sábado, octubre 31, 2020

Siempre demasiado tarde


Demasiado tarde mis ojos se abrieron a la luz... demasiado tarde conocí el arrepentimiento, demasiado tarde conocí la caridad, demasiado tarde, en fin, comprendí esas palabras divinas de aquel a quien ultrajé, esas palabras que deberían ser la ley de la humanidad toda entera: amaos los unos a los otros.

—Eugène Sue. El judío errante.



De acuerdo con la leyenda, Cristo caminaba rumbo al Gólgota con su cruz a cuestas cuando se detuvo ante la puerta de un zapatero judío que trabajaba en su banco de piedra. Jesús le pidió prestado el banco para descansar un instante y el zapatero se negó; camina, le dijo al condenado, camina. En una reacción bastante poco característica, el crucificado castigó esta crueldad del zapatero condenándolo a caminar sin descanso hasta el fin de los tiempos: “Y tú caminarás sin cesar hasta la redención; así lo quiere el Señor que está en los cielos”.



La leyenda del judío errante. Gustave Doré (1856) —

 


En la versión de Eugène Sue, la crueldad del zapatero se explica porque se trata de un hombre cansado, agobiado por las desgracias de la pobreza, la crueldad de los romanos, del trabajo, la explotación y la vida familiar menos que armónica. El castigo que, desde una visión canónica de la figura de Cristo, ya parece desmedido y poco característico, se vuelve así una acción alevosa y hasta salvaje, similar a la de esas hadas y brujos que tendían celadas a los campesinos pidiendo caridad y maldiciendo a quienes no estaban de ánimos para cumplirles el capricho de aquello que podían obtener con magia. Por lo demás, la maldición del Judío Errante no se limita a la vida eterna en marcha sin descanso. Eso sería muy poco. Resulta que encima, por ahí por donde pasa el condenado, se desata la peste del cólera.

 
La desmedida crueldad inútil que ejerce un ser todopoderoso sobre personas normales con indiferencia plena hacia sus luchas existenciales y sus irremediables sufrimientos ilustra con claridad lo que el autor pensaba sobre el uso y abuso de la doctrina cristiana en su época. Se ensaña maravillosamente con los jesuitas porque, si hacemos caso de la investigación de Sue, quien cita fuentes, textos y demás evidencias hisotoriográficas, fueron ellos quienes inventaron todos los mecanismos que siglos después, tendemos a identificar con regímenes totalitarios como los de la Unión Soviética y la Alemania Nazi: la dominación ideológica a través de la manipulación, la vigilancia, la policía secreta, el chantaje y la delación. La crítica de Sue nos hace ver que cualquier ideología puede convertirse en totalitarismo, si se aplican los métodos adecuados, si los ideólogos están dispuestos. Cualquier ideología que exige sujetos dóciles como cadáveres, que no cuestionan, que no ponen en duda sus propios principios, termina en lo mismo. Y el pretexto puede ser tan contrario al método como el mensaje central del cristianismo: amaos los unos a los otros.

 
La novela fue incluida en el infame Index liberorum prohibitorum, señal casi inequívoca de que Sue se acercaba peligrosamente a una verdad incómoda: la fe ciega hace pensar que el fin justifica los medios, que cualquier acción empleada en nombre de una ideología bella, se encuentra por consecuencia justificada. Y que para cuando los ideólogos, los zealotes y los creyentes se dan cuenta de la traición que cometen respecto del mensaje en el que creen, es siempre demasiado tarde.

 
La trama sigue a los descendientes del Judío Errante, quienes tienen derecho a una herencia de riquezas fabulosas gracias a los buenos oficios y la intervención del inmortal en los asuntos familiares. Los jesuitas emplean todos los medios y trampas a su disposición para apoderarse de esa herencia. Sus métodos nos son extrañamente familiares; así por ejemplo, consiguen encerrar en un manicomio a una de las herederas porque, de acuerdo con la sociedad de su tiempo, que una mujer quiera vivir en casa propia y sin marido, era señal incontestable de inestabilidad mental. Situación a la que sigue un giro más aterrador si se puede imaginar, digno de una novela de horror psicológico a la Pierre Lemaitre. Acciones así de horrorosas y otras peores, se emprenden, por supuesto, en nombre de la caridad cristiana y el amor al prójimo. En cuestiones como esta, la novela de Sue trata problemas contemporáneos de manera centrada y clara. No sé si interpretarlo como que Sue estaba iluminado y adelantado a su tiempo, o si es que no hemos avanzado un ápice en este pinche mundo. Como sea, también preconiza un recurso literario muy celebrado en nuestros tiempos: el giro inesperado. Cosa que no ocurre una, sino dos veces en la trama. Y ambas, de manera magistral, soberbia.

 
Me resisto a revelar los dos giros inesperados y soberbios en la historia. Pero ambos ilustran que Eugène Sue tenía una visión del mundo acabada y digna de contarse entre los desesperados más influyentes como Zapffe, David Benatar, Thomas Ligotti y Schopenhauer. En el Judío Errante, Sue nos propone la muerte como horizonte de interpretación. Ante el hecho de la muerte, toda empresa humana resulta superflua y esto significa que ningún sacrificio, ninguna crueldad, ningún daño al prójimo está justificado, con independencia de la ideología en que quiera escudarse. Por otro lado, si la vida es un caminar sin rumbo hasta la redención, no hay alivio ni paz, sino en la muerte. La muerte es la redención. Esto se debe a que nuestra existencia está cercada por la imposibilidad material de vivir sin ceder. Su personaje inmortal esparce la muerte a su paso, los mortales multiplican la desgracia. Para vivir hay que ceder y es preciso comprometerse: los jesuitas traicionan el mandamiento en aras del propio mandamiento; los pobres venden su vida para conservarla, el zapatero judío se vuelve cruel porque el mundo ha sido cruel con él, el Cristo de la leyenda tiene un desplante porque el mundo le ha colmado el vaso. Nadie puede existir en vida sin ceder, eso es todo. Por eso el arrepentimiento llega siempre demasiado tarde: se sabe que se ha obrado mal, se sabe que pudo actuarse mejor, pero es materialmente imposible no haber cedido. La vida misma es arrepentimiento. Si la redención ocurrirá hasta la muerte o después de ella, no hay modo de expiar el arrepentimiento en vida. Siempre es demasiado tarde.

 


— La leyenda del judío errante. Gustave Doré (1856) —