―Köln Hauptbahnhof― El viaje termina aquí, con uno de los traslados más peculiares y poéticos que he vivido. Para matar el tiempo hasta la madrugada, cuando partía el avión de Frankfurt y empezaba el regreso a México, hice una buena travesía ferroviaria. Conocí las líneas secundarias de Bélgica antes de llegar a Colonia (Köln). Utilicé un tren sacado de película de los treintas que atravesó muchas ciudades hermosas y mál iluminadas . Ya en Alemania, el tren de doble p iso y primera clase, me hizo pensar en esa convivencia deliciosa de tiempos distintos en el Viejo Continente.
Pasé las úlitmas horas de la noche en el aeropuerto de Frankfurt, vagando como tantos otros fantasmas del no lugar, esperando que dieran las cinco de la mañana para iniciar el abordaje. No puedo evitar sonreír cada vez que pienso en el abordaje de una aeronave. Siento que me falta el parche en el ojo.
―Frankfurt am Main― Tras unas cuantas horas de vuelo, aterrizamos en Madrid. La escala para cambiar de avión y cruzar el océano duró apenas lo suficiente para hacer una visita al centro y revivir la primera imágen que tuve de Europa hace ya más de un año, la Puerta del Sol. Con el tiempo contado, me apresuré a la librería para descubrir que tampoco en España, nuestra metrópoli editorial, editan ya "Solal" de Albert Cohen. Ahogué mis penas con el segundo tomo de Genji Monogatari en la edición de Siruela. Después, con libro bajo el brazo, el desayuno en la Mallorquina compuesto de café con leche, un bocadillo de jamón y una deliciosa palmera de chocolate.
Ese desayuno tiene un valor especial. La Mallorquina fue una recomendación de Laura y Omar quienes, además de ser feliz pareja y verdaderos amigos, de los que no hay más que un par en la vida, vivieron un buen rato en Puerta del Sol. Además, y como puede apreciarse en la fotografía, fue también la primera imágen de Europa; lo primero que vi al terminar el transporte aéreo y subterráneo una helada madrigada de Febrero de dos mil seis. (Puede verse el anuncio de la Mallorquina en letras verdes sobre un fondo dorado en el centro de la parte inferior de la imágen, junto a la cabeza de un madrileño bastante chistoso).
―Primera Impresión de Europa―
Volví al aeropuerto justo a tiempo para abordar el avión de Aeroméxico y las trece horas de vuelo que terminaron de traerme a casa, me parecieron eternas. Yo soy el pasajero al que siempre se ve caminando por los pasillos cocmo si pensara en algo serio y grave. Soy el pasajero que se sienta en el suelo, cerca del compartimiento de las azafatas, para tener más a mano el agua, el alimento y la posibilidad de estirar las piernas como le de su maldita gana. Lástima que en este vuelo no tardó en popularizarse mi idea y terminaron por mandarnos a todos a la incomodidad de nuestros asientos. Soy quien se come todo lo que ofrece el servicio, incluso lo del vecino si este se descuida. Soy el loco que carga tres libros en el avión porque sabe que trece horas bastan para leer dos y medio. Lo cierto es que las horas eternas son, para mí, sencillas de matar y con un poco de vino puedo hacer fiesta, por lo menos, en tres de ellas.
Y para todos los que se preguntan qué pasó con mi compañía de viaje, he aquí el desenlace. Pasó trece horas sentada a mi lado en el avión, enojada y en silencio. Desde entonces no he vuelto a verla; nuestra amistad es rara, sin embargo, volveremos a tolerarnos alguna vez.
En el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, evité todo el tradicional calvario. Me apresuré, casi corriendo, a salir del avión para no hacer cola en la aduana y el destino me bendijo poniendo mis maletas de las primeras en el carrousel. Creo que funcionó mi truco de documentar lo más tarde posible para que quedaran las primeras al salir. Tomé un taxi del aeropuerto y el taxista, una vez que subió mis maletas y me abrió la puerta, me pidió el boletito. ¿Cuál?, le pregunté. Resulta que tenía que comprar un boleto antes pues existe un sistema especial para evitar que la gente robe taxi metiéndose en la fila. Pues sí, resulta que también soy el pasajero que quiebra el orden para tomar taxi. Gracias a todos los atropellos que cometí, llegué a casa, junto a mi familia, una hora después de haber aterrizado.
Me esperaban con quesadillas y un pambazo del changarro de la esquina. Estaba en casa y la Navidad me había esperado. Ese tres de Enero intercambiamos regalos, brindamos, reímos y cenamos juntos.
Después, Laura, Mariana, Pia, Omar, Manuel, el Sr. Miranda, el Dr. Callejas, Miguel y Circe, me recibieron en distintos días con un abrazo que me hace pensar en la estatua de los Hospitalarios en Brujas.
He releído el diario de viaje a la par que me reunía con todas las personas que me estaban esperando y a quienes sabía que volvería. Vuelvo de esa especie de limbo o libertad extraordinaria que significa el viaje. Regreso también más limpio, más tranquilo. Quizá al fin me he apartado de todo lo que masacró el feliz regreso la vez pasada. Empiezo a entender que todo va de la mano, que es natural y que no es una cuestión de decisiones sino de realidad, como dijo Laura al pensar en el Coliseo. Es parte de nuestra naturaleza, es parte de la vida. Hay que asumirse.
El Hogar no es sólo la esperanza que me acompañó a lo largo del viaje; también es cada uno de estos reencuentros, cada sonrisa y cada charla. El hogar es el fragmento de todos ustedes, amigos, familia, amor, que llevo en mí. Gracias por ser mi fortaleza.
Por último, la frase que explica todo, cortesía de Petronio:
"Yo he vivido siempre y en todas partes de tal modo, que consumí
cada uno de los días que pasaban como si no hubiera de volver".
"Ego sic semper et ubique visi, ut ultimam quamque lucem tanquam
non redituram consumerem".
―El Viajero (sigue sin saber vivir)― Miércoles, 28 de Marzo de 2007
12:20 Hrs.