Para que una persona pueda recibir la sabiduría ajena, antes tiene que pensar por sí misma.
—Lev Tolstoi. El camino de la vida.
Empecé a usar lentes por culpa de Tolstoi. Fue allá en 2001, porque me atreví a leer Guerra y paz. Le compré la novela a un vendedor callejero del barrio universitario por veinticinco pesos. Editada en 1977 y con 879 páginas encima, era parte de la Biblioteca Sopena, en donde a precios populares, se editaban obras maestras en formato de bolsillo. En el caso de Guerra y paz, la noble aspiración resultó frustrada porque, para encerrar en ese pequeño formato al leviatán literario, emplearon la letra más pequeña que haya visto en un libro. Dolorosa y afortunada situación: tenía en mis manos una obra maestra indiscutible, al alcance de mi salario de estudiante, pero era casi ilegible. Así y todo, lo leí por todas partes, lo mismo en vagones del metro que en salones de clase. Tardé casi cuatro meses en terminar.
Era de esperarse que leer una letra tan pequeña y apretada en camiones y vagones terminara por agotarme la vista. Cerré la novela y de ahí al oculista. Sin embargo, recuerdo aquella tarde en que terminé Guerra y paz con mucho cariño, con emoción y nostalgia. La novela era maravillosa y cada minuto invertido, así como la degradación visual, valió la pena. Lo trágico es que si en este momento me preguntasen de qué trata la novela, por qué tanto amor y tanta nostalgia, sería incapaz de decir algo sobre la trama. Acaso diría: va de la invasión napoleónica, hay príncipes, soldados y chicas que los aman o los sufren. Me parece interesante que una experiencia tan importante y central, se encuentre, al mismo tiempo, cercada de olvido.
Acaso mi incapacidad de reducir esa obra a una descripción que pueda recordar tiene algo que ver con la infinitud de sus propuestas. Sin descartar mi mala memoria, mi juventud al leerla, mi incapacidad de entenderla en todas sus dimensiones. Tolstoi es uno y es muchos, él es su corriente y su canon. Creo que no se encontraría a gusto reducido a una postura uniforme, sino que, como proponía Nietzsche, avanzaba en el camino a fuerza de traiciones. Quería llegar a ser él mismo. Lo que se puede decir sobre Anna Karenina no ayuda mucho a entender novelas como Resurrección o escritos tan personales como Confesión. Tolstoi representa el cambio de vida y pensamiento constante, un anhelo de exploración perpetua desde el desencanto y la desilusión. Si alguna certeza ofrece es la de que cuando uno piensa o siente que al fin ha llegado a la meta, es precisamente cuando más lejos se encuentra de ella.
—Tolstoi a los 20 años—
Recién leí El camino de la vida. Acantilado la mercadeó como la primera traducción al castellano de la última gran obra de Tolstoi. En esta obra de corte más bien filosófico, Tolstoi nos ofrece una colección de máximas y pensamientos para meditar y ayudar a la plenitud en la vida. Escrita al final de su vida, es también una forma de explicarnos por qué escribía las obras que escribía. Se nos aparece un autor como lector que transitaba por las corrientes de pensamiento más variadas y complejas que pudieran estar a su alcance. Rescata saber de los estóicos, de Schopenhauer, de Thoreau, de Pascal; no desprecia la lectura del evangelio, del budismo o del Corán y, con todo ello, construyó una visión clara y completa del mundo y de la vida que se refleja en la mutabilidad de su literatura. Puede parecer estrambótico y hasta esquizofrénico andar buscándole la cuadratura al círculo de las ideologías, pero él lo hace parecer sencillo. Sin caer nunca en la cerrazón o el fanatismo, se mantiene abierto a todas las corrientes del pensamiento mientras no contradigan lo que a sus ojos es el mensaje común en todas las ideas valiosas: la ley del amor y el rechazo de las certezas, el fanatismo y la falta de crítica.
Quizá es este el espíritu que estaba en Guerra y paz y por el que me conquistó. Por eso le tengo tanto cariño aunque no tenga muy claros los avatares de la trama, porque me enseñó a pensar y a vivir en un modo específico, que bien puede resumirse en el escepticismo de Kierkegaard ante la filosofía y cualquier otra disciplina: qué pobre debe ser la filosofía si no tiene una respuesta cuando le pregunto qué debo enseñarle a mi hijo para que sea un hombre de bien, para que sea feliz.
El camino de la vida me acercó a un Tolstoi que escribe desde esa misma inquietud porque renuncia, de entrada, a la certeza. Empieza por explicarnos que la fe se define como la enseñanza de lo que es la vida humana y cómo hay que vivirla. Es decir, reconoce que el saber más valioso y central para la vida es asunto de fe, se trata de algo en lo que creemos, una invención necesaria respecto de la que no se dirá nunca la última palabra. Por eso pone en un lugar central a la abnegación y a la renuncia. El primer paso es soltarnos de las asideras intelectuales que nos parecen necesarias y, bien vistas, no son sino justificaciones para conservar privilegios injustificables. Hacerle la guerra a la ideología desde la conciencia de que somos sujetos ideológicos. En una de esas el camino es negativo, se trata de aprender a renunciar: cuando uno deja de creer ciegamente empieza a ser libre y deja de hacer daño. El proceso se hace más fácil conforme se va renunciando a más mitos o certezas: los transhumanos, las justificaciones históricas, las razas, las nacionalidades, partidos y clases, cosas así. Dejas una de lado y la siguiente será más sospechosa, más fácil de abandonar.
Vía negativa, dice Tolstoi que «la ciencia más importante trata de cómo y cuando guardar silencio». De la misma manera si uno se abstiene de hacer, pensar o decir lo que no debe, entonces ya está , por eso mismo, viviendo como debe. Resulta que Tolstoi me enseñó esto mucho antes que cualquier otro maestro. Acaso Tolstoi fue el que me puso en el camino de Wittgenstein, Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard. Todos ellos se niegan a señalar un camino y establecer doctrina; prefieren mostrarnos la falsedad, lo equívoco y supersticioso en nuestras verdades más queridas. Nos piden que no estemos conformes, que sigamos buscando siempre porque nadie está más lejos de la verdad o del bien o de la justicia o de la felicidad que quien cree, así sea con fe verdadera, que las ha encontrado.