viernes, febrero 28, 2020

No hay más allá

Cierra los ojos y repite: “¿Adonde te podría llevar? A donde vayas irá contigo la desesperación. Sufrirás y dirás como ahora: 'más lejos todavía', y no hay más lejos sobre la tierra. El más lejos no existe. No existió nunca. Verás tristeza adonde vayas”.
  —Roberto Arlt. Los lanzallamas. 

Recién me he puesto a releer a Roberto Arlt. Qué nostalgia. Cuando tenía veinte años, leía a Cortázar de forma casi religiosa. Entre lecturas y discusiones en torno al gran cronopio, apareció el nombre de Roberto Arlt. Ya se sabe que a Cortázar le parecía genial. Compré Los siete locos y Los lanzallamas con el producto de mis primeros salarios. Vistos desde el presente, mis ganancias de entonces parecen precarias, pero bastaban para comprar libros, que era lo importante. Que sigue siendo lo importante.

—Siempre quise esta edición. ¿Alguien me la consigue?— 

En aquél entonces, en el 2001, había en Ciudad Universitaria una imponente sucursal de librerías El Sótano. Estaba junto a la facultad de Arquitectura, en la entrada de lo que es todavía el Museo Universitario de Ciencias y Artes. Mi memoria presenta esa librería como un espacio enorme, de techo muy alto y libreros de pared a pared. Cuando me acuerdo, me da rabia no haber acudido más a menudo a esa librería ya desaparecida. Lo cierto es que entonces rara vez compraba libros nuevos y curioseaba más en las librerías de ocasión y con los amigos libreros que se ponían en la entrada de Filosofía y Letras. No mucho tiempo después, apareció frente a los vendedores de libros usados en filos, un vagón que anunciaba títulos editados por el también finado CONACULTA a precios de risa para el estudiante pobre que quería leer. Ahí conseguí El juguete rabioso, que formaba parte de la colección “Clásicos para Hoy”. Todavía tiene marcado el precio en la primera página: dieciocho pesos.

Cuando pienso en esos tiempos y en esos libros me regresa una imagen más bien feliz y esperanzada del mundo. Había libros y tiempo para leerlos. El amor estaba en puerta y los amigos eran fieles hasta el final. Así que resulta difícil entender por qué o cómo le agarré tanto gusto a Roberto Arlt, que es un escritor más bien dado a lo trágico, cuyos personajes buscan la iluminación por el sufrimiento y aspiran a la trascendencia por la humillación.


—Roberto Arlt—

En aquél entonces, mi estado de ánimo y opiniones generales pueden resumirse con estas palabras de Arlt: «éste era un mundo de gente fatigada, fantasmas apenas despiertos que apestaban a tierra con su grávida somnolencia como en las primeras edades los monstruos perezosos y gigantescos. De allí que toda su alma voladora se sintiera aplastada por la inutilidad aherrojante de los prójimos». No sorprende que una chica asombrosa me apodase alguna vez “El existencialista”. Me gusta ese nombre, que es al mismo tiempo admiración y pena. Como ser hijo de Zeus en las tragedias griegas: es un honor que apareja desgracia.

Por eso me cuesta entender mi nostalgia frente a la época en que conocí y leí por primera vez a Roberto Arlt. El gusto tan reconfortante de releer sus palabras. Lo mismo me pasa cuando pienso en un escritor jovial como Cortázar disfrutando las alucinaciones nihilistas de Arlt. Me causa algo de extrañeza. Luego me acuerdo que Cortázar también tiene sus tintes desesperados que son contraste para momentos de una alegre y brillante fugacidad. Tan fugaces como mis recuerdos alegres de la época en que leí a Roberto Arlt.

A partir de estos contrastes, especulo. Me gusta la palabra: especular. Que significa no sólo inventarse cosas que uno no sabe, sino que también tiene una raíz latina que significa espejo, espejear. Jugar a los espejos, es decir, reflejarse uno mismo en lo dicho.

En Los lanzallamas la aparición fantasmal del gaseado sentencia a Erdosain: «Tenés que llorar mucho todavía. Hasta que se te rompa el corazón y amés a los hombres como a tu propio dolor». Es posible que una mirada clara esté condenada a ver sin tapujos el absurdo existencial pero que, por eso mismo, esté mejor preparada para sentir con los demás. La única manera de entender o acompañar a quienes sufren es también sufrir. Con la misma lógica, cuando uno se enfrenta a la certeza de la vida como un sinsentido, cobra consciencia de que ha vivido hasta ese momento sin mayor incidencia. Incluso se es feliz de vez en cuando. Hay una  alegría fugaz, intrascendente, sin sentido.

Al final, ante la evidencia de la trivialidad de todas nuestras experiencias y aspiraciones, uno tiene que escoger si desespera y se tira de cabeza al mar o se pone a jugar como niño construyendo castillos de arena. Por este camino entendemos que una visión trágica de la vida no necesariamente lleva al suicidio, ni a una vida gris y amargada. La desesperación es una visión especular de uno mismo sobre el mundo. Es un acto voluntario. Por eso, cuando uno de los personajes de Arlt se pone en el lugar de un hipotético Dios en el juicio final, sentencia: «¿A quién condenaría entonces? A quien habiendo podido convertirse en Dios para un ser humano, se negó a ser Dios. A ése le diría yo: ¿Cómo? ¿Pudiste enloquecer de felicidad a un alma, y te negaste? Al infierno, hijo de puta».
 
Si no hay un más allá hacia el cual escapar, si lo único que veremos es tristeza, ¿por qué no enloquecernos de felicidad? Irónicamente, aquellos que creen en una justificación transmundana de la existencia se sienten menos comprometidos con la felicidad. Total, ya la recibirán —si la merecen— en el más allá. Al cabo es responsabilidad de Dios o del destino o de terceros.

Especulo, es verdad, pero me parece tonto dividir a los pensadores en pesimistas y optimistas. Cada día me convenzo más de que los pensadores de la angustia, la intrascendencia y la nada han hecho más por la felicidad que todas las huestes de la justificación. Marco Aurelio, por ejemplo: «renuncia a las vanas esperanzas y acude en tu propia ayuda, si es que algo de ti mismo te importa».