—Para Mariana
Qual é o peso da luz?
Clarice Lispector
Hace unas semanas —gracias a la recomendación de una muy querida amiga— terminé de leer La hora de la estrella de Clarice Lispector. Es un libro que, de manera intempestiva, con intermitencia casi obsesiva, reaparece en mis pensamientos. Un libro que, supongo, persigue a quien lo lee por un tiempo bastante más largo que el invertido en la lectura. Esta mañana, por ejemplo, me quedé abismado, preguntándome si un lector —o un ser humano— compasivo, bien intencionado, desearía algún cambio en el final de la historia. Amar o compadecer a otra persona tiene muchas aristas, muchos riesgos. En el caso de Macabea, la protagonista del relato en el relato, es difícil saber si uno desearía para ella la vida o la muerte. La respuesta de compromiso es desear la vida, pero se trata de un prejuicio pues, como dijo Schopenhauer, esa benevolencia, como todo objeto del querer «se asemeja tan sólo a la limosna echada al mendigo y que sustenta hoy su vida, para prolongar mañana el tormento».
El punto central es que a Macabea la golpea un automóvil y quedamos frente a su desamparo con tiempo de sobra para pensar. La noción me es bastante familiar, pues bien sabida es mi mórbida obsesión de recordarme golpeado también por un auto y sin poder decidirme entre el alivio o el desprecio de estar vivo porque me atenazaba el miedo, afortunadamente injustificado, de perder una pierna o no volver a caminar. A tantos años de distancia, la pregunta es la misma que plantea La hora de la estrella: en retrospectiva, con el beneficio de lo ya vivido, ¿se puede desear lo correcto? Conocer el desenlace parece la vía más simple para esclarecer el sentido de la propia voluntad, el alcance de la compasión o los buenos deseos. Otro prejuicio, porque conocer el desenlace, no ayuda en absoluto a nadie, nunca.
A través del narrador misántropo Rodrigo S. M., Lispector nos lleva de la mano a sentir simpatía o, mejor dicho, compasión por Macabea. Para el lector, ella es la imagen perfecta del sufrimiento estéril que se soporta por convicción vacía. Ella empieza por ser una interrogante y, si uno es bravo, se convierte en auténtica acusación. El lector asiste desde toda perspectiva al espectáculo de una vida transida de miseria, cuyo único refugio es una fe indecible que nada remedia porque, al mismo tiempo, se nos describe su creador o su demiurgo, trasunto de una Lispector que ya sabe de qué va la vida. Accedemos así a la tragedia entera del relato: una vida lamentable en un universo lamentable surgido de la pluma lamentable de un autor lamentable.
Aunque no tiene una noción bien clara de su fe, Macabea cree en algo que le permite vivir. Para la mayor parte de nosotros, eso basta para justificar la vida: creer cualquier cosa que sea distinta al lamentable juego de muñecas rusas lamentables. En el caso de Macabea, sin embargo, sabemos que esa fe es estéril porque conocemos la verdad entera y está escrita. Cuando llega la hora de narrar el accidente, el autor da vueltas, duda, especula en qué terminará su personaje. De esa manera toma de la mano al lector y nos obliga a reflexionar con la emoción de quien espera el desenlace: ¿cómo preferirías que termine la historia?
La pregunta no debe responderse a la ligera, pues para eso Lispector nos ha puesto en antecedentes. Sabes, lector, cómo es de trágica y sin sentido esta vida que pende de un hilo. Sabes que su autor no va a poner remedio a tanta miseria porque no sabe escribir otra cosa que dolor existencial. Puede desear otra cosa, pero es incapaz de actuar conforme a ese deseo y, en consecuencia, la vida de Macabea no será nunca un cuento de hadas. Desde que empezó a pensar en ella, Rodrigo S. M. la hizo ser «una cajita de música medio desafinada» según nos confiesa. Descripción que me recuerda el título de una novela de Osamu Dazai Indigno de ser humano. Macabea surgió desautorizada como humana en un mundo igual de imperfectamente humano. Ni su creador, ni ella, ni nosotros, que leemos con avidez tanta desgracia, nadie encaja con el ideal de una vida deseable.
—Ningen shikkaku. Suele traducirse como Indigno de ser humano—
Con todo esto en mente, me pregunto si puede llamarse amor o compasión el desearle a Macabea una existencia más larga. O si al contrario, amor o compasión es aplaudir su muerte, el agotamiento de esa campana que repica y no suena. Después de todo, ¿qué puede pedírsele al creador? Desear la vida es multiplicar la muerte y, sin duda, el sufrimiento. Aferrarnos a la vida por inercia, por indecible fe o por pura negación es lamentable, es inhumano o demasiado humano. Una vida como la de Macabea no puede concebirse como objeto de deseo. No la deseo para mí, no se la deseo a nadie. Pero eso no significa que desee la muerte. Eso, lo tibio, acaso sea lo peor. Será que «morir es insuficiente», como dice S.M. Entonces también vivir es insuficiente. He ahí lo más lamentable de todo. Ningún estado da para ser deseado con la mente y el corazón limpios. En ausencia del prejuicio y sus consuelos, apatía. Quizá por eso sólo se brilla en el instante de transición, cuando se deja atrás la tibieza. Sólo entonces se alcanza la luz.
El peso de la luz acaso sería ese: no tener fe, no desear la vida ni la muerte, sino otra cosa. Una tercera vía para cuyo descubrimiento debemos partir del rechazo a todo. Algo así nos permite a veces hablar con independencia de todos y cualquier cisma metafísico que pueda separarnos. Es un peso difícil de llevar, pero es luz.
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