en los iconos, abriéndose paso entre las sombras y que entonces no haría falta nada más que un abrazo para que ella, la mujer al fin, limpiara de mi alma toda esa estúpida angustia adolescente. Aunque cada vez esté más lejos, no me cuesta trabajo recordar esas angustias de juventud; problemas bizantinos que tenían el valor del pacto entre Atlas y Hércules. Cuestiones, como el mar de sombras, que detenían la vida, me echaban al mundo en cima y daban ganas de esconderse  o ahogarse. Escapar, en todo caso.

La conocí en aquél entonces, en aquellos años de angustia abstracta; es decir, la vi por primera vez. Hermosa, recortada contra el sol naciente que asomaba por las ventanas de un salón de clases decadente y aburrido a las siete de la mañana. Quizá intercambiamos diez palabras en cinco años, un par de cartas confusas que le escribí a medio camino entre la confesión y la desesperación. Muchas veces, mirándola desde el fondo del aula, en una clase que para mí nunca tuvo interés, intenté dibujarla. Pero no fui capaz de delinear su rostro, sus ojos, su identidad. Aún teniéndola a unos metros, fue inútil, porque no pude verla, y menos aún encerrar su alma en líneas para llevarla conmigo. No hubo vida eterna para mi primera mirada de ilusión. Me pregunté a menudo, y aún me lo pregunto, por qué no podía verla con claridad. Por qué su rostro era sombra. Si acaso ella era sombra. Faceless beauty, escribí debajo del retrato en blanco. Quizá nunca pude verla como quise porque yo era una sombra para ella. Y la marea nos tragó apartándonos antes de que pudiera conocerla. Años sin saber, con algún encuentro esporádico y sin sentido, rumores que llegaban increíbles, preocupantes, tristes. Alguna vez la vi tan rodeada de soledad que empecé a creer los rumores... Apenas una brisa estéril en el mar de sombras.

Años de ausencia y de silencio, en que más de una vez creí estar a salvo del naufragio sólo para perderme más lejos, para agotar mis fuerzas y aceptar que tarde o temprano me transformaría en sombra, en otra indiferencia y que acaso, al mirarme al espejo cada mañana, no vería otra cosa que la sugerencia de alguien que nunca estuvo. Días iguales, noches iguales. Una tras otra. En paz, sin angustias necias de juventud, pero al fin y al cabo sumido en el mismo drama sin clímax, sin salida. Isla desierta. Vivir anónimo y egoísta. Vivir para sí, harto ya de buscar compañía, salvación o tierra. De vez en vez un encuentro con la sin rostro, unas líneas y hasta una de esas fotografías que hacen compañía y que cuando niño, cuando joven henchido de ficción, imaginé buen consuelo para el fin del mundo, algo hermoso que mirar mientras el mundo se deshace. Y en algún modo, ese mundo de ficciones y esperanzas había terminado ya. La fotografía llegó demasiado tarde.

Llegó cuando la había olvidado. No tiene caso negarlo o pretender otra cosa. Tarde o temprano, la memoria cambia, pone en el pedestal a nuevos ídolos que terminarán también en el olvido. Y no queda entonces manera de pensar siquiera que esa nostalgia vieja y sin rostro se apareció alguna vez como fantasma. Claro, cada luz borra y mata las apariciones mientras dura. Pero si se apaga, cuando se apaga, regresan todos los fantasmas y las sombras. Siempre hay uno más, otra ausencia y más nostalgia. La olvidé pues, olvidé el rostro que nunca estuvo y su sombra se perdió en la oscuridad inmediata de mi pierna rota y la muerte sugerida en otro cuerpo.

Un mar de sombras y tarde o temprano la resignación. Pero entonces, la otra tarde, cuando la tristeza nos sacó a todos de lugar, vi el final. Días antes, pensaba en escribir de nuevo una carta para la ausencia, para la que no existe. Todo está en buscar la excepción, tomar a la normalidad y darle vuelta aunque se resista; ponerla patas arriba y así sea por un instante vivir en estado de excepción. Entonces, la que no existe, existirá, pensé. Y al fin un jaque mate; un final  de Umberto Eco, jaque mate con luz, al final de una escalera, como el icono de un santo. Anagnórisis, la pieza que termina al mundo, desde la que puede empezar a deshacerse.

La otra tarde, cuando la tristeza. Me hace pensar en el orden. No hubiera querido otros testigos para aquél momento. Mis amigos, tabla de consuelo y fortaleza. Intercambiábamos palabras y de pronto se hizo el silencio. No afuera, porque el mundo no perdona. El silencio interior que precede a la desgracia o a la victoria, el que avisa algo importante. Cuando el mundo parece detenerse aunque se mueve más rápido que nunca.

Fue un desgarre en el tejido del universo. Una luz que se coló por las cortinas del silencio. El sol de media noche. Veía sombras, un mar de sombras. Entre ellas, un rostro alegre, luminoso. Ella sonreía y sus  manos estiradas, como buscando un asidero, una tregua o un abrazo. Me miré desde fuera como en un sueño. En un centro comercial, el adolescente que fui frente a la tardía realización de todos sus sueños. Inocente, pensé en que alguien detrás de mi recibiría un inminente abrazo; envidioso, pensé en la suerte de quien es capaz de inspirar semejante sonrisa. Y tarde, como siempre, entendí.


la sonrisa era para mí

sus manos se estiraban hacia mí


Mis amigos desaparecieron. Así se conoce a los amigos. Hasta con su ausencia están de tu lado. Desaparecieron dejándome desarmado ante la luz de una sonrisa que nunca vi, la que a pesar de todos mis sueños nunca pude imaginar. Diez o quince minutos bastan lo que una eternidad para cambiar al mundo, para deshacerlo. Palabras que no dicen mucho y en el mundo nada es ya lo mismo. Un abrazo y soy el adolescente inseguro, tembloroso, emocionado, que después de tantos años y sin saber cómo, sin proponérselo, la hizo sonreír como siempre quiso.

Llevo ya tres noches de insomnio y una ligera fiebre que no pude quitarme con aspirina, con nada. No estoy enfermo, sólo estoy perdido, separado, feliz. Después de todo, al fin he visto su rostro y entiendo por qué antes sólo veía sugerencias hechas de sueños. Luz. De algún modo incomprensible planté la semilla de esta sonrisa que hoy me roba el sueño, creció poco a poco como todo lo que es hermoso para aparecer en el momento justo.

Me vuelve loco porque sigo siendo el mismo. El viejo joven yo al que apenas toleraba, al que dejó esperando una tarde entera, el que nunca se atrevió a decir algo y en silencio dio infinitos pasos hacia atrás, convencido de que renunciar es el único modo de seguir adelante. El mismo que a pesar de todo no renunció porque esa sonrisa libre al fin después de tantos años, mis manos temblorosas, mis insomnios, significan que nunca pude resignarme y aún en el olvido, en el silencio, seguí esperando.

Estado de excepción. No sé que tanto haya imaginado, si este es el modo en que realmente pasó. Son muchos años que se enfrentan con un solo instante, muchos sueños ante la realidad intransigente. Pero por hoy, por todas las noches que me dure el insomnio y la fiebre, quiero pensar y convencerme de que me sonrió a mi. Estar seguro de que por un momento breve, pude hacerla feliz y que un sueño viejo y olvidado, un sueño que me cambió la vida, se hizo realidad. Sonreír como antes de todo, como si recién empezara la vida y ella fuera la primer mujer que he visto. Quiero temblar y no encontrar la paz y que el sueño y las fantasías no terminen de perseguirme. Porque ella me sonrió. Porque he visto su cara como siempre quise verla, rodeada de luz, feliz de verme.

Mi corazón late. Mis manos tiemblan. No puedo dormir. Todo por una sonrisa. Quizá debería conformarme con eso, no ser ambicioso y dejar las cosas como están. La esperanza en su sitio. Dar infinitos pasos hacia atrás y renunciar antes de que lo eche todo a perder. Pero quiero hacerla sonreír otra vez. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra, si es que puedo. Siempre.

Y si la luz me quema por acercarme demasiado, como insecto, será la muerte más feliz porque caeré ardiendo, abrasado en el intento de vivir en la luz. La misma luz que puede ser un abismo de tinieblas desde cualquier otra perspectiva. Pero si no me atrevo nunca sabré que se esconde detrás de esa sonrisa.

Es un mar de sombras allá afuera. La isla pequeña, lejos de toda ruta, se niega a darme asilo ya. Es hora de hacerse a la mar, saltar al abismo y crecer un par de alas en la espalda. Si fracaso y caigo, si naufrago.... bueno, entonces me resignaré y seguiré adelante. Jaque mate. Hora de empezar otra partida contra el mundo; llevo ventaja, llevo tu sonrisa. Y por ti, María Fernanda, voy a deshacer el mundo hasta que sólo quedes tú y nada más.