domingo, agosto 12, 2007

Supongamos que caes

Otro escrito de hace años. Una de mis obsesiones más graves. Hay que recordar siempre que todo dura un instante y que el olvido es inevitable. Más bien, la inexistencia.

Agosto 12, 2007 02:49 Hrs.


* * *


Supongamos que caes lento. Que agitas tus brazos frenéticamente en un intento inconsciente y pueril de salvarte. Que gritas sin saber ni entender bien por qué, sin siquiera poder comprender que gritas mientras agitas tus brazos y piernas porque lo único que ocupa tu mente es la conciencia de tu muerte que se avecina inevitablemente. Que tu grito dura todo el aire de tus pulmones y tu boca sigue abierta aunque ya no puedes emitir sonido alguno, pero aún te escuchas porque el eco de tu última acción es todo lo que te queda para prolongar tu último instante. Que cierras los ojos casi cuando empiezas a caer, pero sigues viendo ese cielo estrellado a través de tus párpados sin saber si aún ves o imaginas. Nunca sabrás cuándo chocaste contra el suelo porque en ese justo instante en el que todos tus huesos se hacen polvo y la sangre estalla dentro de ti sin control ni causas, la sensibilidad te ha abandonado. No tienes terminales nerviosas ni manera de ver o escuchar. Que no sabes si aún estás pensando o ya estás muerto.

Supongamos que la muerte llega lenta. Que esa sangre que escapa no lo hace de golpe sino poco a poco, entre los fragmentos de segundo que para ti se han convertido en siglos. Que la percepción se ha trastocado y todo lo que queda es el eco de tu propio grito y la imagen de ese cielo azul que era estrellado pero ahora no puedes saber cómo era en realidad. Te encuentras en una especie de olvido conciente y sabes que todo eso en lo que piensas ahora, tu casa, tu familia, tu amor, tu obra, todo se va olvidando en el momento pequeñísimo en el que lo recuerdas como despedida.

Supongamos que sientes una última caricia fría de una mano compasiva en la mejilla. La mano de la muerte que viene a liberarte y tú sabes que así es. Pero es una liberación que no quieres ni necesitas y odias esa cálida frialdad de compasión. Te revuelves, dentro de tu yo deshecho y lamentable, en contra de todo eso que has olvidado qué es pero odias. Odias esa pálida sonrisa y esos ojos vidriosos que dulcemente te miran desde el rostro que no conoces ni puedes distinguir.

Supongamos que, finalmente, te olvidas de ti y esas sensaciones de frío y odio y miedo y añoranza se pierden como arena entre más arena. Que ese olvido se asemeja tanto a la paz que ya ni siquiera puedes saber que has olvidado algo. Todo lo que te queda es un gran vació que ya ni siquiera puedes distinguir como tal porque tú eres eso. Eres esas lágrimas que van a sobrevivirte y esos ojos vidriosos que se acordarán de ti pero nada más.

Supongamos que ya no eres. Has sido olvidado y la desolación absoluta de tu inexistencia es una obscuridad susurrante en la que el viento sopla y tú no puedes sentir ni oír ni ver porque ya no sabes. No sientes. Has dejado de ser. Tu llanto egoísta ya no se justifica. Tienes conciencia de que te disuelves en algo que nunca llegarás a comprender. Que existe una palabra para disipar ese algo pero ya lo has olvidado y ese olvido te frustra aún más. Si algo queda, no lo sabes. Si algo crees saber, lo olvidas.

Supongamos que te reduces a una palabra que no es tal sino una sensación. Esa palabra eres tú. Supongamos que nadie conoce esa idea, que nadie la mencionará jamás. Sádicamente, la primera esencia se carcajea.


¿Cuánto dura la inexistencia?


Sábado, 15 de Marzo de 2003
17:20 Hrs.