lunes, mayo 31, 2021

Dolor y ética


Cuando te miro, veo algo semejante a mí. Tu rostro suplanta el mío mientras hablamos. No puedo ver mi propio rostro.

—Hustvedt, Siri. En la consulta.


En las últimas semanas, he estado pasando en limpio los fragmentarios pero numerosos recuerdos que tengo del accidente que sufrí hace dos años, de la recuperación y sus secuelas. En aquellos tiempos en que andaba manco y escribía memorias de manco, me puse a leer La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres de Siri Hustvedt, una colección heterogénea de ensayos muy interesantes que produjo situaciones peculiares con distinguidas personas de la academia que consideraban que un hombre no podía, no debía tener ese libro entre las manos, ya no digamos, ponerse a leerlo. Con independencia de ese peculiar sectarismo y su discutible justificación, las reflexiones de Hustvedt me ayudaron a comprender sensaciones nuevas derivadas del accidente, proceso importantísimo, pues «la forma en que se cuenta la historia de una enfermedad determina de forma decisiva cómo se vive» (Hustvedt : 2017, 376).

 

 

Por principio, me encantó compartir con la autora la obsesión kierkergaardiana. Además, en cada ensayo hay amplio espacio para la reflexión. Así por ejemplo Convertirse en otro me dio para darle otra vuelta a la ética de la compasión en Schopenhauer, una de las pocas posturas éticas que no pueden reducirse al egoísmo. Hustvedt asevera que «La investigación ha descubierto que los sinéstetas del tacto-espejo son más vulnerables a los límites imprecisos entre Yo y otro o a los cambios de identidad, y sienten más empatía por los otros. Ninguno de estos resultados parecen extraordinarios, pero es esencial entender que la ciencia no se libra de los marcos culturales, que su comprensión del cuerpo también se interpreta de acuerdo con ideas normativas» (Hustvedt : 2017, 239). De lo cual se deduce que si las percepciones se interpretan o se viven según ideas normativas o marcos culturales, contrario a la que opina Schopenhauer, no existe ninguna causalidad que vincule a la compasión con la empatía. La ética más convincente que he leído se tambalea.

 

       Durante las semanas que siguieron al accidente sentí algo que llamaré sinestesia exacerbada ante el dolor ajeno. Bastaba que una persona se diera un ligero golpe de paso contra la mesa, que sufriera un tropiezo o que llevase un moretón sobre la piel para que yo sintiera un escalofrío de dolor recorriéndome todo el cuerpo. Situación que contrastaba de manera escandalosa con el hecho de que apenas tuve dolores en el accidente y en la recuperación. Es decir que, por algún proceso consciente o no, suponer o adivinar un dolor ajeno sustituyó con creces la ausencia de lo que yo creí que debió haberme dolido mucho. Mi mente me hacía pagar una deuda de dolor. Lo recibí gustoso como una forma de entrenarme en la empatía. Hay que creer en el dolor ajeno. Pero también entendí que ese tipo de sensaciones explicaría el comportamiento de las personas que, antes que prestar ayuda a un accidentado, se desmayan de terror. Es decir, se apartan por compasión, por dolor compartido. He ahí cómo la compasión sólo lleva a la ética bajo algunos presupuestos culturales. Bajo otras determinaciones, la misma sensación no lleva a la dulzura sino al aislamiento, a la soledad o a la indiferencia fingida.

 

       El sistema de espejo hace presente en nuestra conciencia el sufrimiento de otras personas, sea que ese sufrimiento exista o sea imaginado por nosotros. Debido a un juego neuronal, a una determinación mecanicista, sentimos o imaginamos que sentimos en carne propia lo que sufre el otro. Cualquier otro. El sujeto ideal intentará mitigar ese dolor con algo de egoísmo: aliviar al otro es aliviarse a sí mismo. Pero hay una manera más directa, más sencilla: la persona sinésteta se aparta de los demás. Bastante tiene con su dolor como para, encima, vivir el de los demás. En este último caso, la empatía o compasión exasperada se vuelve contra sí misma, se convierte en pretexto para el aislamiento que, en cierta medida, causa también sufrimiento. Se huye del dolor hacia el dolor. Si dar consuelo es también recibirlo, negarlo implica hacernos daño. Supongo. Y volvemos a la molicie del egoísmo