miércoles, septiembre 24, 2008

Unidos


En un ánimo filosófico Wittgeinsteiniano, y luego de leer muy por encima un par de cuestiones de la Investigaciones Filosóficas, me despertó esta idea en la mente, un poco ociosa, como toda filosofía. Pero con un insight que a mí me gustó mucho...


El dolor es la experiencia más íntima del ser humano nos es imposible explicar o describir su origen, su intensidad, el alcance del sufrimiento. Es, en ese sentido la experiencia más egocéntrica o solipsista porque es incomunicable. Cada dolor es individual e irrepetible, existe una graduación infinita de variabilidad en cada experiencia dolorosa. Cada dolor, es único. El dolor ocurre en presente y siempre en primera persona. Nos percatamos del dolor ajeno por pistas o señas convencionales fácilmente falsificables, fingibles. Mi dolor es el único que importa, el único que puedo sentir y es, al mismo tiempo, mi soledad. Es por eso que el dolor es la forma más profunda en que dos personas pueden unirse. Cuando en raras ocasiones el dolor viene de una causa común, cuando tiene un principio compartido, puede decirse que es el único puente entre la individualidad, la única forma de vencer lo incomunicable. El dolor no se comparte, pero a veces es posible imaginar, vislumbrar el dolor ajeno. No es posible participar de él, pero acaso intuirlo, sentir uno similar en el mismo momento y por la misma causa. Entonces, nos asomamos a la individualidad más profunda del otro, a su soledad invencible, acaso la mano que tendemos entonces no puede alcanzarle, confortarle, pero existe como posibilidad. La única forma de tocarnos sin fundirnos, sin afectar al otro o cambiarlo. Entender el dolor del otro mientras se experimenta el propio. Tender manos, posibilidades. Gritar al vacío de la soledad doliente y abrir la posibilidad de vencerla, es esperanza. Es el tercero excluido, compartir lo que no puede atravesar las barreras del yo. Lo que no tiene identidad ni similar en ninguna otra parte, momento o consciencia. Por eso decir, “también me duele”, en el momento preciso puede ser mucho más grave, mucho más íntimo y poderoso que el más sincero de los te amo. Porque el amor es experiencia compartida, es alargar la mano para tocar al otro y tocarlo; esperar un resultado posible y obtenerlo casi sin duda. El dolor, en cambio, incomunicable, imposible de compartir. Soledad por definición. también me duele es alargar la mano sabiendo que no habrá contacto pero con la fe irracional de que, de vez en vez, y paradójicamente, dos soledades pueden fundirse sin hacerse compañía, sin dejar de ser lo que son. Llenar el vacío con otro vacío. Sumar dos soledades no tiene como resultado compañía, sino más soledad. Pero siendo más, es menos. Por eso el dolor une, aunque no se comparta. Es la esencia más básica, más individual, del ser. Es lo que genera la conciencia. Unidos por el dolor. He ahí un vínculo indestructible que no por eso consuela o une. Unidos por el dolor. He ahí la clave desde donde puedo explicarme. Quizá sea ese el primer hilo de la madeja.


Colofón: Es lo único que tienen todas ellas en común. Cicatrices que besar, lágrimas que secar. Soledad reflejada. Espejo, después de todo. Intentar entender un dolor ajeno hace que uno deje de prestarle atención al propio.


Dieciséis de Febrero de 2008



jueves, septiembre 04, 2008

Sueño y Realidad

Este es uno de esos escritos que me explotan en la cara de repente por acción de la realidad, llevándome casi al ataque de nervios o a la carcajada irracional en medio de un público poco tolerante. Yo no sé si a alguien más le sucedan cosas como éstas o si acaso sea posible que las murallas entre sueño y realidad se puedan hacer tan tenues en un momento dado sin que el universo se colapse. Supongo que por cosas así empezó la fe, la cuestión de hacer las paces con el mundo que persigue antes de empezar a perseguirlo.... Sin más divagaciones metafísicas que no vienen al caso, aquí la primera parte, el sueño que cuidadosamente registré en mi libreta sin imaginar siquiera que llegaría tan lejos y se resolvería en un anticlimax tan burdo:


Te conozco o tengo que conocerte.  Asisto a un congreso o conferencia en un instituto de la UNAM, ambiente de libros, quizá voy con Laura. El tema del día es Octavio Paz, hablan y hablan sobre su poesía y luego exigen que cada asistente lea algo de Paz; cuando llega mi turno, además de mi aversión natural por Octavio Paz, no puedo soportar la pésima traducción de las Sendas de Oku: algo que originalmente tenía que ver con las aves se transforma en barcos o algún equivalente similar. Lo curiosos es que el original está en inglés, pero me parece lo más natural del mundo. Tiro el libro a un lado y grito furioso: “detesto a Octavio Paz!”. Cuando la gente se calma luego de armar un alboroto por mi falta de tacto y buen gusto, escucho sollozos. Al mirar de dónde viene, veo a Laura consolando a “Elenita” herida en el recuerdo de su Octavio Paz. Me acerco a la anciana Poniatowska (a quien por cierto también desprecio en lo más profundo de mi alma y sensibilidad) que no se parece en nada a la verdadera, sino que hasta parece enternecedora. Aventuro un par de frases conciliadoras: “Ya Elenita, no te pongas así, es sólo que a mí no me gusta”. Entre lágrimas, ella empieza a contar un recuerdo, sobre lo feliz que era la vida con Paz al principio. Me veo envuelto en el recuerdo con más resignación que gusto, habrá que escuchar a la vieja para que se calme. Sus palabras transforman el sueño y estoy ahí, viendo una infinitud de niños y niñas rubios que corren en pos de un par de padres bondadosos en un día feliz y soleado por una pradera verde que rodea una mansión que me recuerda las casas sureñas de Estados Unidos, la casa de Forrest Gump, los amish. Entonces Laura dice algo, es evidente que Elena exagera idealizando sus recuerdos; seguro eran más malos y crueles de lo que quieren admitir, quizá hasta abusaban de los pobres niños. Con esas burlas de Laura, cambia el panorama, como película de horror y libro de Dickens. La ropa blanca de los niños y niñas se vuelve andrajosa y cenicienta, los padres bondadosos se vuelven figuras aterradoras, la mansión decadente, el cielo nublado y obscuro. No sé cómo, cambio de escena, estoy dentro de la mansión, camino con una de las niñas, seguro hija de Octavio Paz. Rubia, con un sombrero como los que usaban las niñas en el mundo de Tom Sawyer. Un vestido blanco con encajes, ojos azules y sonrisa franca. Me muestra la mansión que aún es oscura, tenebrosa. Una gran sala con chiminea y fuego que ilumina enormes pinturas. Su nombre empieza con S, Sarah tal vez. Sobre un carro de mina —trolley!— seguimos adelante, felices, entonces le digo: “Yo te conozco” y luego de pensarlo un poco, darme cuenta de que es un recuerdo de Elena con el que platico por azar digo “o tengo que conocerte”, entiendo, con estas palabras que es mi destino, que ella me espera, que mi felicidad depende de que la encuentre. Todo se pierde en esa idea, en ese momento, quizá ella sonríe y asiente, pero no sé si es porque me asegura que nos conoceremos o porque quiere decirme que entiende, o incluso, condescendiente, porque sabe que no puedo conocerla. El sueño termina. Después, a lo largo del día, la reconozco, ella viene de otro sueño, de otro viaje en cochecito de mina. Un sueño que recuerdo vívido y con felicidad, una sola palabra que resume su nombre en todo sentido: Mate, como jaque, como mi derrota”.


Unos meses después, todo se pone patas arriba por culpa de ese sueño. Sucedió la semana pasada, el Viernes, cuando fui a la venta nocturna del Fondo de Cultura Económica en Miguel Ángel de Quevedo, que resultó ser un fiasco de descuentos sin importancia, colas infinitas en las cajas y concurrencia casi aterradora de nerds (¿acaso seré yo, señor?). Recorro la librería, curioseo y hago caso omiso de los escritores que acuden a promocionar sus libros presentados por un sujeto pequeño y falso pero simpático, cuyo mérito es fingir interés en temas de los que no sabe un ápice.

Soy sólo un tipo que compra libros, abriéndose paso entre la gente que se aglomera, esquivando desconocidos sin rostro. Detrás de uno de esos rostros recién esquivados aparece el de una viejita que me resulta familiar. Las dudas se disipan cuando su nombre en los altavoces: Elena Poniatowka. Then it hits me... Laura debe estar aquí, o a punto de llegar, fue ella la que me avisó de la venta nocturna. Elenita está aquí. Ambiente de libros. Un par de personalidades de la UNAM promocionando libros. Todo eso pasa por mi cabeza en un segundo, la sangre abandona mi cuerpo y se va directo a mis pies. Ver a Elena Poniatowska fue peor que ver al propio Lucifer... Me surge una morbosa curiosidad, ¿la haremos llorar? Y en el fondo, en ese sitio del corazón que nomás de vez en cuando me palpita y al que no suelo hacerle caso...   Te conozco, o tengo que conocerte... Y es curioso, porque “te conozco” no sólo implica el hecho consumado, cuando ya se conoce a alguien y el instante se alarga, implica también sino el momento en que se realiza por primera y única vez ese milagro, “te estoy conociendo”... ¿Será posible? Y así, febril, me sumí de nuevo en la librería, buscando la materia para realizar los sueños...


Sobra decir que no encontré a Laura, que no hicimos llorara a Poniatowska, que gracias a las musas Paz sigue muerto y que tampoco conocí a —literalmente—, la rubia de mis sueños. Terminé la noche en mi cama vacía, en mi departamento solitario, en la ciudad desierta. Ahora, recordando, pienso en Quevedo.... porque los sueños, sueños son. Y en Zambrano, porque “el hombre ha de estar muy adentrado en la edad de la razón para aceptar el vacío y el silencio en torno suyo”. Pues bien, he de adentrarme en la edad y la razón aún en contra de mis mejores deseos.


Septiembre 03 de 2008

Feliz Cumpleaños Isa!