jueves, diciembre 30, 2021

Consuelo y consejo

To insist on truth from temptation is insisting on too much; the temptation is a deceiver and a liar, who certainly guards against speaking the truth because its power is precisely untruth.
—Søren Kierkegaard. The High Priest.
 
Leyendo a Kierkegaard, como ya es costumbre, me encuentro un argumento prístino y desestabilizador: la tentación es mentira en abstracto y no puede saberse nada verdadero sobre ella sino hasta haberla resistido. La tentación es, en este contexto todo lo que podríamos elegir que nos aparta de ser quienes somos. Por eso, opina Kierkegaard, nadie puede ponerse en nuestro lugar ante las tribulaciones, porque cada uno de nosotros experimenta y resiste en modos distintos.

     Me pregunto en qué consiste “resistir” a una tentación. Apartémonos de lo sacro y pensemos en la tentación de fugarse sin pagar una deuda entre amigos, sin duda resiste quien siente ese deseo y no actúa en consecuencia. Pero también hay resistencia cuando, después de perpetrado el robo sin consecuencias, el sujeto elige resarcir el daño y hacer las paces. Resiste el vicio quien nunca prueba el alcohol, pero hay también resistencia cuando habiendo caído plenamente en la dependencia, se le resiste y abandona. El punto, desde Nietzsche, es que nadie puede elegirse a sí mismo, si no conoce otro modo de existencia. El puro no elige ser quien es, puesto que no se conoce a sí mismo en degradación. En ese sentido sólo se conoce la tentación, tras haberla resistido. ¿Quién resiste y quién elige entonces? ¿Quien cae y conoce la mentira, el viso seductor y placentero de todo lo dañino? ¿O quien no cae nunca porque desde la inocencia, cree y por ningún motivo elige no probar el fruto prohibido?

     El punto es acaso muy teórico y muy etéreo. Prefiero bajarlo del cielo y aterrizarlo: ¿Con quién preferiría uno hablar para recibir consuelo o consejo en el momento de la caída o de la tentación? Una persona, que podría ser yo mismo, “cae” en la “tentación” de no ser fiel a sí mismo. Alcohólico, por ejemplo. O estudia una carrera que no le hace feliz. O encerrado en un matrimonio con violencia. O aferrado a un trabajo que paga bien, pero anestesia el espíritu. ¿Qué clase de persona estaría mejor calificada para darle un buen consejo o, en su caso, palabras de aliento y consuelo?
 
     El inocente será prueba viviente de que es posible vivir sin caer, que ese acto en particular no es en sentido alguno necesario y, por lo tanto, no es digno de considerarse una determinación existencial. Sin embargo, su testimonio es parcial, es inocente porque todavía no cae. Ningún vivo es prueba de la totalidad de su experiencia posible. Por otro lado, el caído que ha logrado redimirse, será prueba de que es posible levantarse, renunciar, elegir de nuevo. Pero su esperanza es igual de ilusoria, pues su vida tampoco ha terminado y es imposible saber si su renacimiento es definitivo o una tregua pasajera en medio de una determinación existencial irrevocable.
 
     Los dos testimonios se revelan absurdos, parciales. Acaso no hay manera racional de justificar por qué debe uno preferir uno u otro discurso. Emocionalmente, sin embargo, sigo prefiriendo el consuelo y el consejo del caído. Acaso porque yo mismo soy caído, porque la idea de una persona inocente me parece tan quimérica como el hipogrifo.
 
—Valjean, Bienvenu y los candelabros de palta—
 
Como siempre, puedo recurrir a Los Miserables para aclarar el punto: Jean Valjean no empieza a ser él mismo sino hasta después de hablar con monseñor Bienvenu. Aunque después del encuentro con el obispo roba la moneda al pequeño Gervais, parece que son el consejo y el consuelo del obispo lo que le hace entender lo inadmisible de su acción. Poco sabemos, sin embargo, del buen hombre. Se dice que pasó la primera parte de su vida entregado al mundo y la galantería. Que estuvo casado y su esposa murió. Que vino la revolución y en algo estuvo inmiscuido. Que huyó a Italia y que al volver era cura... y bueno. En los intersticios de esa historia hay mucho espacio para especular sobre sus relaciones con el mundo, la tentación y el arrepentimiento. Parece un hombre que lo ha vivido todo. Y por eso, porque ha caído y se ha levantado más de una vez, es capaz de decirle a Valjean: «Ya no perteneces al mal. Es tu alma lo que compro; la retiro del pensamiento oscuro y del espíritu de la perdición y se la entrego a Dios».

     ¿Es posible que alguien que no conoce el camino sea guía para los demás? Y, para seguir a Kierkegaard, ¿se debe el cambio en Valjean a su maestro? ¿O es Valjean quien se escoge a sí mismo? Lo cierto es que para Valjean, el buen monseñor Bienvenu es una interrogante, un salto de fe, que por ningún motivo y sin justificación de experiencia ni razón, elige perdonarlo y apostar lo poco que tiene a un Valjean que resista. Y ese acto de fe, parece suficiente para que Valjean, a su vez, crea que puede ser de otra manera, que no está destinado a ser el autómata que robó la moneda de cuarenta sous.
 
—El pequeño Gervais y Jean Valjean—
 
Y ahí tiene uno la respuesta. La historia, la experiencia o la vida de quien da consejo o consuela es absolutamente indiferente. El único factor determinante es que seamos capaces de reconocer la fe en sus palabras y sus actos, que seamos capaces de asumir la amorosa intención en su obsequio. El consuelo sólo surte efecto si creemos en él, el consejo sólo vale la pena si creemos.

You who sympathize, show your genuine sympathy by not claiming to be able to put yourself completely in the other person's place; and you who suffer, show your genuine discretion by not claiming the impossible from the other.
—Søren Kierkegaard. The High Priest.