viernes, noviembre 30, 2018

Páginas en blanco

Entre los amigos, sin duda, pocos tan fiables  y constantes como los libros. Tiendes la mano y ahí están. A veces, como decía Schopenhauer, encuentra uno en ellos tan buen consejo que todo lo que hasta entonces creíamos parece falso y surge un mundo nuevo, que no conocíamos, y que nos hace sentir un poco tontos. Es que ya dicho, parece evidente, tendríamos que haber sabido darnos cuenta. Para eso son los amigos, para ayudarnos a encontrar los lentes que todo el tiempo tuvimos ante los ojos, sobre la nariz. Quizá a nadie podamos agradecer con la misma sinceridad que nos hagan sentir un poco bobos o cortos de miras. Porque, en confianza, hay que aceptarlo, debimos ser capaces de entender antes, pero caray, qué bueno que al fin un amigo nos da la lección. Que nos ayudó a ser más como queremos ser, más parecidos a nosotros mismos.

Así, supongo, hicimos muchos de los amigos que se conservan toda la vida: explicando un problema de álgebra, juntando cabezas para resolver la difícil tarea o pidiendo ayuda en cualquier otra cotidiana actividad. Así también con los libros, se acerca uno a ellos admitiendo primero que no lo sabe todo, que acaso quedará un poco como tonto, pero qué más da, quiero que alguien me hable de Richard Feynman, de la supersimetría, de Napoleón o Hogwarts o los dioses y héroes de la antigüedad.

Es este pacto el que hace especialmente dolorosa la traición de un amigo o de un libro. Alarga uno la mano del mendigo y el proverbial auxilio deviene en castigo. Aunque no es su culpa, así se siente el noventa por ciento de los libros que nos obligan a leer en la escuela. Es que la confianza no nace por obligación, alguien debería avisarle de la situación a esos malos celestinos que son los profesores y los programas escolares. El peor enemigo es siempre ese que nos pone en frente la obligación o la presión social. Pero vale, no es culpa suya y así puede uno reconciliarse, al volver los años, con la Ilíada, la Celestina y tantos otros clásicos maravillosos. Hasta con Platón y Kierkegaard.

En otro grado de traición, cuando el amigo nos responde con una invitación a unirnos a la más nueva empresa piramidal o a la excelente forma de vida que se esconde en su particular ideología. Programa y propaganda. Traidor llamo a todo libro y toda persona que en vez de abrirnos la perspectiva, pretende cerrarla y hacer de nosotros meros seguidores. Cuando intentan convertirnos en algo que no seamos nosotros mismos. Anatema contra todos esos que no mencionaré porque no sea que alguien vaya a buscarlos por espectáculo y termine en conversión.

Lo peor es cuando uno entabla esa relación sin alguno de los dos vicios previos; pasan las páginas y avanza uno sobre la historia que promete ser otra llave, una más en el camino a esa última con la que soñaban Borges y Cortázar, para abrir la eternidad en que uno sabe, siempre, que está equivocado, pero se consuela con que siempre puede estar un poco menos equivocado. Así, imaginemos, se han invertido tres o cuatro horas en un buen libro, lo que en años serían varios con un amigo. Y de pronto, sin decir agua va, artera y traidoramente, nos escupe una serie de páginas en blanco, o la reiteración inútil de algunas que ya habíamos leído y que se presentan de nuevo fuera de lugar.
—De qué te habrá servido tanta previsión si al final estás danzando esta música insensata, preguntaba Cortázar—

Esto es para romper el corazón. Me ha sucedido varias veces. De la primera, me acuerdo con prístina claridad e inmitigable dolor. Ocurrió mientras, maravillado, leía El extranjero de Camus; a medio camino, veinte páginas en blanco. Tras una rápida revisión, otras veinte blancas casi al final. Horrible. Me costó mucho volver a comprar libros de editorial Alianza. Otra memorable —con el Fondo de Cultura— esa edición preciosa de Beatus Ile de Muñoz Molina que me ayudaba a encontrar palabras para escribir y pensar en una querida lejana. Páginas en blanco. Peor todavía aquella vez que escribí a la editorial sobre una edición incompleta de las conferencias de Wittgenstein: ¡enviaron como reemplazo otro ejemplar al que le faltaban las mismas páginas! Más recientemente, me sucedió con Si te dicen que caí de Marsé: a punto de entender el sentido de tanto voyeurismo decadente y desamparo, páginas en blanco. ¿Por qué? Porque chinga tu madre, por eso, ¿cómo ves?

—Todavía tengo pesadillas con esta portada—

¿Qué puede hacer uno sino apartarse de traidores de tal calaña? Buscar otra, mejor versión del texto, con lo que a este le falta. Parecido, nunca igual, pero por lo menos entero. Por más que nadie me podrá devolver el momento en que, loco de ansiedad por la siguiente frase de El extranjero, topé con el vacío. Mi vida entera pudo ser otra de no haber faltado esas páginas. Y que nadie culpe al destino o al creador. Hasta en el momento de revisar un manuscrito de concurso me pasó lo mismo. Nunca supe si las copias que envié tenían el mismo defecto de páginas faltantes. No es descuido divino ni de artesano, simplemente así pasan las cosas.

Algo similar cuando una persona, o varias, a las que se conoce de toda la vida, de pronto empiezan a hablar en blanco, en vacío. Vaya, ni siquiera dicen falsedades o idioteces, simplemente ruido blanco, interferencia inútil. Supongo que como con los libros, a todos nos ha sucedido. Y es que la vida es eso, no importa cuántas páginas se hayan ido ya, prístinas y en perfecto estado, de pronto irrumpe el sinsentido. O cuántos años se conozca a algunos, a veces también la contradicción, la negación de su esencia. Salieron incompletos. En consecuencia quedan menos amigos, menos libros. Pero sobre todo, la certeza de un caótico mundo de impredecibles.

Me sorprende la cantidad de personas que están dispuestas a culparse a sí mismas de haber sido traicionadas. Dicen que tienen un patrón, que así buscan las relaciones. Yo les pregunto si alguna vez leyeron un libro. Seguro andan buscando, con un sexto sentido cuasi divino, libros envueltos en celofán que dentro traigan páginas en blanco. Es imposible. Peor, es estúpido. «Yo me lo busco por andar leyendo…» Nadie busca la traición. Somos libres —o por lo menos nos percibimos libres— y eso significa que la siguiente página siempre puede estar en blanco, que siempre podemos equivocarnos acerca de los demás. Vuelvo al principio: con esa suposición nos acercamos a los libros y a las personas, la de que estamos equivocados, pero en ello hay grados.

Frente a esa incertidumbre, que en los libros es excepcional, pero en las personas una triste norma, qué emoción, aunque sean pocas, contadísimas, personas, que en cada ocasión, con el paso de los años, se mantienen firmes, congruentes, fieles a sí mismos, que nos abren camino para seguir siendo también, cada vez más, nosotros mismos. Estas líneas son para ustedes.



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