lunes, febrero 27, 2017

Como la piel exige

The loss of their sanity is the lesser of their problems. They will tell you, if you let them: they are the ones who live, each day, in the wreckage of their dreams.
—Gaiman, Neil. Smoke and Mirrors.

En algún artículo científico —o pseudo— leo que los patrones de actividad cerebral que ocurren en situaciones de estrés, son muy similares cuando se comparan a víctimas de tortura, niños maltratados y personas que han vivido largo tiempo en una relación abusiva. Ese “muy similares” me hace pensar que hay gato encerrado. ¿Puede haber similitudes no tan similares? Me pregunto dónde está la línea entre lo “muy” y lo “no tanto” que da relevancia al parecido.
  
      Hace años pasé noches enteras intentando hallar respuestas a preguntas similares en la enciclopedia. Alguien se comportaba de formas incomprensibles y supuse que había una razón. Sería tonto describir el comportamiento y la manera en que los saltos enciclopédicos me llevaron al PTSD. Desde que descubrí el acrónimo, se ha vuelto uno de esos temas que me apasionan y repelen por partes iguales. Sumando perspectivas uno termina por quedarse en blanco. Cada visión aporta algo, pero ninguna ofrece respuestas. No hay certeza. ¿Qué ocurre con quien ha sufrido? Y, sobre todo, ¿puede recibir ayuda?

     Fue apenas, cuando leía (con bastante miedo) At the Mind’s Limits de Jean Améry que encontré algo parecido a una certeza. Parece que a veces, la respuesta es tan superficial que pasa desapercibida. Estoy consciente de que es escandaloso comparar a un sobreviviente de Auschwitz con cualquier otro ser humano. Con sus bemoles, carece de sentido. Si pensamos en una niñez a la Lisbeth Salander, quizá la comparación sea más válida. Lo mismo con las relaciones abusivas, no se trata de “mi novio no me invita a cenar”, sino algo parecido a Blue Velvet. En estos casos hay una traición constante, sistemática, a la superficie. Dice Améry: “The boundaries of my body are also the boundaries of myself. My skin surface shields me against the external world. If I am to have trust, I must feel on it only what I want to feel”.

—Not what I want to feel—

Sencillo, directo y casi doloroso. La superficie de la piel como frontera y posibilidad de confianza en el mundo, en el otro, en el lenguaje mismo. Y sin embargo, qué difícil es a veces determinar qué es eso que quiero sentir.

     En el caso de Améry, era claro que no escogió: “they are permitted to punch me in the face [...] they will do with me what they want”. Los compromisos sociales de respeto y ayuda mutua se desvanecen por la fuerza. Pero con la persona que escoge libremente una pareja que le golpea el rostro, ¿se los han arrancado? ¿o los ha elegido libremente? Parece que uno otorga permiso. Eso decimos siempre, ¿por qué lo permites? ¿por qué te quedas? Incluso ha sucedido que la persona cuyo rostro recibe golpes cotidianamente, le pide a quienes pudieran venir en su ayuda que no lo hagan.

     Hace meses, una persona —de cuya intención al hacerlo sospecho— me explicaba que su pareja era violenta. Que de vez en vez, arremetía a patadas, que a veces aplicaba encierros. Cosas así. Y sin embargo, el terror que sentía, no era hacia su pareja, sino hacia la idea de dejar esa relación. No temía las posibles represalias, sino al hecho de reconocer que algo salió mal. No hay mala intención en lo que hace, me dijo. Si mi pareja no es mala, el problema debo ser yo. Acaso no supe querer, domar, comprender o predecir la violencia. No era capaz siquiera de señalar al enemigo... O tenía razón al reconocerse a sí como antagonista...

       Volenti no fit injuria. «Quien lo desea (escoge) no sufre injusticia». Aplicar la frase en este caso es falaz. Pero es lo que hacía esta persona, suponer que esto es normal, que a todo el mundo le pasa, que ha sido sólo una etapa en la relación. Que es su elección y su responsabilidad: elegí la etapa de las patadas o los golpes en el rostro. Debo hacerle frente.

      Me recordó a Misery, donde Stephen King describe algo muy similar: “The survival instinct, he was discovering, might be only instinct in itself, but it created some really amazing shortcuts to empathy”. En la novela, Paul trata de ponerse del lado de Annie, de entenderla, consolarla, darle lo que necesita. Así se sobrevive, poniendo las necesidades del verdugo por delante de las propias. De ahí al síndrome de Estocolmo... En casos menos extremos, como el de una pareja que patea, es más o menos entendible, sólo en películas de horror o en Auschwitz se concibe a otro ser humano que por placer o por deber, lastima. Con la crueldad se puede dialogar, termina King, no así con la locura.

«Habla con ella, seguro entra en razón»

Por eso la locura es aterradora. Y el terror es locura. El miedo que describía aquella persona era irracional, como todo miedo. En consecuencia, no puede desvanecerse con meras razones. Todos hemos estado ahí. Con una pareja que no “podemos” dejar. Un trabajo, una carrera, un objeto. No “podemos” porque dejar atrás ese elemento, sería privarnos de un fragmento de identidad. La parte de nosotros que le quiere, que ha escogido, la parte esencial que forma vínculos y eligió formarlos con esta persona. Sin esa parte, sería locura. Y no estoy loco. Como no estoy loco, entonces debo haberlo escogido.

     Es precisamente la conclusión opuesta a la esperada. Lo opuesto de reconocer la locura en la situación vivida: “Caray, llevo años soportando arrebatos de patadas que, por cierto, no me gustan. No es lo que quiero sentir. Esto es locura”. Pero suponernos cuerdos es esencial para sobrevivir. Y resulta que terminar la relación es una forma de aceptar que se estuvo loco. Por lo tanto, uno podría seguir loco. O volver a estarlo. El terror a la locura hace imposible terminar con la relación y esta deviene, como dice Améry: “A reality that could not be escaped and that therefore, finally seemed reasonable”.

«See? I'm reasonable!»

Ahí está el abismo. No hay confianza posible en una realidad donde lo contingente parece necesario. Donde lo absurdo parece razonable. Donde lo sufrido se disfraza de decisión. ¿Cómo podríamos desarticular tanto desatino? Nadie escoge que le golpeen el rostro. Salvo quizá en el BDSM. O cuando uno mismo golpea, y por ese acto, invita a que lo golpeen. En el mismo sentido, nadie pasa por una etapa en que le gusta patear a otro y luego se le quita o lo supera. O en que lo hace sin querer y luego ya no.

     Por este camino me puedo explicar las afirmaciones del artículo ese, científico o pseudo. Pero eso no me acerca en nada a una respuesta, una solución. ¿Cómo convencer a aquella persona de que abandone la relación? Me gustaría haber sabido entonces lo que dice Améry: “Si he de confiar, entonces, sólo debo sentir en la piel aquello que yo desee”. Me gustaría haber podido decirle que escuche a su piel, esa que se revuelve cada vez que tiene lugar un contacto de abuso cotidiano. No escuches mis razones ni las tuyas. Haz caso de tu piel.

      Eso te pido ahora, si me lees todavía. O a ti, que acaso te confundes o te reconoces en estas letras. Siente tu piel y date cuenta de que no hay locura en no saber escoger. Es lo más normal del mundo. Siempre escogemos mal, porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestro saber. Corregir el camino es más fácil que construirse un hogar en el sitio equivocado.

      A ti que repites el error y lo conviertes en destino. A ti, que ves en todo esto una etapa. A esos que fuimos o seremos:

Leave now. 

Déjale.

No puede recuperarse el tiempo perdido. Pero que el presente, mientras exista,  sea como la piel exige: I must feel on it only what I want to feel.



Bibliografía: Améry, Jean. At the Mind’s Limits. Indiana : University of Indiana, 1980. (1966). Gaiman, Neil. Smoke and mirrors. New York : Harper Collins, 2001 (1998). King, Stephen. Misery. New York : Signet, 1987 (1987)