"
À la mystérieuse"
En este pequeño mundo, la deformación es la premisa. La llevamos en nuestro cuerpo, al igual que los indios llevaban en la cabeza las plumas que indicaban la tribu a la que pertenecían. Vivimos en silencio para no herirnos los unos a los otros.—Haruki Murakami. Norwegian Wood.
Hace un mes, el 31, terminé de leer Tokio blues de Murakami por segunda vez. Me decidí a visitarla de nuevo porque se la compartí a alguien importante. Como regalo no es gran cosa y hasta parece raro regalar un libro tan íntimo sobre la muerte y con tanta muerte al rededor. En algún modo es por eso que volví a la novela ahora, dieciséis años después de encontrármela en Madrid, con la sospecha fundada de que la vida estaba a punto de descarrilarse.
Me recuerdo en el asiento del avión que me regresaría a casa, leyendo la última línea. Hay algo en ese final que me sigue moviendo aun ahora. Es un tipo cuya vida se ha convertido en una trampa, que lleva no sé cuánto tiempo caminando al rededor de su naufragio, de los restos del incendio que es su existencia. Un tipo con todo el futuro por delante, pero ya sin una vida por construir, un tipo dañado y anormal. Un tipo solo y que, sin esperanza, alcanza el teléfono como salvavidas. Acaso una voz al otro lado, como le deseaba Ernesto Cardenal a Norma Jeane.
Mi relación con esta novela es muy similar a la que alguien me contó respecto de otro libro: lecturas encontradas por casualidad en el aeropuerto, que leímos de golpe y nos dejaron sintiéndonos anacrónicos, viejos. Le doy vueltas a la idea y pienso en una persona mayor, tan mayor que hace mucho no se acuerda lo que es moverse. Si, por la razón que fuera, recibiera un cuerpo joven, ¿sería capaz de recordar para qué sirve? Los personajes de Murakami son algo así: incapaces de recordar cómo funciona la normalidad. Como la canción que le da título a la novela: una casa sin sillas, una tina como cama. La experiencia es más común de lo que parece: todos somos personas que saben lo que debería haber pero no lo encuentran. Personas que se comportan de formas oblicuas respecto de los objetos o las circunstancias. Pero encontrar a una persona con el mismo comportamiento inconsistente que el propio, eso ya es otra cosa.
Aquí todos estamos deformes o heridos o anormales. Hablamos otro idioma y basta. Aquí todos estamos conscientes de que llevamos en el rostro una máscara de normalidad y por debajo de esa máscara todo duele. Duele lo indecible, la incapacidad misma de explicar que duele. Así se vuelve milagroso encontrar una persona, o un libro para el caso, que comparta el temor de la desesperación perpetua y del instante. Si el otro es siempre nuestro espejo, eso significa que el consuelo es también reiteración de la pena y de la nada. Nada nos acerca al otro como la herida. Y este largo morir que es estar a medias vivo.
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