A cualquier observador imparcial le resulta evidente que el individuo humano no puede ser feliz, que no ha sido concebido en absoluto para la felicidad, y que su único destino posible es propagar la desgracia a su alrededor, haciendo que la vida de los demás sea tan intolerable como la suya
—Michel Houellebecq. La posibilidad de una isla.
Cuando empezó la cuarentena, uno de los primeros libros que me vinieron a la mente como lectura de ocasión fue La posibilidad de una isla. Reduciendo al máximo, puede decirse que trata sobre el sufrimiento inherente a las relaciones humanas. Con tono depresivo de corte schopenhaueriano, explica la miseria de nuestra condición y lo doloroso de las distancias como consecuencia directa de las condiciones biológicas de nuestra existencia. Somos animales destinados a desear el contacto, a tener hambre de cariño y a buscarnos unos a otros porque creemos encontrar la justificación de la existencia ahí donde nos entrelazamos emocionalmente. Vana ilusión. El contacto es la fuga por donde la muerte nos inunda.
Algo similar opinaba Agustín de Hipona cuando escribió que la vida se vuelve insoportable cuando se recuerdan sus circunstancias: el deseo y la finitud. Así, en tanto máquinas deseantes perdemos la vida en el esfuerzo de saber querer aquello que podemos. A largo plazo, el empeño resulta ridículo porque la vida es finita y ninguna satisfacción es duradera ni plena. El amor uxorio es tortura porque uno ama aquello que perecerá. Cuanto más profundo el apego, más amarga la condena. La posibilidad de una isla nos presenta un mundo en que estas dos circunstancias ya no determinan la vida: los neohumanos descubrieron la inmortalidad casi por accidente y superan poco a poco la concupiscencia, empezando por el deseo de contacto. En sucesivas y recurrentes existencias, superan la necesidad de la caricia y la presencia.
Para cuando la novela comienza, el contacto entre los inmortales se limita a mensajes electrónicos: imágenes, palabras, ocasionalmente una videollamada. Algo similar a lo que nos ocurre a quienes tenemos la fortuna de poder quedarnos en casa y tenemos suficiente miedo para no arriesgarnos abriéndole la puerta a nadie. Estamos aprendiendo a no desearnos. Por lo menos aspiramos a superar la necesidad de la presencia, sustituyéndola con intermediarios electrónicos, otorgándole cada vez más importancia al simulacro de compañía.
No es un fenómeno del todo nuevo. Así por ejemplo, cuando esta bitácora era joven y yo leía por primera vez a Houellebecq, los bloggers establecíamos misteriosas amistades a distancia. Era excepcional reunirse en vivo, verse las caras, o conocernos más allá de minúsculas y borrosas fotografías de perfil. La mayor parte de esas amistades han desaparecido, no como personas, sino porque este medio de comunicación ya parece anticuado. Incluso hay que confesar algún narcisismo en la expectativa implícita de que alguien emplee su tiempo en leer estos largos mensajes que arrojamos al internet como tantas botellas al mar.
Lo importante es que en aquél entonces, cuando todo el mundo tenía y leía blogs, nos sentíamos acompañados al leer esas largas disquisiciones sobre anagnórisis ajenas. Hay algo en la escritura cuidada y reflexiva que —por lo menos para los de mi generación— construye una paradójica emoción de cercanía en la distancia. El mismo principio que mueve a los novelistas y que durante siglos dio sentido a la hoy anacrónica costumbre de escribir cartas a mano y depositarlas en el correo. Seguimos siendo animales ceremoniales para quienes el significado de un mensaje está compuesto también por sus rituales.
A veces ocurre, sin embargo, que el acto desborda al ritual y anula todo sentido. Kundera ironiza al respecto en el famoso episodio de la gran marcha en La insoportable levedad del ser. Personas que se pierden en la euforia y la concupiscencia del mero decir o hacer privado de sentido. Dominados por el hedonismo de ser actuantes. Cuando sentirme cantar, marchar o decir es más importante que aquello y a quienes se canta, marcha o dice, las cosas se tuercen.
En aquél entonces, ni Houellebecq con todo su pesimismo se imaginó que llegaríamos a esta forma de usar los medios de contacto para simular ya no sólo presencia, sino también comunicación. Sus neohumanos intercambian opiniones y reflexionan sobre la vida mientras esperan su muerte y la llegada de los Futuros. Profundizan en la condición de quienes les antecedieron, construyen la posibilidad de quienes han de seguirlos y es desde esa introspección que los abisma que puede surgir el final inolvidable de la novela, esa mezcla de esperanza y desesperación que es la condición humana. Puede resumirse en aquella súplica de Agustín de Hipona: «exaudi et responde et respice et vide et miserere et sana me, in cuius oculis mihi quaestio factus sum». Me encanta cómo suena en latín, pero va también en español: Escúchame, respóndeme, vuelve tu mirada, mírame, compadéceme y sáname, tú en cuyos ojos estoy hecho un enigma. Es esta caricia espiritual lo que santifica a la palabra ausente.
Cuando nos escribimos, nos hablamos y nos buscamos llegamos a ser enigma a ojos de los demás. Al escribir cartas, novelas y poemas nos reconocemos mutuamente enfermos, necesitados de otra mirada compasiva sobre nuestra propia miseria. A Houellebecq no se le ocurrió que llegaría un día en que la palabra dejara de producir este enigma de insinuación. Acaso ese punto ciego es lo que le permite crear un inusitado final ambivalente, casi esperanzado que contradice un tanto su estilo.
Al terminar la novela me pregunto cuándo fue la última vez que encontré en la red un mensaje in cuius oculis mihi quaestio factus sum. De esos que, como le decía a una muy querida amiga hace unos días, nos revelan ante nosotros mismos. Imagino a Daniel25 enviándole a Marie23 (a la comunidad neohumana entera, da lo mismo) una denuncia de herejía ideológica, un señalamiento de odio, una imagen de excesivo orgullo por la posesión de algún objeto material o, ya de plano, invitándola al reto de publicar portadas de libros, películas, discos, sin hablar de sus emociones, sus experiencias, sus enigmas al desdoblarse en esos espejos que son arte. Así se destruye la posibilidad toda y cualquier isla. Es que la palabra sin súplica de comprensión, la palabra sin caricia que busque al otro en la distancia deviene en epitafio de la humanidad.
¿Ese poema en francés? Dice algo así, según Encarna Castejón, traductora de la edición de Alfaguara: «No hay amor / (No de verdad, no lo bastante) / Vivimos sin socorro, / Morimos desamparados. // El llamamiento a la piedad / Resuena en el vacío, / Tenemos los cuerpos tullidos / Y nuestras carnes siguen hambrientas // Desvanecidas las promesas / De un cuerpo adolescente, / Pasamos a una media luz / Donde nada nos aguarda // Más que el vano recuerdo / De nuestros días pasados / Un sobresalto de odio / Y cruda desesperación».
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