miércoles, mayo 06, 2015

Sobre el perdón

I do repent, but heaven hath pleas'd it so
To punish me with this, and this with me,
That I must be their scourge and minister.
I will bestow him, and will answer well
The death I gave him. So again good night.
I must be cruel only to be kind.
Thus the bad begins and worse remains behind.
Hamlet. III-4




El otro conserva el profundo dolor que sentía antes, pues no hay nada de consolador en el hecho de que tú hayas cometido una sinrazón y se lo hayas dicho; hasta se acuerda del espectáculo penoso que le has ofrecido, despreciándote delante de él, como de una nueva herida que te debe; con todo, no piensa en la venganza y no comprende cómo podría haberse desvanecido la ofensa entre él y tú. En el fondo, tú has representado la escena ante ti mismo y para ti; habrás invitado un testigo, pero en interés tuyo, no por él; no te engañes a ti mismo.
—Nietzsche, Friedrich. Aurora.


A estas alturas soy incapaz de encontrar las palabras que busco, escondidas en un libro de Nietzsche, aunque también podrían estar en el libro de alguien más, explicación tan válida como mi mala memoria para el hecho de que no las encuentre. Acaso, puede pensarse, son palabras que pensé yo mismo, y en un acto de memoria y soberbia, les puse el nombre y la firma de Friedrich N. para prestarles la fe y el valor que sólo los grandes muertos le imprimen a las palabras. El nombre y las palabras exactas quizá no importan, sino el sentido, y es este: “lo que no perdono de la traición, no es lo que me hiciste pasar o de lo que me privaste, sino que por ella me has hecho incapaz de confiar de nuevo en ti. Nunca más. Y nada hay más valioso, ni que duela tanto perder, como la fe en un amigo”. Algo así decía Nietzsche. Y si no lo dijo, alguna vez se le habrá ocurrido, tan enrevesado como era. O lo dije o se me ocurrió a mí. Tanto da, porque a todos nos han traicionado, o nos hemos traicionado solos, o traicionamos a los demás. Con una indecencia, con una mentira. Con palabras o acciones, pero todos somos traidores y nada duele tanto en la traición como ese perder la inocencia, como ese cuestionar infinito y a futuro toda promesa, toda amistad, todo amor y toda felicidad. Por la traición llegamos a esa tercera etapa de la felicidad, que puede ser de Benedetti o de Kertesz, o de Primo Levi, o de los tres: cuando ya no se puede ser feliz porque uno sabe que toda felicidad termina. Cuando uno sabe que tiene amigos porque no han tenido aún tiempo, oportunidad o deseo de traicionarnos. El fin de la inocencia o de la fe. Uno aprende, se hace viejo o madura, lo mismo da. Uno se va quedando solo y lleno de traiciones.
      Haya dicho lo que haya dicho quien lo haya dicho o escrito, en los últimos meses he tenido oportunidades serias para pensar en la traición y su vástago maldito, el perdón. Que es de quien quiero escribir, pero como buen evangelista, me toca empezar por la filiación, el origen y sus ecos. Yo perdono. Tú perdonas. Estas oraciones siempre exigen la pregunta: sí, pero ¿qué se perdona?
      ¿Y cómo contarlo sin cometer también traición? Sin traer al banquillo de los acusados o a la vergüenza pública al traidor. Sin llamar a cuentas o contar eso que no debió pasar y por lo mismo no debe ser contado. Porque yo lo he dicho o escrito antes, seguramente parafraséando a otro, o robándome franca y traidoramente sus palabras: contar es traicionar, es repetir y perpetuar lo que no debió haber sido o que, si llegó a ser, no debió contarse, aún sin haber sido. Porque contar hace superfluo lo que fue y no, le da o le presta carne a los fantasmas y los aparecidos, a los no venidos y los inexistentes y, en todo caso, contar algo es traicionar lo que está en nombre de lo que se inventa.
     Así pues, ¿cómo hablar del perdón sin hacerse también traidor? Y lo mismo, cómo traicionar sin pedir, o recibir sin haber pedido, perdón. En silencio o a distancia, merecido o no. Es claro que la traición es ocasión de tomar la parte del otro y decir, como un dios, un rey o un amo: te perdono. Y aún así, sin rencores incluso, seguir perdiendo la inocencia a través de la experiencia sola. No por el juicio ni el intelecto, sino sólo porque se ha vivido, se sabe sin lugar a dudas que sólo hace falta tiempo, ocasión o ganas. Y de ahí no hay quien te salve o te cure, por mucho que perdones y se laven todos y no quede huella sino el acto o la memoria misma de lavarse y perdonar, con, o sin razón. Con, o sin soberbia. Espectáculo al fin y al cabo, del que pide o del que otorga sin que le hayan pedido nada ni se acuerden de él o ella. Porque acaso son ellas las que más sufren de traiciones. O no. Pero soy hombre y me gusta pensar que son los o las otras quienes llevan la peor parte. Pocas justificaciones tan poderosas hay para seguir viviendo o para imaginarse que uno es feliz. Aún. Todavía. Ya veremos...
       En fin, que pedir perdón no sana heridas. Y perdonar tampoco. Sólo sanan las heridas que no se han causado, las que uno se imagina en pesadilla o se teme, pero al revisar la carne nota que no estuvieron nunca. Lo otro, la traición, es descubrir de pronto que donde siempre imaginó tener un brazo o un dedo no tiene nada. Que le falta algo que uno imaginó era suyo y parte suya, pero nunca estuvo, por más que lo hubiera visto, sentido o tocado todos estos años. Perdonar no remedia nada, ni arrepentirse tampoco, pero así vamos tirando. Porque uno prefiere imaginarse que esa ausencia o falta es pesadilla y la realidad está al revés, ocupada por los miedos, en vez de aceptar que el miedo es realidad. Y entonces perdona. ¡Qué remedio! Mejor imaginar que se tiene un ojo o un amigo, que vivir tuerto y solo...




Si no me hubieras dicho nada —añadió—, si me hubieras mantenido en el engaño. Cuando se lleva uno a cabo, hay que sostenerlo hasta el final. Qué sentido tiene sacar un día del error, contar de pronto la verdad. Eso es aún peor, porque desmiente todo lo habido, o lo invalida, uno tiene que volverse a contar lo vivido, o negárselo. y sin embargo, no vivió otra cosa: vivió lo que vivió. ¿Y qué hace uno entonces con eso? ¿Tachar su vida, cancelar retrospectivamente cuanto vivió y creyó? Eso no es posible, pero tampoco conservarlo intacto, como si todo hubiera sido verdad, una vez que se sabe que no lo fue. No puede hacer caso omiso, pero tampoco renunciar a años que fueron como fueron, ya no pueden ser de otro modo, y de ellos quedará siempre un resto, un recuerdo, aunque ahora sea fantasmagórico, algo que ocurrió y no ocurrió. ¿Y dónde coloca uno eso, lo que ocurrió y no ocurrió?
Marías, Javier. Así empieza lo malo.



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