jueves, octubre 19, 2006

Náusea

Martes, 17 de Octubre de 2006

Me lo dijo mi hermano cuando terminé de comer y me preparaba para ir a la oficina. El aire grave que adoptó me hizo temer que alguien se había enterado de algo malo que yo hice; no podía imaginar qué. No me sorprendió. Desde la mañana sabía que algo andaba mal; mi amigo no apareció detrás de la puerta cuando salí rumbo a clase.

Su presencia, hace años, era infalible en las horas más negras de la noche y en las más claras de la madrugada. Siempre, al salir rumbo a la Universidad, me llegaba un maullido del otro lado de la puerta, un saludo sencillo. Cuando regresaba a casa tarde en la noche, mi gato se acercaba hasta el auto, me soltaba un maullido y luego me acompañaba a cenar. Después se perdía en la noche.

Anoche se perdió para siempre. Esta mañana, no me saludó cuando salí de casa. Me lo dijo mi hermano con voz seria. Algo andaba mal, ya lo sabía. Esa ausencia en la mañana. Mi mamá algo triste, con olor a coñac en la boca. Mi hermano serio. Esta mañana, encontraron muerto a mi gato, a mi amigo.

Me sorprendió que lo único que pude pensar fue, con alivio, que esa era la razón para su extraña ausencia de la mañana. Bien visto, es la única razón posible, lógica, hasta cariñosa, para faltar a la cita que se repite igual desde hace más de seis años. Es la única razón que, aunque lastima, no hiere. Se llama muerte y hoy escogió llevarse al animalito que una tarde, hace más de diez años, mi madre me ayudó a rescatar de la calle.

Durante las siguientes horas, me sentí culpable por ese alivio que me llenó el cuerpo al saber que mi gato había muerto, que nos abandonó porque no podía hacer otra cosa. Por al noche entendí que no hay tal indiferencia y, mucho menos, alivio. Mientras me asomaba la vida por una voz que he aprendido a querer y necesitar, me contagié de muerte. No sé decirlo de otro modo.

Empezó lento, un entumecimiento en todo el cuerpo y dificultades para respirar. Algo de presión se acumuló en medio de mis ojos que perdieron la noción del color y de la profundidad. Tuve que levantarme, pedirle a Mariana que me esperara un momento. En cuanto empecé a caminar alrededor del cuarto, llegó la náusea. Tosí dos veces, pero fue como si escupiera en cada una de las contracciones, un pedazo de alma y todas mis entrañas. El latido de mi corazón se hizo demasiado fuerte y lento, aterrador. Las cosas perdieron su color, su dimensión. Una fuerza extraña empezó a presionar mi espalda, como si buscara romperme los hombros, hundirme el cuerpo hasta las piernas. Dejé de sentir los brazos. Llegó el frío aunque minutos antes sudaba de calor. Un zumbido ensordecedor desubicó mi equilibrio, sólo podía escuchar algo como la estática del universo. Respiraba fuerte, intentando recuperar el control. Terminé por dar de puñetazos en la pared para ver si el dolor me regresaba al dominio de mi cuerpo. De nada sirvió, la náusea se fue cuando quiso, con lentitud premeditada, detestable.

No sé cuánto duró, pero lo sentí como el ciclo de las mareas; llegó de golpe y se fue con demasiada lentitud. La sensación de no ser yo quien controla mi cuerpo me duró para el resto de la noche. Volví a la voz de Mariana cuando la náusea redujo su intensidad. Le confesé que algo me había sucedido. Un ataque de nervios, le dije. A partir de ese momento mis palabras y mis ideas se volvieron inconexas. Salté de una frase que no podía recordar a las reflexiones sobre la muerte, al amor, a la psicología. Hablé sin orden y sin sentido. Quizá, de haber grabado la conversación, ahora podría rastrear las asociaciones que hice y encontrarle razón a mi ininteligible estado.

Miraba mis brazos con insistencia, como si no fueran parte mía, como si algún bromista me los hubiera pegado al cuerpo y colgaran, horribles, fuera de lugar, como un abrigo mal puesto. Las manos parecían autónomas, separadas de mi conciencia. Tras despedirme de Mariana quedé desconcertado, sintiendo mi cara como una máscara de cerámica, inmóvil y como una gran impostura que no refleja lo que soy ni lo que quiero ser. Quizá una hora más tarde, a fuerza de voluntad logré relajar los músculos del rostro y acostarme a dormir.

Por el resto de la noche, mi cuerpo demostró que tiene la última palabra, que en cualquier momento puede fallar y terminar con todo lo que siento seguro, con todo lo que me ilusiona. La noche me contagió de muerte. Desperté a menudo, como de una pesadilla, sentándome de golpe en la cama, con el cuerpo mojado de sudor frío y la sensación de tener que salir corriendo, de tener que huir de algo. Giraba la cabeza hacia todas partes como si mi cuarto se hubiera transformado de pronto, en un lugar hostil, desconocido. Sin embargo, sabía donde estaba, no había razón para sentirme de ese modo. Tenía todos los síntomas físicos del miedo, pero ninguna sensación, ninguna idea. No el alma ni la cabeza lo que se asustaba, era mi cuerpo muerto por una noche. Mi cuerpo separado del alma por las arcadas nauseabundas.

A mi gato lo enterraron bajo el árbol en el patio de mi casa. Desde mi ventana, puedo ver el sitio. Lo extrañé esta mañana, lo extrañaré todos los mañanas. Siempre llega a mi cabeza la misma idea, no sé si es orden, certeza o petición: “renacerás”. Lo susurro como si estuviera seguro de ello y algo escapa de mi cuerpo.

Quizá esta noche he muerto y renacido, acompañé a mi amigo hasta donde pude. Mi alma abandonó un rato al cuerpo. Me alegra saber que no escapó por la ventana, que no fue a buscar la independencia. La explicación que encuentro me aterra y a la vez, me hace sonreír. Mientras duró la náusea, en vez de entregarme a ella como quien no tiene nada en la vida, como quien acepta su mortalidad o el absurdo de su existencia, podía sentir que allá, desde el otro lado del teléfono, me esperaba la voz y la presencia de Mariana. Creo que fue ella quien retuvo mi alma en el cuarto mientras encontraba la forma de volver a entrar en mi cuerpo. La ilusión que me ha despertado fue el hilo que mantuvo unidos, aunque distantes, los dos fragmentos que soy. Creo que sin su voz esperándome, ahora estaría muerto.

Octubre 19, 2006
14:19 Hrs. (dst)
Ver: SARTRE, Jean-Paul. La Náusea

martes, octubre 03, 2006

Para sacar de onda.

Releyendo, me percaté de que, mucho antes de que sufriera diversos golpes de la vida reseñados en este blog; cuando escribí "Palabras Vacías", hice referencia a que las palabras deben tener la fuerza de un disparo al corazón. Me resultó sorprendente y hasta curioso leer esa frase que es el título del libro de Mikal Gilmore, escrita antes de que lo leyera. La neta, que miedo. Es como si me adivinara solito el futuro. A ver si no surge otra coincidencia mayor como que me defeque un ave (¡imagináos!) o me encuentre el viernes en la librería algo titulado "Para sacar de onda" por Agustín Yañez o Norman Mailer. Estaría loquísimo. Pinche coincidencia, que mal me cae.