jueves, julio 17, 2008

Amistad

Esto debí escribirlo aquél día importante pero no triste; más bien al contrario, una de esas pocas veces en que la necesidad de escribir viene de un instante feliz y que, por lo mismo, uno se siente tentado a esperar, disfrutarlo, guardarlo cerca del corazón y evitar exorcizarlo como el resto de lo que se escribe. He ahí la dualidad al escribir. Por una parte, casi todo el tiempo, uno escribe para pensar, para procesar y dejar ir lo que duele o molesta, para sacarse una espina del pie o del costado; por la otra, uno escribe ambiciosamente, para proteger lo que quiere, para escapar al olvido y a la traición de la memoria. Entonces me pregunto si al final ambas cosas se confunden, si deseo almacenar mi dolor porque lo quiero y exorcizar la bondad o la felicidad porque duelen. Hace años lo escribí: ser bueno siempre termina por doler. Quizá por eso tardo tanto en escribir acerca de los ratos alegres, por eso es tan difícil, quizá. Aunque me inclino más a pensar que para la felicidad, que  es tan rara, tan poco común, no tengo frases construidas ni palabras prefabricadas. Requiere más tiempo para comprenderse y traducirse. Quizá, al final, es intraducible y por eso termino en la descripción; dejar el camino de pan a la memoria para que encuentre el camino a casa a través de la mera sugerencia:


Por el fin de semestre, Laura y yo, que trabajamos casi en edificios vecinos, hemos coincidido a comer en las últimas semanas, casi todos los días. Paso por ella, comemos, charlamos y un par de horas más tarde, la dejo en la entrada del Fondo de Cultura Económica. Una noche, antes de dormir, me pregunto si no será demasiado. Bien sé que mi simpatía no es mucha y que más de una vez se me escapa algún comentario desagradable sin pensar, casi sin darme cuenta hasta que lo he dicho y la mirada severa de mi amiga me hace ver mis palabras como son y no como pensé que serían. Estoy cierto de que a veces, tratarme mucho tiempo seguido puede ser más un ejercicio de paciencia que uno de gusto. Me pregunto, pues, antes de dormir, si no será demasiado, si Laura no estará ya en la amigable paciencia y no en el gusto acompañado. Estaba seguro, sin embargo, de que, de ser así, ella me lo diría con sencillez y mediano tacto. Algo así como, a riesgo de que nos hartemos, dejémoslo por unos días. Sin embargo, decidí que no estaría demás preguntárselo y decidí hacerlo al día siguiente si notaba alguna señal. Esa tarde comimos, reímos y la señal que esperaba llegó, pero justo al contrario de lo que yo pensé. Al despedirnos, preguntó si nos veríamos la tarde siguiente y cuando le dije que claro, con gusto, me explicó que pensó que tal vez yo había llegado a cansarme de que comiéramos juntos. Me quedé sin palabra. Ahora, mientras lo escribo, sonrío. Casi me río. Me levanto, tomo un respiro. Esto es amistad, esto es algo que puede hacerme feliz. Habíamos pensado cada quién más o menos lo mismo, considerándonos, conociéndonos, cada uno pensando en lo antipático que puede ser… si es que ella puede llegar a ser antipática, porque no me lo imagino. Todo se resuelve con risas y un: pero yo creí que tú… no? Bueno, nos vemos mañana.


Creo que esto es amistad. Creo que esto es lo que nos une. Alguien que es capaz de tomar tus inseguridades y quitártelas de la manera menos esperada, es una verdadera amiga. No sólo entiende; hace suyas tus dudas y te las pone de rente para que entiendas, para que te entiendas. Y es justo sonreír, no hay otro remedio. Porque entonces uno entiende que algo bueno ha hecho en la vida, a propósito o por casualidad. Porque algo he aprendido en estos años y sin dejar de ser el mismo, he cambiado, gracias a mi amiga. Uno lo nota porque los amigos siguen aquí, los mejores que pudiera desear. Entre el mar de rostros que va y viene, permanecen y te cambian la mirada, la perspectiva, la vida misma. Después de todo, uno tiene suerte y es más feliz de lo que cree, acaso menos antipático. Gracias a la amistad.

Y por más que uno busque un lado triste, ese retruécano de la escritura, no llega. Todo es bueno, todo se agradece, todo trae felicidad. Y eso es amistad.


Gracias amiga, por tus pocos años, por los que faltan, que sean muchos y largos. Te regalo estas letras que no son mucho, y mi amistad que ojalá sea tanto y más de lo que es la tuya para mí.


Felicidades Lau!!


jueves, julio 03, 2008

Anacronismos


Muchos amigos, conocidos y encuentros casuales en conversación o tertulia, tarde o temprano emiten la misma opinión sobre mi carácter y mediano gusto; es una especie de sentencia definitiva que no duele, pero a veces incomoda, que  me causa gracia con la fuerza incómoda que sólo la verdad confiere a un buen chiste. Aunque en este caso, el chiste sea yo. Tarde o temprano, todos están destinados a decirme “vives en el pasado”, “naciste tarde”, o ya el cultísimo “eres un pinche anacrónico”.

Es cierto, soy un adicto a la novela y la literatura del siglo XIX, tanto que, alguna vez en mi adolescencia, en una riña preparatoriana, reté a duelo a otro sujeto quien, acaso asustado o sin preparación previa para tales lances, faltó a la cita de madrugada en un callejón de Coyoacán —sitio tradicional desde la Colonia para menesteres de esgrima y honor— y quedó deshonrado y cobarde ante mis ojos y ante todos aquellos que aún creen en el honor y en que las ofensas se lavan con sangre vertida en buena lid.

Es cierto, tiendo a escribir cartas importantes en pergamino, con tinta perfumada y en ocasiones hasta con letra gótica medieval y formas rebuscadas como SCCM*, “besa sus manos” y cosa parecida intercalando de vez en vez un latinajo o dos. Cartas lacradas con cera y sello, que llegan por correo, posta o mensajero y han de entregarse en propia mano de la dama a cuya gracia plugan mis palabras. Interpreto con fluidez, casi traduciendo, las coplas de Manrique y la poesía de Quevedo, parafraseando una y otra vez sus frases célebres, con una vena que ya es difícil encontrar en estos días perdidos y decadentes.

No lo niego, leo con avidez y profunda alegría libros de caballería y sigo de cerca los pasos de Amadís, de Tristán y Perzifal. Cervantes me ofende a veces con la pulla y la incredulidad frente a la andante caballería, hiere mi gusto con su ingenuo Quijote pues todo el mundo sabe que un caballero jamás mata a marionetas, por muy injustas que sean o bien armadas que se encuentren; y evita tales lances, no porque no merezca la pena defender damiselas, sino porque hidalgo armado y caballero, no puede rebajarse a tales extremos sin menoscabo de su honra y prez.

Lo confieso, pues, lo acepto y me divierto: anacrónico soy, anacrónico he de morir. Pero mis razones tengo, y la locura no es una de ellas, aunque a veces lo parezca. Mis archienemigos los injustos, los tramposos, a los que mil veces aspen como a perros hijos de idem y daifa con tal amancebada, suelen conspirar contra mi cordura, haciendo que lo que es mero gusto parezca algo sospechoso, malsano. A veces, incluso, como ayer por la mañana se encargan de aterrar a mi cordura y a mi estabilidad.

Levantéme temprano, bachiller y licenciado en Leyes como soy, para acudir ante la justicia, nada menos que en calidad de probable responsable, indiciado y poco menos que hideputa. Sin miedo, calcéme botín recién lustrado, traje de lana —en que se extraña el corte imperio— y, sin legal poder para portar sable, estoque o espadín, sabiendo que hiere más la  letra que el acero, libro bajo el brazo. Así, seguro y firme, con mi honor a cuestas, dirigíme ante la augusta presencia del C. Agente del Ministerio Público. No bien salí de casa, abandonóme la seguridad y la firmeza, colóse por mi espalda un miedo crepitante y eché a correr calle abajo, buscando perderme en cualquier sitio. La sentencia por adelantado, apostada a la puerta de mi hogar, en un vehículo del mismo Lucifer que Robespierre hubiese mucho agradecido para mover el armatoste de monsieur Guillot:

Está bien, soy anacrónico, honro y respeto formas caducas, perdidas, acaso olvidadas. Soy un desadaptado. Pero por favor, dejad al mundo como esta! Nada de guillotinas! No para mí! Piedad! Pluga a vuestras mercedes dejar mi cuello intacto y en su sitio, que bien lo preciso para ser abrazado, para usar corbata y sobre todo, para sostener mi cabeza que de otro modo, perdería sin remedio.

Alguien tuvo que dejar ahí, acechante, amenazadora, la afeitadora permanente, alguien desea hacerme saber la amenaza del castigo infame para mi honra intacta. Envidiad, archienemigos, he dicho siempre, mi fulgurante pureza y buen nombre. Por eso creo que esto es una horrible estratagema urdida por mis archienemigos para aprovechar mi anacronismo y hacerme perder la cabeza en todo sentido. Pero fracasarán, la presente es prueba de mi plena salud mental. Mi anacrónica salud mental, pero al fin y al cabo, salud, porque los dioses iluminan mi espíritu y mi intelecto.

Y para más referencia, aquí está


Dn. Erick Miranda. Sqr.


para quien se le ofrezca algo dél.


Lux et veritas


*Su Cesárea Católica Majestad