viernes, mayo 31, 2019

Queridos Symparanekromenoi


En uno de los discursos dirigidos a los Symparanekromenoi, Kierkegaard sostiene que de entre todas las formas pesimistas de ver el mundo, ninguna es tan horrible y con consecuencias tan crueles como el individualismo. Esta noción del individuo como responsable de su destino, capaz de incidir en los acontecimientos, se presenta como un escape de la visión trágica del mundo hacia una época más esperanzada. Estoy con Kierkegaard en que se trata de una nueva trampa.

     Esta visión moderna del mundo no ha logrado romper la rueda que nos oprime, antes bien, la ha dado un giro, añadiéndole espinas. Lo diré con todas sus letras: pocas cosas hay tan crueles como la noción de que somos responsables de nuestro destino, que la culpa no está en las estrellas, que ninguna circunstancia puede doblegarnos, que la tragedia no existe.



—Detalle de uno de los muchos tormentos imaginados por Hyeronimus Bosch—


En su sentido más común, hablamos de tragedia para referirnos a una desgracia que ocurre en contra de la voluntad de quien la sufre. Es una muerte trágica la del atropellado, y es trágica la pérdida de un brazo o el cáncer. A eso se reduce últimamente la idea de tragedia, a cualquier acontecimiento que contradice la noción del individuo como capaz de modificar sus estrellas. En el sentido clásico u originario de la tragedia, ésta tiene lugar cuando dos ideales que dan sentido a la vida chocan o se contradicen; en esas circunstancias –que son la vida entera‑ la vida deviene trágica porque cualquier acción aparta al sujeto de la vida y los ideales que la justifican: con ironía vital, todo paso hacia el fin que perseguimos nos aparta de él.

     A esta última noción de tragedia se refería Milan Kundera cuando en La inmortalidad, aseguraba que: «La época de la tragedia sólo puede acabar con la rebelión de la frivolidad». Tiene su explicación, por supuesto: «¿Te has dado cuenta de cuál es la eterna premisa de la tragedia? La existencia de unos ideales a los que se atribuye mayor valor que a la vida humana: ¿Y cuál es la premisa de las guerras? La misma. Te empujan a morir porque al parecer existe algo más valioso que tu vida».

     La única vía para escapar de la tragedia y el absurdo vital es ignorar los ideales, puesto que están atados a un objeto que carece, por sí mismo, de sentido: la vida. Es preciso admitir que cualquier ideal, lo mismo que la vida, carece de sentido y ningún curso de acción nos acercará a otra cosa que no sea la muerte, la que de cualquier modo ocurrirá, y de manera injustificada, casi siempre involuntaria.

     Esta opción indiferente o resignada parece más pesimista que la visión trágica de la vida y acaso es por eso que la modernidad se ha decantado por la idea de que somos libres y escogemos cómo conducir la vida; es decir, que ningún ideal se nos impone sino que lo asumimos libremente. La vida así puede verse con optimismo, sin tragedia y llena de sentido. Pero esto es sólo ceguera y engaño pues la noción de que cada uno es responsable de sí y controla su destino es algo a lo que se le atribuye mayor valor que a la vida humana. Además, al excluir la posibilidad de la tragedia, añade a la vida un rigor insoportable puesto que anula la compasión que es consustancial al universo trágico.

     Es inhumano no sentir compasión por aquellos inocentes, estultos o necesitados que se enlistan en un ejército y luego son hechos trizas por los engranajes de la maquinaria. Se hacen matar en el afán de ganarse la vida. Es trágico y llama a compasión porque son orillados a la muerte por circunstancias sobre las que no tienen poder alguno, ante las cuales están indefensos. Caso distinto el de quien a sabiendas y por amor del ideal, se lanza a las ruedas de la maquinaria como una suerte de sacrificio. Frente a este segundo sujeto, el sentimiento más común es el Schadenfreude, donde el observador se deleita ante esta miseria porque la percibe como voluntaria y, en consecuencia, justa. No puede compadecerse a quien pone su voluntad para tomar un martillo y golpear la propia mano.

     Ejemplos burdos, sin duda, pero que ilustran la diferencia esencial entre una desgracia que acaece aunque uno se empeña en evitarla y la desgracia que es consecuencia de un acto voluntario. Es en esta diferencia donde se revela el aspecto más cruel del individualismo: en una época como la nuestra, en que se piensa que uno es responsable de sí, se suele pensar también que toda desgracia es causada por quien la sufre. Mucho de ello se debe a que preferimos imaginar que vivimos en un mundo ante el que tenemos agencia, frente al que no estamos indefensos. Preferimos esta ilusión al reconocimiento de que a veces el mundo, la maldad ajena y las circunstancias pueden reducirnos a objetos inermes, pasivos. La ilusión de agencia nos es tan cara que vale mucho más que cualquier vida. Es un ideal cruel que da sosiego a quien está a salvo, pero hace de la compasión algo impensable. Este es el revés del ideal: puesto que cada quien es responsable de sí, no hay necesidad de fijarse en la suerte ajena.

     Va un ejemplo sin entrar en detalles: pienso en el relato y la vivencia de alguien que vivió violencia y agresiones por quien o quienes debían o se esperaba que le quisieran. A toro pasado y desde la claridad de la desgracia superada, decidió compartirla, porque es bien sabido que hablar es también una forma de sanar; específicamente porque al fin uno entiende que no tiene por qué avergonzarse de lo que le han hecho y ya no sabe bien por qué mantenía o mantuvo en secreto lo ocurrido, como si se tratase de algo de lo que es responsable o se buscó.


     A su alrededor, los enamorados del ideal individualista saltaron con clamores que no sé calificar salvo de fanáticos u obscenos y que, si algo tienen en común, es la idea de que quien recibe la herida es condición de posibilidad de ella y, por consecuencia, culpable de que esa herida haya tenido lugar y ahora cause horror en aquellos que contemplan la cicatriz. Trágico y pesimista declarado, soy incapaz de reproducir la retorcida lógica de quienes le recriminaron compartir su experiencia. Pero es claro que para quienes creen en ese ideal, proteger la noción de que uno siempre es responsable de lo que le ocurre tiene un valor tan preciado que se preserva a través de la crueldad inútil.


 
—Otro detalle de Bosch que ilustra cómo el ideal se alimenta del dolor ajeno—

A las personas les encanta pensar que podrían escapar de cualquier problema con su fuerza y su inteligencia y su sentido común. Les gusta tanto porque tienen  miedo de aceptar que a veces, casi siempre, nada podemos hacer y si de algo somos capaces, será precisamente de aquello que nos aparte de la paz, como un niño que ama al padre que le maltrata, como una devota que obedece al cura que le atormenta.

    Vaya una mierda de época, y qué pena de esos defensores suyos que nos llaman pesimistas a quienes nos aferramos a la tragedia o a la indiferencia. Hay tanta belleza en la indiferencia estoica y en la tragedia clásica porque sólo en ellas hay lugar para la compasión. Sólo cuando nos reconocemos igualmente indefensos ante el mundo o la circunstancia somos capaces de cuidarnos mutuamente. Esta es la única agencia de los optimistas que piensan que son responsables de sí mismos: encontraron la alternativa más cruel entre dos polos ya de por sí aciagos.
       

(Esto de la compasión se vuelve tema recurrente… Así terminó Nietzsche abrazado a un caballo fustigado por su dueño. Será que en la época de ceguera voluntaria a lo trágico la compasión tiene que tratarse como perturbación mental…)