Bienaventurado el amoroso, porque todo lo espera: espera, hasta el último instante, la posibilidad del bien para el que está más perdido.‑Soren Kierkegaard
El otro día, por un arranque de nostalgia y masoquismo, quise ver de nuevo Lo imposible (2012), aquella peli sobre el tsunami que golpeó Tailandia. Festival de sufrimiento e incertidumbre que está asociado en mi memoria con Extremely Loud and Incredibly Close (2011). Creo que el impulso de visitar de nuevo esas historias se debe a una referencia leída al azar sobre The History of Love de Nicole Krauss. Esos dos filmes funcionan como ancla a un momento específico y largo de mi historia, en que todavía traía abierta la herida o el arma clavada en el alma. La herida sigue ahí, porque eso no pasa, pero por lo menos ya ha dejado de sangrar. Si tuviera que darle un nombre a esa herida, haría eco de Osamu Dazai y diría que era la de sentirme siempre indigno de ser humano, la costumbre sostenida de considerarme reprobable. En esa época, las tardes de fin de semana fueron siempre un bálsamo, mirando buen cine (y a veces también mal cine) en familia.
A veces resulta que algunas de esas películas no las vi en familia, ni por la tarde de fin de semana, o eso dice mi hermano, pero lo mismo da, porque la emoción y el bálsamo están en la memoria. El fantasma de la familia mirando The Impossible un fin de semana está ahí, lo mismo que las emociones que evocan historias como esa, emociones que están siempre vinculadas con las manos protectoras de papá y mamá. A primera vista Lo imposible y Tan fuerte y tan cerca tinen pocos puntos en común, pero la palabra puede igualarlo todo, basta con crear una categoría suficientemente abstracta. Creo que ambos filmes tratan sobre la desaparición y la búsqueda de personas queridas. Quizá la medida del amor es la pérdida, pero su condición de subsistencia es la espera. Quizá.
En Lo imposible, que vi hace un par de semanas, la desgracia colectiva e inevitable causa desaparición y ausencia. La enorme ola no sólo deja destrucción a su paso, sino también el eco sordo de un vacío que no puede llenarse porque ninguna palabra es bastante para hacerle frente. Hay incertidumbre, hay angustia. El saber y la representación quedan anulados por completo ante un silencio así. Las personas ausentes están y no están y ese no-saber que las rodea es una señal paradójica que significa, simultáneamente, vida, muerte, y todos los intersticios que van de una a otra. La incertidumbre es el espacio de la verdadera fe, su tierra fértil, su condición de posibilidad. Los casos de esos filmes son extremos, pero la lección también funciona para la vida cotidiana: los amigos de juegos en línea que de pronto dejan de conectarse un día, los pen pals de antaño, las personas queridas que viven en algún sitio distante y cuyos correos electrónicos o mensajes instantáneos dejan de llegar sin explicación ni preámbulo, los perfiles de redes sociales que se borran sin despedida. Desaparecen y uno ya no tiene manera de buscarles, pero espera. Espera siempre. Y ahí surge la fe.
Quiero pensar en la fe como una elección. Uno tiene que elegir cómo vivirá en presencia de esa duda, de esa incertidumbre. Y tiene que elegir sin asideros, justificaciones ni excusas. Me pongo un tanto kierkergaardiano, pero pido paciencia. A veces uno cree que el silencio es evidencia de la nada, manifestación de la muerte, certeza de un desprecio o un abandono tan cruel que ni siquiera deja lugar para la despedida. Hay a quien esto le parece evidente, pero olvida que es lo que elige creer, pues el silencio no es señal alguna, es vacío que atrae, pero nunca sustancia. Otras veces, uno cree que la desaparición es mera circunstancia, una ausencia accidental de duración indeterminada a la que seguirá la presencia como sigue el sol a la noche. Una ausencia no es desaparición, y los ausentes siempre vuelven. En ese caso el silencio tampoco es evidencia porque la muerte, el desprecio, la aniquilación y cualquier otro hecho, deben probar su existencia. Esta postura también es una elección y una fe: porque la vida, el afecto y la existencia misma también deben probarse.
Así, los desaparecidos del tsunami están vivos y muertos hasta en tanto no se pruebe lo contrario; su continuada existencia en el corazón que les espera depende únicamente de la elección quien ama y espera. En el mismo sentido, el amor es puro hasta en tanto se demuestre la traición de forma irrefutable. Pero también el opuesto es verdadero: la traición está consumada hasta en tanto no se haya probado la fidelidad más allá de toda duda. Cuando lo piensa uno con calma, ninguna de esas pruebas fehacientes e incontestables puede darse, ni siquiera son pensables en lo concreto, son meras abstracciones falsas. Y nos devuelven al mundo de la fe. Elegimos y creemos aquello en lo que elegimos con independencia total de cualquier evidencia, porque la evidencia nada prueba: el silencio y la ausencia son sólo el abismo de la infinita posibilidad.
Hace nueve o diez años, mientras miraba aquellas dos películas ‑en familia o no, porque la memoria tampoco es evidencia indiscutible, monsieur Pyotr Bålsäck‑ todavía era incapaz de comprender esto que ahora veo tan claro. Sin embargo, la experiencia hacía de éste, un problema central para mi existencia, acaso una de las determinaciones esenciales que me han hecho llegar a ser quien soy. Era necesario que yo explorase el vértigo de la desaparición o de la ausencia hasta la náusea y por eso las historias que ahora recuerdo se me quedaron bien presentes en el corazón y en la memoria emocional. Hoy día, sigo sin estar seguro de haber entendido bien a vida y las ausencias, pero el dolor que me embargó la otra noche mientras veía Lo imposible fue distinto al tan acostumbrado dolor de aquella herida que no sanaba. Más bien algo de nostalgia por aquella arma, la herida que causó y por su dolor. Ya no sentía la acuciante pena de los personajes y la de cada persona que pasó por aquella tragedia, pero la recordaba, sabía que un día volverá a ser mi turno.
Al final todo escrito es una carta encubierta. Sabes que cada letra de esta reflexión lleva tu nombre, Lejana. Y ahora has de saber que todos los días emprendo esa batalla que describía Kierkegaard, en defensa del amor y la memoria: “El recuerdo amoroso […] tiene que defenderse contra la realidad circundante, no sea que ésta, gracias a impresiones siempre nuevas, consiga poder absoluto para aniquilar el recuerdo. Y tiene que defenderse del tiempo. En una palabra, uno tiene que defender su libertad de recordar contra aquello que pretende compelerlo a que olvide”. Lo mismo da el silencio y tu desaparición. Porque en mi espera te llevo y te salvo. Siempre.
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