viernes, septiembre 29, 2017

19 de Septiembre

Quizá lo mejor que podríamos hacer es permanecer desprotegidos [...]. Acercarnos unos a otros y al mundo con toda la vulnerabilidad que seamos capaces de aguantar. Abrirnos del todo. Con todo nuestro pensamiento, cuerpo e imaginación, y seguir abriéndonos.
—Forrest Gander. Como amigo.

Una noche estás sentado en el cine con dos chelas y una botana. Menos de veinticuatro horas después, eres un eslabón más en la enorme cadena humana que mueve y organiza ayuda para los que acaban de perderlo todo en el terremoto. La noche siguiente estás molido. Después indignado. Melancólico, survivor’s guilt. Lo piensas así y parece sencillo, las palabras tienen el poder de hacer encajar naturalmente lo que no va junto. La historia que quieres recordar, es la de cada uno de los estados intermedios y sus consecuencias.

19S. Te encuentras a medio camino del trabajo cuando la tierra se sacude, te parece excepcional que incluso viajando en auto sintieras ese movimiento extraordinario, pero no te imaginas lo que en ese mismo instante sucedió por toda la ciudad. La de daño y muerte y destrucción que por inmerecido azar, ha pasado sin tocarte. Miras otros autos que se detienen a la orilla del camino y te parece una exageración inútil. No te convences al ver la sombra de los cables en el pavimento que da cuenta de un movimiento impensable, peligroso. También crees que exageran cuando te impiden el paso al edificio y cuando, sentado todavía en tu auto y con un libro en la mano para matar el tiempo, miras que vacían —por primera vez en todos estos años— no sólo tu edificio, sino el resto de los que hay a la orilla de esa carretera. Cada edificio, cada piso, cada persona. Exageran.

     Empiezas a concederle algo de realidad al asunto cuando miras desde lo alto la marejada de personas asustadas que suben el cerro. Hasta entonces le concedes un poco de gravedad al asunto. Te quedas lejos de la gente, porque bien sabes que estar en medio de una multitud confundida nunca es seguro. Te parece increíble el tamaño de esta marejada humana. En retrospectiva, pensarás que así se ve la salida de un estadio después de algún partido importante. Nunca has visto tanta gente caminando por esta carretera, invadiendo los espacios como granos de arena que se decantan en un reloj que camina hacia el pasado. Aunque reconoces que esa confusión unánime es señal de algo grave, sigues incrédulo. Además, está el teléfono que dejó de funcionar desde el principio. Justo después de que respondieras al primer y único ¿estás bien? que te llegará en varias horas. El servicio no se restablece.

     En la avenida, dos ambulantes bajan de sendos autobuses y gritan: «ahora sí vamos a morirnos». Entre risas e histeria lo celebran, se abrazan e intercambian autobuses. El tránsito está paralizado, por eso los vendedores actúan como si fuesen dueños de la calle y de sus vidas y su euforia. Por ahora, por este rato, lo son.

     Te refugias en un libro. Estás tranquilo porque, en cualquier caso, sabes que vives en el país del simulacro, donde todo el mundo miente y exagera con tal de robarle unas horas al trabajo. Con tal de llamar la atención. Horas, días después, te darás cuenta de que la necesidad de ser incrédulo ante las emergencias es la peor miseria de vivir en esta ciudad. Miras a la gente que pasa y escuchas sus llamadas coloridas de mentira. De primera impresión, los que como tú están donde nada ha sucedido, reconocen que la desconfianza está justificada: La gente quiere sacar provecho, como siempre.

     Al fin te encuentras con tus compañeros de oficina, cuando ya has visto a la marea humana caminando de vuelta a sus edificios. Arena del reloj que vuelve al cauce. Entonces ya no tienes cómo negarlo: sus teléfonos son el canal por el que te llegan las noticias. Edificios en ruinas, evacuaciones, desgracia. Algún día recordarás esta tarde en que debiste haber creído desde el principio. En la pequeña pantalla, miras cómo colapsa la fachada de un edificio que te es familiar aunque no aciertas a identificarlo. La omnipresente bandera lo hace igual a cualquier otro.

     Te das cuenta de que han pasado ya más de dos horas y tu teléfono aun no funciona. Agradeces la suerte de ese último mensaje que pudiste enviar y el hecho tranquilizador de que, a diferencia del resto de estas almas que están varadas a tu alrededor, nadie te espera en casa. Todavía ves en ese hecho una bendición, pero cambiarás de opinión. Tu familia, los que más quieres, no están en la ciudad, y fuera de ellos, ¿quién más podría esperarte en casa? Ventajas de una vida solitaria.

     Las horas siguen pasando, el tránsito paralizado en la carretera frente a ti. El edificio evacuado. Las personas en la calle. De pronto un olor a gas que llena el ambiente. Tomas conciencia de tantos autos, tantos cigarros, tanta gente. Ya podrían estar todos en medio de una explosión. No entiendes cómo pueden seguir fumando cuando es tan claro el riesgo. Sigue pasando el tiempo y la gente se apresura a unirse al éxodo masivo. Tú esperas y así eres testigo de personas que llegan a preguntar por otras tantas que se han ido precisamente a buscar a los que llegan. Es triste. Desencuentros causados por la desesperación y el miedo. El remedio convertido en veneno. Piensas en tu padre, hace 32 años, haciendo lo posible por volver a casa en un desastre que lleva el mismo día en el calendario. Piensas en tu madre, en esa noche y madrugada que apenas recuerdas como un mal sueño. Qué diferente esta precaria tranquilidad de saber que a ti nadie te espera, nadie te falta.

     Han pasado cuatro horas y emprendes el camino a casa. Es irresponsable, pero mientras manejas, vas buscando cómo hacer funcionar el teléfono. No sabes si rompes la ley o vulneras tu contrato, pero a estas alturas no te importa. Cambias la programación del aparato hasta conectarte a una red. Un ojo al camino y otro a la pantalla. Una mano en el volante y la otra en el teléfono. Un lujo que puedes darte porque apenas hay movimiento. No por eso menos irresponsable. De golpe, llegan todos los mensajes que tus amigos preocupados han enviado en estas horas. Pasas lista. Dentro y fuera del país, las personas que pensaron en ti. Feliz porque todavía están ahí para pensarte y esperar respuesta.

     Llegas a casa más de cinco horas después del terremoto. Lo primero es comer algo. Aunque cada bocado te sabe un poco a culpa, piensas en los que a esta hora también están en casa, pero ese hogar es escombro sobre sus cuerpos. Es preciso hacer algo. Después de todo, ¿qué te retiene en el sillón? Nada. Allá afuera, en cambio, quizá sirvas de algo. Pero, ¿dónde? Hace años boicoteas a los medios. En casa no hay radio, ni señal de TV, ni internet. Así que usas al teléfono como ventana a las redes sociales, ya debe haber alguna guía. Llaman a brigadas en el estadio. Lo piensas. A tu edad, ¿serás útil? Quizá lo mejor que tienes para ofrecer es que nadie te espera en casa. Puedes quedarte todo lo que haga falta, emprender cualquier esfuerzo, en cualquier sitio.

     Si te hubieran preguntado hace años, habrías jurado que de ella no te vendría otra vez la inspiración o algo de ternura. Sin embargo, es esa presencia robada al pasado quien te dice que quiere ir a la brigada, pero no sabe si puede hacer pasar a su familia por eso. Ahí te decides. Irás. Por ella y por todos los que no están cerca o los esperan en casa. Irás. Tus manos por las de ella. Te pide que no te pongas en riesgo y aceptas, pero en tu corazón sabes que, en cualquier caso, no te extrañarán demasiado. Será que lo mejor que puedes ofrecer es tu poco apego a ti mismo. Prometes que vas a cuidarte, pero sabes que si es necesario, no lo harás.

     Te preparas con la ropa que usabas para ir de escalada y de montaña. Apenas cierras la puerta tras de ti sientes algo similar la miedo. No sabes dónde puedes terminar esta noche, si volverás a casa hasta mañana o pasado. Te tiembla levemente el cuerpo. Entonces la ves. A tu último proyecto de familia o de hogar. Apenas la reconoces sientes algo como ternura, como alivio. Por más que ahora estés convencido de que no te quiso, alguna vez fue tu futuro. Se saludan con un beso de circunstancia y apenas se separan, ella te sorprende con una mirada que es alivio y preocupación y miedo. Te abraza. Hay ternura en ese abrazo. En los días que siguen aprenderás a atesorar esa ternura. Es la única persona que te abrazará en toda la semana. Tu último fracaso será tu consuelo. Te abraza y luego se separan, cada uno recorrerá por su lado el camino hasta el estadio. Ella tiene quien la acompañe, cosa que agradeces. Otro pequeño milagro a la cuenta.

 Cortesía de Gaceta UNAM

     En el estadio, un caos de gente y vehículos que llevan ayuda. Empiezas a temer lo que sigue, pero te acercas. Los reconoces por la ropa que llevan, por lo que podría llamarse equipo. Lámparas de minero, mochila con agua y herramienta. Estos serán tus hermanos el resto de la noche. Como tú, son los primeros en moverse cuando del desorden empieza a surgir la intención. Como tú, son los que gritan y exigen a quien quiera escuchar que presten sus manos porque hay que organizar la ayuda mientras se preparan las brigadas. Así empieza la cadena interminable, la separación de víveres, medicina, agua, herramienta y todo el resto. Al principio todo marcha bien. Una línea y un orden claro al final. A las dos horas, se va corrompiendo. Surgen otras líneas. Empiezan a confundirse los alimentos con las medicinas. El garrafón de agua con el que contiene alcohol. Gritos. Fuerza. ¿Quién está causando este desorden?

     Piensas en la entropía. Cuando alguien intenta crear un orden artificial en un sistema que funciona, lo que ocurre es que el desorden se multiplica. Eso hace una persona con buenas intenciones y acaso demasiado llena de sí misma. Pide que lo que ya está ordenado en un sitio, se mueva a otro. La nueva línea de gente empieza a tirar las coas. Comida que se desperdicia, agua que se derrama. Porque su operación de orden exigía mover las cosas, no moverse ella.

     Desastres así toda la noche, modestos pero frecuentes. Llenado de cajas que terminan por desfondarse. Apilamiento de víveres hasta que los del fondo se colapsan y beneficiarán sólo al piso. El estadio parece un concierto. Gritos, botellas que vuelan, de vez en cuando una porra. A lo lejos, un funcionario actúa como marioneta para las cámaras de televisión. Pasa corriendo una botarga. ¿Qué carajo está pasando? No es una fiesta. En eso gritan el nombre de la brigada en la que tú y tus amigos que no volverás a ver, cuyos nombres ni siquiera has preguntado, se anotaron. La noticia te deja más confundido. Las autoridades exigen que no haya más brigadas. ¿Sería eso lo que anunciaba la marioneta ante las cámaras? Autoridades del ejército y la marina. Piensas en tu amiga que está en el ejército, en su familia entera. Por lo menos tres pares de manos honestas en el universo que es el ejército. No deja de comerte el alma la pregunta de si en las manos de esos soldados habrán herramientas bastantes para la ciudad más asquerosamente grande del mundo. O si serán las armas sus herramientas. Te preguntas si el ejército excluye a las brigadas porque ya empezaron los saqueos, las riots y todo lo que es de esperarse en este país de mierda. Ahí termina la brigada Rosa, la que formaron los tipos rudos y equipados con las chicas de clase media alta, piel blanca y mucho ánimo. Cuesta trabajo creer que en otras circunstancias habrían considerado seriamente la idea de irse a cualquier sitio en medio de la noche todos juntos. Tomarse mutuamente la mano y juntar destinos. En cualquier otra situación serían ellos siniestros y ellas, acaso, displicentes. Hoy fueron hermanos de una brigada que no llegó a ser necesaria. Se pierden.

     Regresas a la zona de acopio y ya nada tiene sentido. Manos que no paran de llevar ayuda. Al fondo, otras tantas que pretenden ordenar la ayuda de formas muy distintas y contradictorias. Recuerdas las listas de Borges: por color, por sabor, por olor, por contenido de azúcar, las que ya mencionaste, las que no están todavía en esta lista, las que usan artículo neutro, las que se fabricaron en Asia. Así, sin ton ni son, órdenes contradictorios. Te unes a una cadena y a otra pero ya ninguna está ordenada, casi parece que las personas se arrebatan el privilegio de recibir una caja, una botella o una bolsa. Como un ritual de boda y ramo deforme. Te cruzas brevemente con uno de tus amigos de brigada. Creí que te habías ido, te dice, y te palmea la espalda, feliz de verte entre el caos que no sabes bien cómo se desató. Como si juntos pudieran volver la marejada de ayuda al cauce sobre el que empezó. Claro que sigo aquí, le respondes, a morir. A morir.

     Te tomas un minuto para mirar al rededor. Insisten en llenar cajas que van a desfondarse. El piso está mojado y resbaloso de puro desperdicio. Te rompe el corazón. Hay demasiada gente. Tendrían que ser menos, tendrían que ser capaces de orden, como al principio. Pero es imposible. Ahora son demasiados. Por lo menos la herramienta sí está lista. Entonces te das cuenta, en estas horas no ha salido un sólo camión o transporte con ayuda. Ni siquiera ha llegado uno para que tantas manos desesperadas por actuar lo llenen a tope. A estas alturas, la única forma de ayudar es hacerte a un lado.

     Caminas de regreso a casa atravesando la Universidad. Paisaje tranquilo y nocturno que contrasta con el caos del estadio. Otros tantos como tú, pero quince o veinte años menores, caminan también de vuelta a casa. Miran las cuarteaduras en los edificios de filos y derecho, en medicina un poco más lejos. Esto es lo que hay, un mundo resquebrajado que todavía cruje, porque la naturaleza es implacable y porque como sociedad somos incapaces de organizarnos para salvarnos.

     Por lo menos vuelves a casa, como prometiste en falso, sin ponerte en riesgo. Tu casa está vacía y nadie te espera. Es ahora cuando cambias de opinión. No hay nadie para abrazarte y decirte que todo estará bien. Para desahogarse contigo de la angustia que implica haber visto todo ese desperdicio y circo en medio de las buenas intenciones. Nadie para hacer teorías conspiratorias sobre las brigadas prohibidas. Con quien hablar. Nadie salvo tu propio eco en el vacío. Nadie que te aclare que es estúpido sentirte culpable por haber comido, por tener una cama dónde dormir y agua caliente y electricidad y techo. Estás solo y ni siquiera vas a poder llorar. O no tan solo porque si lo piensas, como te lo anunciaron en una estación de tren hace más de diez años, siempre tienes un amigo que se llama Jack. A friend you can call by name, no matter where you are: Jack Daniel’s. A real gent.
 

Miércoles. A la mañana siguiente eres un trapo. No tienes ánimo para levantarte. Te duele el cuerpo. Tienes moretones que no sabes de dónde han salido. Desde su propia angustia, la que te inspiró pregunta si vives y estás entero. Sonríes. Le ofreces unirte a cualquier esfuerzo que ella emprenda. Sigues las noticias en el teléfono. Desastres. Tu vieja colonia. Las corruptelas que ya empiezan a asomar su rostro horrible. Tienes un par de manos cansadas y eso es todo. Mensajes de amigos y familia que te hablan de que todo está bien. Al mismo tiempo estás herido en el corazón. Deprimido, quizá. Culpable, como todos los que están intactos. Survivor’s guilt, le dicen. El recuerdo de un fugaz abrazo como antídoto. Recibes la noticia de que mañana es preciso presentarse a la oficina. Amenaza velada que proviene de las más altas esferas. El edificio ni siquiera ha sido revisado. Recuerdas las grietas que supones no son graves. Pero tú qué sabes. You call for Jack, y responde.


Jueves/Viernes. Encerrado en la oficina, te preguntas si no habrá algo mejor que podrías estar haciendo. Te consuelas con la idea de no estorbar, con las imágenes del caos de esa noche en el estadio, el desperdicio. Desde otro país, la voz de tu madre es una caricia. Al fin sabes que el edificio que viste caer en un video está a unas cuadras de la casa donde creciste. En la vieja colonia hay zonas de desastre. Acaso servirías mejor allá que en esta oficina. Acaso no. Te agobian las noticias sobre el entorpecimiento sistemático del rescate por parte del gobierno. Encerrado en la oficina entiendes que eres parte del problema: todos a sus puestos, aquí no ha pasado nada. Eres simulacro involuntario de normalidad. Tampoco es que puedas hacer algo. Así van los días, encierro de oficina. Dos amigos tienen que abandonar departamentos dañados, sacar de ahí todo lo que tienen. No puedes ir. Eres parte del problema, de la simulación. Aquí no ha pasado nada. Te sientes sucio. Pero si no cumples con este encierro y el horario, pasado mañana acaso no tendrás casa para ofrecerle a tus amigos.


Sábado/Domingo. El fin de semana te das una vuelta por el viejo barrio. En un radio de cinco cuadras, otros tantos derrumbes. Ya no necesitan manos. Necesitan cortadoras de concreto y cosas de las que nunca has oído. Tus estudios son exquisiteces en el arte de ser inútil. Oído en la televisión al pasar: los niños rescatados de entre los escombros del colegio deben conseguirse otra escuela, según informa el secretario de educación. Te enoja, te dan ganas de romper la pantalla. Esa es la noticia y el comentario con los escombros y la muerte de fondo. El puto señor secretario anuncia lo obvio. Simulacro de comunicación o de noticia. En vez de usar la televisión para organizar esfuerzos, coordinar ayuda. Que se consigan otra escuela. Por eso no tengo señal, dices, ruges. Al mismo tiempo, lees en redes los esfuerzos titánicos que hacen y siguen haciendo las personas por ayudar y evitar que los corruptos y ladrones perviertan esa ayuda. Los rateros. El decomiso de camiones. La resistencia contra los bulldozer. Que corrieron al chino de algún sitio por inútil y miserable. Eso te da esperanza.

     Todo te conmueve. Una canción, una escena, un recuerdo. Ella, en la que piensas, no se acuerda de ti, ni lo hará. Llevas casi una semana sin hablar con alguien. Eso que te dio tranquilidad en la emergencia empieza a parecerte un error fundamental. ¿Quién velaría tu cuerpo? ¿Quién lo defendería de los bulldozer? ¿Qué te espera a la vuelta de los años? Tu nostalgia es nada por comparación con los que perdieron casa, con los muertos y sus deudos. Pero es tuya y tienes que vivirla. Mientras dure, en lo que la normalidad se entromete y las cosas vuelven a ser lo mismo de siempre.

* * *

Te gustaría creer en otro desenlace. En que todo esto dure. Que el dolor dure. Que este ser vulnerable y reconocer a tu hermano en la humanidad será permanente. Que harás amigos inmediatos como en el estadio. Que nadie mirará feo a nadie por llevar un tatuaje o algún color de pelo o estar más moreno o feo de lo que es aceptable. Que como todo el mundo te reconocerás vulnerable y necesitado de cariño y de contacto. Que todo el mundo reconocerá que es vulnerable y necesita al otro. Que valorarás cada abrazo como el que te dio ella hace días. Que apreciarás cada palabra como aprecias esa recomendación de no ponerte en riesgo. Y que la humanidad, igual que tú, irá tirando poco a poco por mejor rumbo. Que nos abriremos de cuerpo, alma y corazón y así seguiremos hasta siempre.

     Te gustaría creer en todo eso. Pero no puedes. Sabes que en un rato la normalidad se apoderará de todo y de todos. Que tú, y todo el resto, volverán a ser los mismos. Estarás sólo, tranquilo y autosuficiente. Aislado, como todo el mundo. Detrás de la barrera silenciosa e impenetrable de la norma social en esta gran ciudad del simulacro donde la mayor parte del tiempo uno no se puede creer que hay emergencia porque siempre es mentira. Donde simulamos vivir juntos pero preferimos no tratarnos. Simulacro de sociedad que este terremoto sacó de quicio dando como resultado que, por un rato, todos sean el otro.

     Te gustaría creer que esto ha de durar. Este ver en el otro a ti mismo. Y que cada uno se vea a sí mismo en el otro. No lo crees, por más que lo deseas. Porque aquí has vivido toda la vida y treinta y dos años más tarde, hay un mega simulacro anual, pero ni siquiera en el día conmemorativo estamos listos, ni tenemos un plan. Ya no digamos para evitar la desgracia, que ello es imposible. Sino para ayudarnos y rescatarnos los unos a los otros. No somos capaces de despejar el camino o llevar ayuda a donde se necesita. Has vivido aquí toda la vida y sabes, como todo el mundo, que estamos a merced de la buena voluntad que aparece cada treinta y dos años, en la desgracia. Y nunca más.