lunes, diciembre 30, 2019

Etapas en el camino de la vida (4)

Si una doctrina, en el instante en que amaga con decir algo terrible acaba babeando en lugar de causar horror—está claro que ante esa doctrina no merece la pena ponerse en pie. 
—Søren Kierkegaard. Temor y temblor.

Para hablar de Kierkegaard empiezo por el final, con sentencias lapidarias que causan horror. La glosa o fundamentación de esas sentencias viene después, pero es inútil, como la propia glosa lo demuestra. Créanme.
1. El lenguaje es una «invención lamentable» porque «dice una cosa y quiere decir otra».
2. La verdad no explica la vida, la hace más dolorosa.
3. Cuanto mayor es nuestra certeza, mayor es nuestra desgracia.
4. En el mejor de los casos, «la vida es un discurso oscuro».
5. Como tal hay que tratarla.



* * *

La razón desemboca siempre en la desesperación. Ella nos muestra que el mundo y nuestras opiniones al respecto carecen de un fundamento o fin que puedan ser demostrados más allá de toda duda. En ese punto se suele confundir lo trascendente y lo nimio, pues no existe ninguna razón para ubicar los conceptos en una u otra categoría. Esto quería decir Nietzsche cuando señaló que ante la muerte de Dios —es decir de aquello que pone fin a la duda— era responsabilidad del hombre llenar el vacío con valores y sentido. Pero se lo tomó todo demasiado en serio. Pensaba que, de otro modo, la humanidad acabaría en el nihilismo que podía manifestarse como desesperación y suicidio o como un lento hundirse en la pasividad contemplativa de la nada. Aunque hablaba de embriaguez y vitalidad, hablaba en serio, como uno se toma en serio una partida de billar cuando tiene dieciocho años.
 
Ante el mismo problema, el absurdo del mundo y nuestras representaciones, Kierkegaard propone la ironía. Por ahí, por lo opuesto a la seriedad, empieza su obra escrita. Celebra al Sócrates irónico que al hablar con los discípulos de la seriedad religiosa o filosófica «les arrebataba todo y los despedía con las manos vacías», Sócrates se carcajeaba irónico. Para él todo ejercicio serio de razón o de fe, no pasan de ser una broma fantástica, porque se cede al poder de lo místico y, «prestándose a su sortilegio, uno inventa más y más visiones y es desbordado por ellas». Para Kierkegaard, como para Sócrates y más tarde para Milán Kundera, nada hay más ridículo que lo serio.

Un ejemplo, dice Kierkegaard, es que el amor puede justificar estéticamente al suicidio, embellecer la finitud y la carencia; pero ese amor tan serio, se basa en el engaño. Así por ejemplo, Romeo y Julieta, quienes mueren de amor en el amor. Así Lavinia muerta al fin a manos de Tito Andrónico. Sublimes. Hasta que se ajusta la mirada y se percibe el guiño de la ironía. Entonces se reconoce la ridiculez en estos actos, porque son frutos del engaño que cada uno obra sobre sí mismo. Se convencen de que no hay vida posible sin ese amor o ese honor, con o sin esa persona. Y sin embargo, su existencia misma es prueba de que se engañan. Haber vivido o seguir viviendo demuestra que sus anhelos son meros caprichos. Es decir, se trata de visiones que les han desbordado porque les dan demasiada importancia, se las toman demasiado en serio.

Esto nos ocurre a todos de forma cotidiana. De ahí que Schopenhauer explicara la vida como representación. Kierkegaard está de acuerdo, pero prefiere tomarse las cosas de manera juguetona, irónica: puesto que no puede tenerse una representación fiel, podemos muy bien escoger la más entretenida. La vida se convierte así en un amorío, en una aventura que hace lugar a sus veleidades y las nuestras como cualquier coqueteo. «Hagas lo que hagas, te arrepentirás», opina el pensador serio, porque alguna vez verás las cosas como son realmente. Kierkegaard agrega que esto sólo tiene lugar si escoges creer que ese “realmente” es la realidad más allá de toda duda. Si ninguna representación está más allá de toda duda, ¿por qué no elegir otra?

Sin duda es absurdo reducir el mundo a una sola interpretación. Y también es absurdo abrir la perspectiva a cualquier otra, a la infinitud de interpretaciones posibles. Por eso la vida misma es un acto de fe que nos pone ante nosotros mismos con ironía: «El asunto es bajo qué determinaciones considera uno la existencia y vive». El momento crucial de una vida es, entonces, cuando se escoge qué creer; es decir, cuando se elige uno de entre todos los absurdos sin fundamento que presentan la razón y la fe. Además, se escoge por ninguna razón, puesto que la elección es absurda, injustificable. Cualquier justificación se construye después de la elección. Así, por ejemplo, uno no escoge su equipo de fútbol, su partido político o su religión después de conocer todas las opciones posibles y comparar méritos. Porque ello implicaría, además, una elección entre diversos sistemas de medición de esos méritos. Elegir una jerarquía. Elegir un sentido para las palabras mérito y jerarquía. Se trata de una dialéctica infinitamente mala. Lo cierto es que nadie puede conocer los fundamentos de su fe antes de vivirla. Se construyen conforme uno es desbordado por sus propias visiones míticas. Romeo y Julieta nada sabían la una del otro, se miraban ex parte, en enigma, thorugh a glass darkly.

Opina Kierkegaard que «el hombre sólo se vuelve melancólico por su propia falta». Eso fue lo que le pasó a los amantes de Verona. Se trata de una falta de ironía, de ensoñación, de memoria. Se olvidan de que toda representación es arbitraria y por lo tanto mutable. Sólo con ese olvido puede uno volverse melancólico. En esto, el líder Wittgenstein parece estar de acuerdo cuando asevera: «Si la vida se vuelve difícil de soportar, pensamos en cambiar las circunstancias. Pero el cambio más efectivo e importante, un cambio en nuestra propia actitud, rara vez se nos ocurre; y la decisión de dar ese paso nos es muy difícil». No sorprende, por tanto, que Kierkegaard escogiera la fe cristiana como forma de vida, como determinación bajo la cual vivir su vida: escoge un mundo de amor y providencia, donde todo se encuentra justificado y toda dádiva buena y todo buen don, vienen de Dios. Un mundo ética y estéticamente justificado.

Opina, en consecuencia, que ninguno de nosotros puede juzgar sobre lo bueno o lo malo de las circunstancias. Pero haríamos bien en creer que todo hecho es bueno aunque duela. Así, por ejemplo, sus héroes Job y Abrahám. Pero también el hijo pródigo de la parábola, quien se ve reducido, tras una serie de decisiones estúpidas, a robarle bellotas a los cerdos para comer. Su destino es cruel, el patrón para el que trabaja puede parecer cruel, el mundo es cruel. Sin embargo, esa degradación era lo que el joven necesitaba para poner en duda las visiones que lo desbordaron y lo pusieron en esa circunstancia (ser indigno de amor y perdón, por ejemplo) para buscar la reconciliación con su padre y volver a una vida feliz. Todo lo que hacía falta era leer en la desgracia una invitación a cambiar sus creencias. Es la iluminación del rock bottom. Se trata sin duda, de tener fe, pero no de aferrarse a una fe sino de jugar con las posibilidades de cada fe y toda fe posible. «El ojo con el que se ve la realidad debe modificarse sin cesar».

Job rechazado por sus amigos. William Blake—

Para Kierkegaard el problema del sentido de la vida se reduce al momento de la elección. El problema desaparece cuando aceptamos que cada forma de vivir es algo que elegimos desde el absurdo. Se crea o no en Cristo, Kierkegaard da en el clavo: estamos condenados a creer, pero elegimos nuestra fe y, por lo tanto, no hay razón  para aferrarse a las mentiras convencionales de nuestra sociedad. Es preciso entonces partir de uno mismo. Así empieza la ética como derivado de la fe: los actos que se realizan por razones o motivos circunstanciados son engaño. Abrazar un partido, religión o prejuicio, son todos actos falsos mientras no se les vea desde el absurdo. Este es mi camino —diría su caballero de la fe— por ninguna razón en absoluto. En consecuencia, se trata de elegir, pero no de una buena vez y para siempre, sino en cada momento. Elegirse a uno mismo, partir de uno mismo y volver a uno mismo con las manos vacías.


Abrahám e Isaac. Rembrandt—

Vistos así, los sistemas políticos, éticos, religiosos o, mejor dicho, todas las ideologías, son tentaciones porque pretenden ahorrarnos el trabajo de la elección. Se presentan como respuestas válidas más allá de toda duda, celosas del cambio en quien las vive. Antes de abrazar una ideología, hay que jugar con ella y hacerla en cada instante objeto de ironía. Tomarse las ideas terminadas como algo serio es un camino cierto hacia la desesperación porque todas ellas son absurdas. Las personas dicen, con toda seriedad: la vida es esto. Más tarde se dan cuenta de que “esto” es absurdo. Y concluyen, razonablemente, que la vida es absurda. Entonces se sienten desgraciadas. Pero la desgracia viene de uno mismo, de la propia elección. Se elige la desgracia, y no puede encontrarse consuelo. Qué cosa más ridícula.

Concluyamos con sentencias lapidarias, que causen horror, pues estas son las doctrinas que valen la pena: El lenguaje es una «invención lamentable» porque «dice una cosa y quiere decir otra». Por eso, la verdad no explica la vida, sino que la hace más dolorosa. Así, cuanto mayor es la certeza, mayor es la desgracia. En el mejor de los casos, «la vida es un discurso oscuro». Como tal hay que tratarla.