Lo único seguro es el acto de la lectura, que rescata tantas voces del pasado, a veces las conserva para un futuro lejano, para un momento en el que tal vez podamos hacer uso de ellas de maneras valientes e inesperadas
—Alberto Manguel. Una historia de la lectura.
Hace unos años, un viejo y querido amigo, César, descubrió las palabras para decirlo, haciendo eco de Maimónides: creo, con fe verdadera, dijo, que la literatura salva. Hace poco, otro amigo de los libros, me dijo que recordó al fin un hecho fundamental: la literatura también cura.
Menciono estos amigos y sus frases porque es necesario aceptar que la idea no es mía de origen, por más que piense en ello a menudo. Yo lo he dicho siempre de otra forma: que mis libros son el único argumento irrefutable en contra del suicidio. ¿Quién se mataría habiendo tanto que leer? Quizá sea este el único argumento que una y otra vez, en los momentos difíciles, funciona todavía.
La literatura fue la primera razón para encontrarle sentido a la vida de trabajo, oficina y rutina; esa vida me permite pagarme el vicio. Sucedió en aquella tarde lejana cuando papá me llevó a esa librería de viejo sobre avenida Cuauhtémoc, casi esquina Álvaro Obregón —A través del espejo, creo que se llamaba—, a comprar mi primer Quijote, dejándome pagarlo de mi propio bolsillo. Un acto enorme, como si me hubiera dicho: «ya no eres un niño». Tendría yo dieciséis o diecisiete años. Y ese primer Quijote, esa librería, la compañía de papá, fueron la llave que me abrió el mundo entero. Mejor dicho, la infinitud entera de los mundos. Ahora papá dice que ha creado un monstruo. Mi biblioteca es un Leviatán que invade su casa —y la mía— por partes iguales...
Sospecho, por otro lado, que la literatura también es la primera razón por la que no he pisado —todavía— un psiquiátrico. Me temo que varias veces he tenido problemas para ser atendidos por un buen alienista. Basta releer viejos diarios para saber que algo no funcionaba del todo bien en ese espíritu o en esos nervios que fui, que he sido. En esos momentos de duda, cuando el fin del mundo estaba cerca, fueron los libros la ranura que dejó pasar la luz. El camino por el que llegaron los amigos que fueron y siguen siendo —como los libros— mi alienista, mi cura, mi salvación.
Así por ejemplo, recuerdo que mis primeros años de universitario estuvieron caracterizados por la lectura obsesiva de Baudelaire.
Un imponente tomo de Edimat. Los Paraísos artificiales, me dejaron loco y me devolvieron la razón. Esos Pequeños poemas en prosa me prestaron las palabras que entonces tanta falta hacían para saber pensar y decir lo que de callar me habría matado.
Fue también la época de Hesse, de su Lobo estepario y su Demian, que me enseñaron a escribir cartas a la ausencia y estirar la mano del mendigo. Junto con Hesse, Nietzsche y Zaratustra me hicieron ver que la pureza nada vale y que a veces el único camino para vencer el aislamiento o la alienación, es charlar con quien no te lo imaginabas posible. Con un muerto charlaba Zaratustra. Para mí la humanidad entera.
Es que en aquellos años me sentía separado de todo. Separado del mundo por un muro de vidrio invisible, viviendo en destiempo o en ajeno. En ese entonces, El perseguidor de Cortázar era como un maravilloso espejo. Y una carta de presentación. Se lo regalé a mi amiga Laura, como diciéndole: mira, este soy yo. Y dieciocho años después, mi amiga sigue aquí, aunque yo ya no me sienta Johnny Carter.
Ese cuento de Cortázar me hizo capaz de reconocer el daño que me hacía a mí mismo. Ese cuento también lo tuve en mente cuando en una noche de copas, al fin me decidí a explicarle a mis amigos Manuel y Nacho, que por alguna razón, que a lo mejor estaba loco, pero que entre el mundo y yo había una barrera, que esto ya lo viví mañana, que no me está pasando a mí. Y resulta que eso, la comunicación con los amigos, era el primer y único paso necesario para salir del confinamiento idiota.
Con otro amigo Manuel —pero 8a—, fueron Cortázar y Benedetti los autores que ayudaron a soportar el tedio infinito de las clases de derecho. Conversaciones inoportunas y comentarios a media clase que terminaban en indisciplina fueron la manera de no abandonar una carrera árida y superficial como pocas. Todavía guardo la Casa y el ladrillo que me regalara 8a.
Amigos todos ellos, que fueron como el Bruno de este Johnny Carter región cuatro y sin talento, amigos que abrieron la puerta del cuartucho imaginario en París, del que nadie puede salir solo. Porque nadie se basta a sí mismo. Como dijo John Donne: “as any manner of thy friends or of thine / own were; any man's death diminishes me, / because I am involved in mankind”. Así terminó aquella alienación del mundo y de los otros. Con libros y con amigos. Que se hicieron posibles unos a otros.
Ahí mismo, por Manuel, conocí a Stephen King. La torre oscura que muchos años después, serviría para que en una cama de hospital, los ojos de una niña recién emigrada se fijaran en este medio escritor y medio loco que cojeaba con la pierna rota.
Ahí mismo, por Laura, está otra vez Baudelaire, con interminables conversaciones que iban a ninguna parte y que, como acabo de descubrir en Rushdie, tenían sentido porque la disputa es la mejor herramienta para afilar la mente. De Rushdie vuelvo a Las mil y una noches, que me arrastran otra vez a esa cama de hospital, al atropellado y su destino. Las historias de Sherezada fueron el regalo, el hilo de Ariadna, que me dio aquella dulce niña para que me acompañara en mi primer viaje, del que volvería sin duda, pero no intacto, no igual, ni del todo sano en la cabeza. Como Roland en su camino a la torre.
Ahí mismo también, mamá leía el Conde de Montecristo. Y papá me heredaba en vida su colección de clásicos, en la que conocí a Gorki, quien más tarde se transformó en cuento con ocasión del regreso portentoso y discreto de aquella niña, perdida diez años atrás.
Ahí mismo, Dostoyevski, que también terminó por ser parte de ese cuento, pero mucho antes me acompañó en el infierno de trabajar de pasante en el estado de México mientras mi vida estaba entre la Ciudad Universitaria y Coapa. Lovecraft, cuyos mundos ominosos proveyeron un contraste sano y tranquilizador para soportar esa vida de camiones, metro y vil humanidad. Por las historias de Lovecraft, la amistad con los amigos Daniel, Mauricio y Cynthia. Tool who?, la música, y eventualmente Houellebecq y más libros, más luz.
Esos mismos escritores, Dostoyevski, Lovecraft, Houellebecq, trazaron también mis amistades cuando me puse al fin a estudiar literatura. Hijo de filos, nueva infancia en el sitio adecuado. Y nueva locura. Porque si alguna vez he estado seriamente a punto de matarme, fue entonces. Aquella tarde cuando estaba de pie frente a la reja que me separaba de un acantilado, insensible y seguro de que escalar esa barrera sería tarea sencilla. Tan sencillo como saltar después hacia las rocas. Lo evitó Haruki Murakami con El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, que leí casi entero aquella tarde.
Y que, afortunadamente, todavía no terminaba al pararme frente al acantilado. No era sólo la cuestión de un pendiente, había algo más en ese libro, algo mágico. No lo entendí hasta que Álvaro, mi hermano, me explicó que el país despiadado, tenía la forma de un cerebro, como el Dios de Miguel Ángel en la Sixtina. Eso es todo, fantasmas en el cerebro, las furias de la falta de alimento, de sueño y estabilidad. Eso es todo, nada de culpas, nada de desamores que no merecían ese nombre, aunque sí sus muchas variaciones.
Como de la mano de aquél acantilado, viene, aunque años después, J.M. Coetzee, cuya Desgracia me llegó de manos de dos grandes amigos, David y Alicia. Charlando con ellos, con Coetzee, Oé y Jellinek, al fin me he hecho capaz de no sentir la tentación del acantilado. Porque no hay culpa. Revelación sugerida ya por el Paraíso perdido, y Lutero y todo lo de mi tesis que hizo posible esa charla de cervecería donde, por cierto, muchos años antes, se me ocurrió la idea para esa novela que aún no termino.
Con esta vuelta al pasado se hace evidente que los amigos han venido siempre de la mano de los libros. O que han llegado con libros en las manos. Con pretexto de los libros. Lo mismo que la salvación, la cura, las ganas de vivir. Recientemente algún alumno se ha puesto a recomendarme buenos cuentos. Y parece el saludo secreto de una secta hermética.
Lo que veo aquí es que cada vez que estuve a punto de rendirme, la literatura trajo respuestas, amistades. Como aquél Disparo al corazón que me recomendó César y está para siempre engarzado a una caminata nocturna por Polanco, tierra de ataques de ansiedad, llanto por el cáncer a ratos y a ratos por las decisiones insensatas de quienes uno quiere. Por cierto ni el cáncer, ni las decisiones han borrado nada. Pues cada mundo termina para que empiece otro. Y así Luhmann y luego Kundera, me devolvieron esos afectos.
Lo que veo aquí, es que cuando la desesperación me quemaba por dentro, ahí había un libro también como tabla de salvación. Seda de Baricco, con una elegante dedicatoria en japonés, fue el agradecimiento y el sueño que le regalé a Isa, querida y distante amiga, que me acompañó durante aquella noche maldita en que me sentía como Príamo rogándole a Aquiles que le devolviese el cadáver de Héctor. Pero aquella noche aciaga, las manos de la muerte y del cadáver eran, malditamente, las mismas manos.
Levanto la mirada de la libreta hacia los libros. Es verdad que la literatura salva. Es verdad que la literatura cura. Los libros y la gente querida parecen ser la misma cosa: razones para vivir y remedios oportunos. Poseo más libros de los que puedo leer. Y eso significa que poseo también más razones para vivir de las que habré de necesitar en una sola vida. Cada vez que voy a la librería me devuelvo a la sensación de los encuentros que ahora rememoro. Acaso alguien vendrá de entre las páginas para hacerme fuerte si es que un día ya no puedo más.
Esta es mi carta de amor a los libros. Y mi carta de agradecimiento a los amigos. Todo esto me ha surgido, ¿saben? por las líneas de un poema:
é preciso ler Baudelaire
[...]
é preciso viver com os homens
é preciso tener mãos pálidas
e anunciar o fim do mundo.
Cada mundo termina para que empiece uno nuevo. Esa es la promesa de la literatura. Esto no dura, un rato más y entonces, fiat lux. Un cuento, una novela, un poema. Dicho de otro modo, un conjuro. Y fiat lux.
La biblioteca seguirá creciendo implacablemente. Quizá sea una forma de hoarding. Pero me gusta pensar que es una acumulación insensata de esperanza y consuelo y luz. Cuenta la leyenda que a Borges le preguntaron una vez de qué libro suyo se enorgullecía más, y él dijo que su orgullo eran los libros que había leído, no los que había escrito. Yo pienso un poco como Eco, en el orgullo de los libros por llegar: los que uno planea leer, los que leerá aunque no lo planeara, los que no conoce pero están esperando, los que por error o desesperación, sin buscarlos, terminarán ante mis ojos. Mi orgullo es lo que está por venir. Mi biblioteca es un vestíbulo con casi tres mil puertas hacia futuros posibles.
Mientras exista una puerta, habrá futuro, habrá luz, habrá esperanza. Y si no, que lo diga Paolo Giordano, cuya Soledad de los números primos transformó la forma en que unos ojos me miraban hace días, al otro lado de una mesa, de la rutina y el aburrimiento. En el vestíbulo de puertas infinitas, esos ojos me miraron y luego hacia un umbral que eran las páginas de Giordano. «¿Vamos juntos?», parecían decir esos ojos, «no sé bien por qué ni en qué calidad, pero ese umbral, quiero cruzarlo contigo».
Comprendo tu amargura, pero todo el mundo tiene que pasar por esto. Y tú también tienes que soportarlo. Después, sin embargo, te llegará la salvación. Y entonces se desvanecerán tus inquietudes y tu dolor. Todo desaparecerá. Créeme.
—Murakami, Haruki. El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas.