martes, agosto 31, 2021

Postales de la pereza

 

 

 

Existe una clase de personas muertas en vida, vulgares, que apenas son conscientes de estar vivos si no ejercen alguna ocupación convencional. Llevaos a esos tipos al campo o subidlos a un barco, y veréis como anhelan su escritorio o su despacho. No tienen ninguna curiosidad, no pueden entregarse a estímulos azarosos, no disfrutan con el ejercicio de sus facultades por el mero placer de hacerlo y, a no ser que la Necesidad la emprenda a palos con ellos, incluso se quedarán quietos.
—R. L. Stevenson. Apología de la pereza.


Trabajo de manera casi ininterrumpida desde los dieciocho años. Un par de enfermedades graves y algunos meses entre trabajos a principios de mis veintes, cuando todavía era estudiante, fueron mis únicos períodos de desempleo. A veces suena como el relato de una vida afortunada, a la que nunca le ha faltado salario. Otras veces me parece una condena, un menoscabo, habiendo tantas cosas maravillosas que puede uno hacer con el tiempo libre. Dejo para el final la posibilidad más horrible: que se trate de un escape porque muy en el fondo, no soy más que uno de esos tipos muertos en vida de los que habla Stevenson, que no saben estar lejos del escritorio y las órdenes y la rutina.

        De acuerdo con Marcuse, quien parece estar de acuerdo con Stevenson «La necesidad de trabajar es un síntoma neurótico. Es una tarea. Es un intento de hacer que uno mismo se sienta valioso inclusive cuando no hay ninguna necesidad particular de que uno trabaje». Así que la situación excepcional de las últimas dos semanas, que estuve desempleado, me han dado para reflexionar sobre si estoy o no neurótico o muerto en vida... Al final creo que soy un tipo normal, que tiene que trabajar, porque le gusta comprar libros, porque tiene que conseguirles espacio a esos pequeños huérfanos de papel y tinta. Comparto unas postales del camino.
 
 
—Ojalá estuviera ahí disfrutando de una vida desocupada—
 
 
 
 
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Una tarde, encuentro la vida misma al visitar la librería sin prisas, sin tener que llegar o volver a la oficina. Ese gusto de mis años de estudiante en que al salir de la facultad me paseaba por todas las librerías de ocasión del barrio universitario. Esas librerías fueron desapareciendo poco a poco hasta que abrió la del Gato Literato, heredera de esa tradición, del espíritu del 99 y de incontables volúmenes. Que no se agote el elogio de espacios así, donde uno encuentra libros, amistades y bienvenida. Unas chelas, un vino, un café. Cosas que parecen imposibles cuando uno está encadenado al escritorio.


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Ánimas por la notoria determinación  de mirar por primera vez a una persona, conocerla y sentir que el mundo entero se detiene. Sound of the drums / Beating in my heart / The thunder of guns. No sé si es cosa de tener tiempo y vida libre para salir del mismo edificio y el mismo rumbo de toda la vida. Pero de pronto un rostro llama a tus ojos. Es imposible apartar la mirada, como si la gravedad del sitio y de la vida misma hubiese cambiado su centro. Un vacío de aire. Estamos experimentando una pérdida de presión en la cabina. Es preciso asumir posiciones de impacto. La última vez que pasó algo así, acabaste suicida.... Thunderstruck. Una charla, un espacio compartido. Y soñar y pensar y esperar. Acaso, quizá, ojalá volveremos a vernos. Still she haunts me, phantomwise.

 
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El hogar es un monstruo que requiere atención constante y minuciosa para una infinidad de aspectos que uno sólo es capaz de ignorar porque lleva prisa para llegar al trabajo. Porque tiene que privilegiar lo absolutamente impostergable e ignorar cada desperfecto hasta que no caiga dentro de esa categoría que no admite excusa. El hogar es por eso mismo un gusto que no acaba: siempre hay algo qué hacer, siempre puede arreglarse un poco más acorde con el gusto y la comodidad, siempre hay un detalle extra para hacerlo más propio, habitarlo mejor. Ese estado mental sólo es posible cuando otras preocupaciones, como las horas de tráfico, las prisas, el cansancio, han desaparecido.

 
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Los encuentros sin planeación ni horario fijo. Sean virtuales o presenciales, esa despreocupación les da un gusto distinto, una libertad, son encuentros que no están mutilados por la necesidad de volver, de llegar a tiempo, de contar las horas de sueño como un barómetro para el sufrimiento oficinesco al día siguiente.

 
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Una caminata larga a solas o en buena compañía, casi como una postal. Se puede perfectamente pasar la tarde caminando bajo un cielo cubierto de nubes. Pensando en nada, charlando, planeando el próximo capítulo, un cuento, un ensayo, una investigación nueva.

 
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Leer, por supuesto, como no has leído en años. Sin fijarte en el reloj, hasta donde den el cuerpo, o la mente, o la trama de la novela. Leer con un café, un vino o nada. Leer libremente porque hay tiempo para todo. Porque el tiempo es largo.

 
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El asombro, la gratitud, al escuchar esa voz que te dice, al otro lado de la línea, de forma inesperada y azarosa, que es hora de volver a pensarlo todo, porque hay una oportunidad de trabajo...

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