La gente, tal y como es, suele tomar a mal que no se comparta su opinión: pero entonces debería fundar sus opiniones de tal modo que uno pudiera adherirse a ellas.
—Arthur Schopenhauer. Paralipómena.
De manera que López, el profesor, llega a una reunión con sus viejos alumnos. Bien podría llamarse Arturo, quien a estas alturas es un personaje suficientemente genérico y definido con la extrañeza del mundo. Como ese tal López y tantos otros proverbiales everyman de la literatura latinoamericana. En todo caso, llega López a reunirse con algunos de sus viejos estudiantes y apenas se acerca a la mesa lo nota: ahí está su acosadora.
—Como el acoso nunca es bello, voluntariamente craso detalle de «Apolo y Daphe» de Gian Lorenzo Bernini—
Lo comenta casualmente, tratando de no darle demasiada importancia, así que aquí está mi stalker, invitaron a mi acosadora. A lo largo del último año, la joven en cuestión había enviado algunas invitaciones electrónicas a López. Interés que, por supuesto, podría considerarse teórico, intelectual. Nadie debe partir aquí de otra cosa que los hechos. Nada de hacer interpretaciones que los deformen. Unos meses después, ella empezó a aparecer cotidianamente por el camino de López, cosa que acaso no sería rara en una escuela, salvo por la constancia y el afán de hablarle a alguien que no se conoce y que no tiene interés en conocerle. En ocasiones se mete al salón sin estar inscrita, sin pedir permiso. A veces se apresura un par de cientos de metros para alcanzar a López en áreas comunes. Una tarde de esas, ella asevera o sugiere que, en caso de que López no participe en la conversación que la chica desea entablar, ella irá derecho a casa a suicidarse. Las palabras son hechos, dejo de lado las interpretaciones.
López, en cambio, aunque es enemigo de asumir, decide que con personas como esa no hay nada que hablar. Algunos dirían que es una falta de etiqueta o buenos modales escuchar una amenaza suicida y no acudir a reportarle o canalizar a la joven a un servicio psiquiátrico. Ya trataremos este punto. Otros, opinarán que cuando el suicidio se usa como ficha de intercambio para obligar a alguien a participar en una conversación, no es sino palabrería vacía y escandalosa; que amenazas así no pueden tomarse en serio para la suicidaria, pero deben escucharse con precaución por parte quien se ve así interpelado. Cada quien saque sus propias conclusiones. La de López es sencilla: con personas así, nada que hablar.
Imaginemos su sorpresa cuando en la reunión se encuentra a la peculiar acosadora que lo sigue, que lo espera y amenaza con suicidarse si no habla con ella. No quiere darle importancia, pero toma nota mental para pensarlo con calma, acaso escribir algo.
Lo que verdaderamente sorprende a López es que, una y otra vez, la joven lo acusa de grosero o mal educado porque no desea hablar ni tratar con ella. En sus apariciones de acoso y esa noche, en la reunión. López se pregunta si alguna vez la apelación a los modales ha hecho que alguien haga lo opuesto de lo que desea, que abrace o trate a quien no quiere. Le vienen a la mente los niños obligados a abrazar o besar a toda la parentela y amigos de sus orgullosos padres. Los buenos modales pasan sobre lo que la piel exige. En todo caso, por la razón que sea, y se trate de quien sea, está seguro de que imponer un trato o un contacto, una presencia, es de pésimo gusto. Por encima de estas especulaciones, la situación es objeto de profunda curiosidad en López: ¿quién la invitó? ¿a sabiendas o bajo engaño? Considera que responder a estas preguntas es necesario pues comprender las cosas en sus causas es o puede ser el secreto o la llave de la paz.
Nadie dice, por principio, yo la invité, pero todos parecen estar al corriente de las curiosas actividades de la joven. Tras un rato, uno de ellos reconoce que él la envió a buscar a López la primera vez, para que le hiciera una pregunta y lo desorientara. Opina que fue gracioso el desconcierto del profesor. Una broma, ya sabe. Genial. Pero eso sólo explica una aparición, no todas ellas. Y en todo caso la presencia electrónica de la joven antecede a esa broma. Por varios meses. Ante esa revelación se hace el silencio. Para entonces, ella ya se ha ido, no sin antes increpar a López de grosero, porque no quiso despedirse.
Lo que, decía, le sorprende a López, lo que casi le fascina, es la forma en que se busca racionalizar el acoso. Por una parte, los buenos modales: qué grosero que no saluda, que no quiere conversar, que no se deja inmiscuir en algo que no le interesa. Nietzsche se burlaba hace unos años de las buenas maneras, de las virtudes en simulacro: «Ahora se vuelve virtuoso para herir a los demás. No miréis demasiado hacia él». López se pregunta si es posible que alguien crea que hay obligación de buenos modales ante alguien que así, casual, amenaza con matarse si no se hace o dice lo que ella quiere. En segundo lugar, la apelación a la broma, como si el hecho de que algo le parezca gracioso a un grupo de personas, hiciera que ese algo se justifique moralmente, incluyendo el acoso. Es gracioso y por lo tanto es bueno. Finalmente, el silencio, porque ni la joven ni su cómplice bromista, ni el mismo López, tienen otra aproximación al tema que el silencio. Como si no hablar de lo que está pasando lograse que nada estuviera pasando.
Al llegar al silencio, López concluye que, en este caso, es una reiteración del stalking. Acaso una persona común, López mismo, empezaría por hablar, decir que lamenta las molestias causadas, qué caray, empecemos otra vez, permítame presentarme, etc. Pero ella calla. Es que nadie puede arrepentirse de su auténtica voluntad. Ahora que, si se tratase de alguien con conciencia tranquila, también hablaría: oiga López, que y no he hecho nada, usted exagera, está loco. Pero ella calla. El silencio concede, reitera, no hay disculpa ni malentendido. Es lo que es. Y como decía Schopenhauer: «tal como una persona es, así ha de obrar». Ella es sus acciones. Incluyendo el silencio.
Una última aclaración: si López pudo quedarse a evaluar, reflexionar y tarde o temprano pasar un buen rato con sus ex alumnos, es porque goza de todos los privilegios y ventajas posibles: investido de discutible autoridad docente, pero también con suficiente maña, experiencia y fuerza para apelar a la violencia como último recurso, o armar un escándalo, traer a la policía, echarse a correr. Después de todo, se trata de un lugar público, no hay armas a la vista y hasta ahora la única amenaza es un muy discutible suicidio, del que no podría hacerse responsable a López quien, acaso, debería pedir ayuda para la chica, pero eso constituiría una divulgación de información médica privilegiada y la ley lo prohíbe. Digresiones a parte, López concluye que en situaciones como esta, nadie puede ser juzgado por sus intenciones, pues las acciones realizadas son la prueba de la intención de realizarlas, la demostración de que se desea un mundo en que esa acción —y todas sus consecuencias— tengan lugar.
Ya a solas, López se pregunta cuántas personas que no poseen todos sus privilegios se enfrentan a los mismos hechos y salen bastante peor librados. Se imagina una maestra/o que espera a una chica o chico y la amenaza con suicidarse si no habla con ella o él. Se imagina que esos hipotéticos jóvenes llegan a una reunión y se encuentran con que alguien ha invitado a su acosador/a. Nada "grave", persona desconocida que le espera antes de clases y dice: si no me respondes, si no hablas conmigo, me mato. López se pregunta si el juicio social sería el mismo para todas las permutaciones de género y autoridad en los hechos. Opina que no debería haber variación de juicio ante conductas idénticas, todas deben ser moralmente reprobables, pero sabe también que el pensamiento actual no comparte su opinión.
López se pone del lado del pensamiento en boga y se imagina que se trata de una joven que ha sido perseguida y amenazada por su profesor. Y que al llegar a la reunión, los presentes y el propio stalker le reclaman a ella sus malos modales: qué grosera, qué maleducada, por qué no saluda a su stalker y no le habla. Acaso ella concede, saluda, charla. Así es como sucede siempre: parte broma, parte buenas maneras, parte silencio. López ha escuchado tantas historias que empiezan así y terminan en horror.
De manera que López, el profesor, llega a una reunión con sus viejos alumnos y agradece todos los privilegios que posee. Y le gustaría que todas las personas estuvieran protegidas, siempre, por esos mismos privilegios. Se decide a recomendar, en lo futuro, a todo el mundo, que mande a la mierda los buenos modales y apele a la majadería para largarse de cualquier sitio, negar el saludo, emprenderla a gritos, escándalo y todo el resto, cuando se encuentren ante una situación similar a la que él ha vivido estos meses. Invitar a todos a no olvidar que, como decía Schopenhauer: «como se desprende de la acción, una persona es así y no de otra manera».
Habría que educarnos así, para juzgar a las personas por sus actos y no por sus intenciones. Así estaremos enteramente justificados para rechazar en la medida necesaria y por todo lo alto, aquello que nos invade, lo que contradice aquello que la piel exige.
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