martes, agosto 29, 2006

Tres Lindas Cubanas

Terminé de leer “Tres Lindas Cubanas”, a pesar de todas las interrupciones que sufrí en el proceso. Bonito libro, recomendable. Me falta escuchar el danzón para tener la experiencia completa. A Gonzalo Celorio lo he visto un par de veces sentado a unas mesas de distancia en el restaurante Covadonga, donde suelo comer con todos mis abogadiles socios y compañeros de oficina. A lo mejor por eso, cuando me enteré que hace cuarenta y tres años, en un dia de 1963, murieron su primo Juan y su hermana Tere en un accidente carretero, me dolió.
Noté mi dolor en el metro, cuando se me formó el proverbial nudo en la garganta. La tristeza cuando llegué a mi clase de la tarde y no pude articular, más que con una voz baja y medrosa, la lección que preparé para los alumnos.
Yo no sé que será, pero hay algo que, desde hace unos meses me ata con más fuerza a la tristeza de la humanidad. Quizá con Celorio sean la causa esos encuentros sin saludo en un restaurante, quizá la fama de universitario y nuestra alma máter común. Quizá la escritura limpia y honesta a la que me tiene acostumbrado y que me parece más apreciable que esas obras cumbres del efectismo y la exageración que también disfruto. Lo cierto es que algo me une a la tristeza atemporal.
Aunque llegue tarde, aquí mi más sentido pésame. Hay tristezas literarias y hay tristezas de la vida que se comparten a través de la literatura. No es lo mismo compadecer a las ficciones que enterarse así de que dos personas murieron de forma inmerecida y del carajo.
Empiezo a sospechar que por eso me gusta leer ficción, y siempre le hago el feo a todo lo que tenga tinte autobiográfico o realista. Confieso que, de haber sabido que se trataba de una novela de memorias, tal vez no hubiera leído Tres Lindas Cubanas. Un relato honesto.

lunes, agosto 28, 2006

Palabras Vacías

Tomo un café en Starbucks para desayunar luego de la inhumana clase que doy de siete a nueve de la mañana. Una mujer se asoma a mi mesa, que abandoné para recoger mi muffin de yogurt con clara intención de ganarla para sí. Gonzalo Celorio y su parentela cubana defienden el lugar junto con el bíblico Agustín Yánez. Regreso; con una mirada de esas que dicen que intimidan, ella entiende que la mesa es mía pero se defiende “sólo miraba tus libros”. Levanto las Tres Lindas Cubanas y “pues toma”. El resto de mi desayuno, que yo había previsto pasar en compañía de los Trujillo y los Gallo con una pequeña incursión a Cuba y los Milián, estuvo en compañía de una publicista.

Me dijo su nombre, pero yo no me tomé la molestia de aprenderlo. No intercambiamos tarjetas de presentación, no nos volveremos a ver nunca. Mi hora de desayuno quedó invadida por un vacío que no me agrada mucho; el vacío de las palabras. Nada de lo que le dije a la diseñadora/publicista quedó en mi mente. Nada recordaré con el transcurso de los años a parte de mi cita fallida con Las Tierras Flacas de Yañez. El tiempo que pude llenar con amena lectura refranera, terminó vació con palabras inútiles.

No es la primera vez, ni la única en que las palabras me han dejado más con sensación de desasosiego que con sensación de comunicación. Palabras sueltas que salieron de mi boca para hacer frente a un silencio que me hubiera gustado perpetuar, dejar inmaculado.

Las palabras tienen una ambivalencia formidable. A veces, un te quiero es tan profundo que ata el alma hasta el fin de los tiempos. Aún me duele mi primer te quiero porque su valor fue el de la primera invocación a Yahvé, fue igual al fiat lux que empezó todo. Una vez, en una pizzería contraje un matrimonio espiritual fuera de serie que aún honro y respeto a pesar de Alecto, la furia de los delitos morales que no cometí y el carcinoma que me persigue a todas partes. Sé que seguiré empeñado en ese matrimonio aún con mis nietos, que hay nombres que no olvidaré, nombres de sueños que le puse a los hijos que ya no tendré. Serán otros, con otros nombres, pero siempre me acompañará la posibilidad de aquél matrimonio celebrado en pizzería barroca.

¿Cuál es la diferencia entre ese fiat lux de mi primer cariño y la disculpa que le pedí a quien me ofendió porque no quedaba otra? ¿La diferencia entre mi matrimonio estéril, moribundo pero vigente, y el encuentro casual en starbucks?

Hay palabras llenas que introducen al otro en mí y a mí en el otro. Hay palabras vacías que me apartan más del otro, que contribuyen a separarnos, que garantizan un perpetuo desencuentro. El verdadero desprecio es el olvido. Hay un te quiero que sirve para dar libertad a la lubricidad con la apariencia moral del compromiso y que al día siguiente, cuando uno escapa a hurtadillas antes de que el cuerpo usado despierte, adquiere su verdadero significado. Hay un te quiero que soporta hasta la ausencia del ser querido; un te quiero cuya concupiscencia es mística y carnal al mismo tiempo, al que la moral, el compromiso y hasta la vida le son indiferentes. Palabras que hacen al otro parte mía y palabras que borran al otro de mí.

La diferencia no puede encontrarse en las sílabas, en las letras o en la pronunciación. La diferencia no está en el diccionario ni en los libros, ni siquiera en la ciencia o en el arte. Puede firmarse un pacto con sangre y luego quebrarse sin el menor arrepentimiento. Puede decirse una sola vez, te odio y odiar para siempre, sin contratos, sin provocación, sin otra cosa que esas tres sílabas. El pacto del odio es más fuerte que el pacto de sangre ¿por qué?

Los niños hacen pactos de saliva, pactos de moco, pactos de sangre. Todo este misticismo se basa en compartir algo de dentro, parte del cuerpo sustancial, un aparte generada por la esencia de la vida. Al morir ya no hacemos saliva, ya no hay moco y la sangre deja de manar. La metafísica del pacto es sencilla: lo que soy se compromete con lo que eres. No es, pues, el escupitajo que se restriegan en la palma de la mano lo que los une. Ese gesto físico, escatológico, carece de importancia. Lo que lo hace válido es el afán humano de confundirse con su otro. He oído de pactos de sangre desalmados, hijos de la crueldad humana, que se respetan por el miedo a la sangre, por el carácter atávico de los fluidos corporales. Pactos que debieron suscribirse como engaño para salir del paso y traicionarse de inmediato. Aunque fueran de sangre o, más bien, porque eran de sangre.

¿Cómo se distinguen las palabras vacías? ¿Cómo saber que el pacto suscrito al decir te quiero, como quien dice fiat lux, tiene el mismo sentido para mi otro? ¿Cómo saber que ese escupitajo en mi mano es algo más que el precio que paga un maldoso para embarrarme de saliva la mano?

Me gusta pensar que hay algo que se comunica antes que las palabras y los gestos. Esa simpatía inmediata, esa confianza que nos hace sonreír a una desconocida aunque no volveremos a verla. Hay algo que distingue a las personas que vemos de las que no vemos, algo que nada tiene que ver con las palabras pero las determina al final, dándoles un contenido que somos nosotros mismos.

Si algo detesto son las palabras dichas en el vacío, las que carecen de algo mío que regalo. Por eso tardo tanto en escribir una carta o postear en el blog. Por eso dicen que no soy nada diplomático, que muy grosero, que muy gritón, que muy intolerante. Luego de un estudio detallado de lo que digo y lo que entienden mis detractores, me doy cuenta de que muchas veces las palabras vacías que suelto por el camino, ellos las llenan con sus propias inseguridades, con sus miedos, complejos y hasta deseos. A los que les gustaría ser mis enemigos, toman siempre el peor sentido posible; a las que les gustaría que las quisiera, toman siempre el sentido más dramático y lloran; los que quisieran que yo les fuera indiferente, transforman todo lo que digo en altanería. Cada uno llena mi desinterés, mis palabras vacías con el contenido de su ego. En realidad, lo que hagan todos ellos con mis palabras vacías, me importa un bledo.

En cambio, los amigos saben que, cuando digo “gracias”, “hasta luego”, “cuídate”, “que te vaya bien”, “un abrazo” y cualquier otra frase de trivial urbanidad, digo mucho más. Aunque las palabras sean las mismas, transmiten algo distinto.

Creo que el primer paso para decir cosas honestas, para evitar las palabras vacías, consiste en recibir sin imprimir nuestros complejos en lo que nos están diciendo. Aprender a escuchar sin juicios. Cuando uno de los que participan en el juego, rompe esta regla, la cosa se pone como un duelo con balas de salva. Las palabras deben herir profundo, deben encumbrar, motivar, dejar marca, como un tiro al corazón.

Recuerdo aquí la metáfora más linda y políglota del mundo, cortesía de la brasileira que aún quiero: “voy a pegar en tu corazón para que se hinche”. Pegar, significa, en español, golpear, hacer daño. Pegar significa, en portugués, acariciar. No hace falta más explicación.

Como golpe, como caricia, las palabras son demasiado importantes para usarlas en vacío. Son capaces de causar tristezas perpetuas, reflexiones que transforman, unir a dos seres. ¿Por qué gastarlas en pendejadas como ya se va la publicista? Por mí que se largue, ni que fuera la madonna. Por mí, que nunca se hubiera aparecido. Me vació durante horas de lo que la milagrosa máquina de coser descrita por Yáñez pudo ofrecerme para hacer más disfrutable un chai latte y un panqué de yogurt light.
No es justo. Me cae que no es justo.

Agosto 28, 2006