martes, febrero 17, 2015

Lamento de Leandro

Ich geh doch immer auf dich zu
mit meinem ganzen Gehn;
denn wer bin ich und wer bist du,
wen wir uns nicht verstehen.
                                            —R. M. Rilke



Una despedida pensé aquella noche de domingo al cerrar los ojos, eso pensaría cualquiera al irse a dormir. Una despedida tierna esa mañana, rememorándola con los ojos abiertos o cerrados, intentando acomodarse entre las sábanas, una despedida en el desayuno, en las últimas caricias y las manos que se entrelazan todavía en la memoria. En esos besos desesperados que aún se sienten por la noche, en esos últimos instantes de conciencia en que uno no sabe si ha de morirse o si despertará después siendo otro o siendo el mismo. Una despedida llena de amor y de esperanza, llena de dudas y de la lenta agonía de estar lejos, de apartarse por voluntad contaminada de necedad. Porque ninguna falta hace enfrentarse otra vez a la noche en soledad, a la certeza de que es imposible verla, de que no hay coincidencia que una los caminos, ni fuerza ni encuentro posible porque estamos tan lejos y la noche tan fría aunque no haga frío en absoluto. Una despedida pensé entonces, aquella noche, última noche. Después la noche de los tiempos, la tempestad de los días que pasan sin acercarnos, que apartan a este Leandro idiota de su fingida Ero. Una despedida antes de volver a cruzar el río, guiado por esa lamparita distante, con la esperanza de llegar alguna vez a conciliar la vida que no vivimos juntos. Que no viviremos juntos. Pero estaba equivocado. Fue la última vez que nos despedimos de ese modo. Nunca más la abrazaría y la besaría enamorado. No volvería a sentir su piel cercana, cálida; nunca más sentiría su perfume que llenaba al mundo en ausencia, cada noche, todas las noches, en aquellas noches que fueron mis días de quererla y extrañarla y no tenerla. No fue una despedida. Fue un adiós. Pero yo no lo sabía. Y por eso aquella noche, al cerrar los ojos y soñar despierto con el desayuno de esa mañana, con las caricias y los besos desesperados, con el amor que volvería a ser, con tantas cosas, pensé que había sido una despedida. Aún haría falta el paso de muchas noches antes de despertar siendo otro, pero aquella no fue una despedida, no fue un hasta pronto. Fue el instante en que se sucumbieron los planes y el futuro. No quedó nada porque Leandro se ahogó cuando su Ero apagó la luz y no volvió a asomar el rostro nunca más. En la noche de los tiempos y la tempestad de los días. No fue la brisa. Fue ella quien apagó la luz. Y él se despidió la noche previa, pensando que sólo se despedía, pero al decir adiós y cruzar el río con la esperanza de volver, no sabía, no podía saber que ya no tenía futuro. Que ahí se había terminado y caminaba muerto en vida, esperando ansioso la noche siguiente, con su viscosa oscuridad y esa luz distante para cruzar el río, la luz que no existió nunca, porque al decir hasta pronto ella sabía que no volvería a encender la luz, que era hora de volver la espalda a la noche, hora de cambiar de amante, de sacrificarle otro amor a los dioses. Una despedida, pensé. Pero era la última. Era el principio de un lento ahogarme esperando la llegada de una luz distante que no brillaría otra vez. Nunca más.

Febrero 17, 2015