Esta mujer ha venido a mostrársele como privación. La ha encontrado sólo para darse cuenta de que no puede ser suya. La ha encontrado sólo como imagen de todo lo que pierde con su partida
—Milan Kundera. La Despedida.
Aquella noche habría sido más o menos fácil hacerle el juego a Cortázar. Porque no todas las noches ocurren coincidencias o milagros de ese calibre: uno encuentra a una mujer guapa que va en el mismo vagón del metro, leyendo un poco de literatura y que, para cerrar el trato, baja en la misma estación. Los tres requisitos que pone el cuento para invitarle un café a una desconocida. Y aquella noche, cuando por primera vez el juego me salió perfecto, nada. Fue como pasar en las cartas con la mano de ensueño por caridad o generosidad, o por ese odio que a veces existe contra uno mismo. Un desperdicio de perfección por las razones equivocadas. Vaya uno a saber si aquella chica medianamente guapa se hubiera detenido a escuchar mi invitación en esta época y en esta ciudad. Porque Cortázar inventó el juego en París hace unos cuarenta o cincuenta años; y lo que funcionaba entonces, ya se sabe. Si habría llegado yo a tocar aquella piel pálida y descuidada o a quitarle los enormes lentes de frente a los ojos para mirar su rostro con cuidado y ese miedo de siempre al olvido, a no reconocer una imagen querida o que puede llegar a quererse.
Así, por los enormes lentes sobre su nariz, se explica el odio contra uno mismo y la generosidad. Porque parece un gesto magnánimo el ahorrarle la desgracia de conocerme. O se explica mi silencio por el hecho de que ella leía a José Emilio Pacheco y yo leía a Milan Kundera. Desde ahí se ve que hasta la literatura tiende fronteras cuando uno se desprecia lo suficiente. Es una excusa como tantas otras. En realidad, el detalle estuvo en los lentes, iguales en forma pero no en color a ese otro par de gafas enormes que a veces adornaban el rostro querido de la que no volveré a ver. Hay que admitirlo, se veían fuera de lugar en otro rostro y al mismo tiempo, eran una invitación a mirar atrás y terminar convertido en estatua de sal. Vi a la chica rubia perderse en la noche y la ciudad, pero para entonces ya estaba yo en ese país llamado Cortázar y pensaba en la ciudad que se construye con fragmentos de experiencias separadas, esa ciudad donde nunca encontraré a la danesa loca y tantas otras cosas. Nos veremos en la ciudad, la del modelo para armar, me dije. Ya no sabía a quien iban dirigidas mis palabras.
Y es que nunca estuvimos juntos en Praga, por ejemplo. Pero en algún modo sí estuvimos. Yo, hace unos diez años, sentado en medio del jardín cubierto de nieve y pensando que ahí, en ese parque, en esa banca, abrazaría alguna vez a la mujer que sería o llegaría a ser el norte de mi vida. Aquella vez tomé una foto de la vista para que hubiera un registro, una imagen que mostrar diciendo: mira, aquí estuviste conmigo. Cuando en Praga no se usaban euros, se usaban coronas. Aquí pensaba yo en que la vida está en otra parte y tenía razón, porque la vida estaba entonces contigo, esperando a ser vivida. Quizá un día, un atropellado o el juego perfecto en un vagón de metro, y aquí estamos. No estuvimos juntos en Praga, pero estuvimos, porque yo pensaba en estas cosas antes de conocerte y tú, en cambio, acaso pasaste por este mismo jardín y miraste la misma ciudad con algo de nostalgia y un poco de rabia porque llegaste allí muy tarde, cuando ya me habías perdido o abandonado o alguna cosa entre esas dos.
Porque como todo en el mundo, lo nuestro fue destiempo y la ciudad nos unió en momentos distintos. Y eso es belleza, como leo en Kundera, es una chispa que arde, cuando a través de la distancia de los años, de repente se tocan dos edades. La belleza es una ruptura de la cronología y una rebelión contra el tiempo. Lo nuestro fue belleza porque yo estaba ahí soñando con el futuro que tú lamentarás haber desperdiciado. Como yo ahora me lamento de no haberle invitado un café a esa chica rubia y medianamente guapa que leía a José Emilio Pacheco a través de sus enormes gafas en un vagón del metro. Pero la ciudad será el escenario donde, por lo menos, los fantasmas volverán a verse, donde la memoria sabrá reconstruir aquél futuro que devastamos al tomar una o muchas decisiones equivocadas.
Se fue la chica, te fuiste tú y cada día son más los rostros familiares o queridos que se van de aquí y buscan su lugar en esa ciudad armable de recuerdos, donde estamos todos juntos aunque siempre demasiado pronto o demasiado tarde. Por eso es fortuna que no me llame Traveler, aunque tenga un gran amigo Manuel. Me daría rabia llamarme Traveler porque yo sigo aquí y no me muevo, condenado como un faro a permanecer inmóvil y encender la luz para que los viajeros sepan que aún existe el sitio de donde partieron, a donde pueden volver. O condenado como el encargado de ese faro, a vigilar la costa y perder la mirada en el infinito sin atreverse a remontarlo. Farolero cada vez más solo y privado de esperanza. Ser el par de ojos que supervisan esa costa donde los barcos llegan y se van, llegan y se van. Todos saben que ahí, fijo entre las rocas, inmóvil en la orilla misma del devenir, espera el farolero con su luz y la mirada que dice bienvenida seas viajera, viajero; has sabido encontrar el camino de vuelta a lo que fue tu hogar o volverá a serlo. Al país de tu memoria. Es importante el papel de quien espera y da la bienvenida, pero también es un papel triste. Porque llegará el día en que los viajeros decidan no volver; o peor aún, el día en que el hogar y el viajero aún existan, pero el camino haya desaparecido. Kundera otra vez. El día en que el viejo farolero apague su luz y se tire al mar porque su imaginaria misión habrá perdido el sentido.
Y entonces pensé, no habrá ya quien sepa decirte bienvenida, bienvenido. No habrá a quien puedas decirle te extrañé. Pero hasta entonces, soy yo, el viejo farolero ante la ira del mar quien los espera, a los amigos que se han ido, al hermano que ha partido, a las desconocidas que vendrán a meterse un día en mi vida leyendo a José Emilio Pacheco y hasta a ti que me perdiste. Los espero con la luz encendida todas las noches para que sepan encontrar el camino hasta esta escala de viaje que soy o fui. Aquí, inmóvil, el faro lanza una diminuta luz hacia el mar donde los barcos llegan y se van. Una modesta luz que parece decir te extrañé, te quiero. Y un abrazo para que no haya duda.
Se fue la chica, te fuiste tú y cada día son más los rostros familiares o queridos que se van de aquí y buscan su lugar en esa ciudad armable de recuerdos, donde estamos todos juntos aunque siempre demasiado pronto o demasiado tarde. Por eso es fortuna que no me llame Traveler, aunque tenga un gran amigo Manuel. Me daría rabia llamarme Traveler porque yo sigo aquí y no me muevo, condenado como un faro a permanecer inmóvil y encender la luz para que los viajeros sepan que aún existe el sitio de donde partieron, a donde pueden volver. O condenado como el encargado de ese faro, a vigilar la costa y perder la mirada en el infinito sin atreverse a remontarlo. Farolero cada vez más solo y privado de esperanza. Ser el par de ojos que supervisan esa costa donde los barcos llegan y se van, llegan y se van. Todos saben que ahí, fijo entre las rocas, inmóvil en la orilla misma del devenir, espera el farolero con su luz y la mirada que dice bienvenida seas viajera, viajero; has sabido encontrar el camino de vuelta a lo que fue tu hogar o volverá a serlo. Al país de tu memoria. Es importante el papel de quien espera y da la bienvenida, pero también es un papel triste. Porque llegará el día en que los viajeros decidan no volver; o peor aún, el día en que el hogar y el viajero aún existan, pero el camino haya desaparecido. Kundera otra vez. El día en que el viejo farolero apague su luz y se tire al mar porque su imaginaria misión habrá perdido el sentido.
Y entonces pensé, no habrá ya quien sepa decirte bienvenida, bienvenido. No habrá a quien puedas decirle te extrañé. Pero hasta entonces, soy yo, el viejo farolero ante la ira del mar quien los espera, a los amigos que se han ido, al hermano que ha partido, a las desconocidas que vendrán a meterse un día en mi vida leyendo a José Emilio Pacheco y hasta a ti que me perdiste. Los espero con la luz encendida todas las noches para que sepan encontrar el camino hasta esta escala de viaje que soy o fui. Aquí, inmóvil, el faro lanza una diminuta luz hacia el mar donde los barcos llegan y se van. Una modesta luz que parece decir te extrañé, te quiero. Y un abrazo para que no haya duda.
* * *
El que se queda vuelve a lo alto del faro y contempla la ausencia de esperanza. Debí hacerle el juego a Julio, piensa. Y a punto de tirarse al mar comprende que otra luz responde a la suya. Ha ganado el juego porque se negó a jugar. Su nombre escrito o dicho a través de la distancia de los años. De repente se tocan dos edades. El camino no ha desaparecido. Hola, te extrañé como loco. Yo también, estoy temblando y el frío no se me quita. Pasa, junto a la luz, aquí podemos charlar antes de perdernos otra vez. Es que es tan bello verte bien, verte feliz. No te despidas todavía. Perdóname, es preciso que llore. Otra vez, por las dos edades que se tocan. Por el peso del alma y de la culpa. Porque la duda es el precio de la pureza. Por esta belleza que cada uno siente en su país, a través de la distancia de los años. Estamos solos, pero hoy duele un poco menos. Mañana acaso será peor. Hasta entonces, bienvenida sea el arma.
Octubre 18, 2014