El archidiácono contempló silencioso durante unos momentos el gigantesco edificio, y extendiendo con un suspiro su mano derecha en dirección del libro impreso, abierto encima de la mesa, y su mano izquierda hacia Nuestra Señora, y paseando con pena la mirada del libro a la iglesia, dijo:
—¡Ay! Esto matará a aquello.—Victor Hugo. Notre-Dame de Paris.
Para estos días el asunto es noticia vieja y materia de discusiones poco interesantes. Lo cierto es que estaba leyendo por tercera vez la novela de Victor Hugo cuando me llegó la noticia y durante unas horas tuve miedo de que la catedral se viniera abajo. Un par de días antes había pasado por el capítulo II del libro quinto: Esto matará a aquello y fue sencillo dar el salto, pensar en la posibilidad de que el libro sobreviviera a la catedral, el libro matará al edificio.
— Ilustración de Benjamin Lacombe sobre Notre-Dame de Paris—
No es un secreto que Hugo escribió su novela —publicada en 1831— con alguna preocupación por las crecientes intervenciones arquitectónicas y urbanísticas que ya por entonces deformaban París. Creo yo que le preocupaba un poco la estúpida ceguera con que las sociedades no saben ver detrás de las apariencias y las modas. En algún modo la inmediatez de las ideas hace más difícil buscar, entender o construir símbolos duraderos por su riqueza o apertura.
El argumento es complejo y difícil de exponer con brevedad pero el lamento de Hugo tiene relación con la idea de que la arquitectura medieval estaba transida de signos, de significados varios en los que uno podía perderse y encontrarse varias veces si tan sólo sabía fijar la mirada. Cuando este arte se seculariza y se abandona la arquitectura sagrada o ceremonial, por consecuenica pierde profundidad y riqueza, se hace banal. La profundidad o la riqueza, los «caprichos incomprensibles del símbolo» se desplazaron hacia la palabra escrita que, a pesar de su aparente fragilidad, tiene una promesa de eternidad acaso más cumplidora que la del monumento: «¿Quién no es capaz de ver que de esta forma el pensamiento es mucho más indeleble? De sólido que era se ha hecho vivaz, pasa de ser duradero a ser inmortal; se puede demoler una masa pero, ¿cómo extirpar la ubicuidad?»
El argumento es bello y esperanzador: aunque la palabra escrita mate al edificio de piedra, se encargará también de conservarlo en la ubicuidad. Ni el fuego, ni el diluvio ni la desgracia borran a la memoria, ni a la palabra viva, ni a la idea flotante. Con esa idea en mente sigo mirando la catedral que arde, como una pesadilla.
* * *
Sin embargo, la noción de un pensamiento ubicuo me parece también horrible. Mientras escribía estas líneas, terminé de leer Un día volveré de Juan Marsé. Si algo he hallado como hilo conductor en su obra, es la noción —desoladora y llena de esperanza— de que las ideas no tienen la duración que Victor Hugo suponía. Que esas causas que parecen monolíticas e importantes, tan cercanas a la identidad que la gente se hace matar y mata en su nombre no son sino estornudos en la enorme indiferencia del mundo. Los franquistas y republicanos de Marsé terminan todos en el mismo saco: borrachos fracasados que ya ni se acuerdan por qué andaban de matones detrás de las banderas. Esa idea también es esperanzadora: que algunas justificaciones no duren sino la vida de sus fanáticos.
Así que en algunos casos la ubicuidad es esperanzadora y en otros, aterra. Me gustaría que sólo ideas como la catedral de París pudiesen acceder a esa indestructible ubicuidad: nociones cuya riqueza simbólica permite escribir encima de sus avatares históricos y sus habitantes del pasado, cuyo espacio abierto permite apropiárselas en el presente, como individuo, ideas que se abren e inspiran, que no limitan, que dan luz. Que no duren las otras, que sean efímeras todas las nociones cuyo símbolo es tan pobre y cerrado que sólo cuando todos marchan al mismo paso frenético tienen sentido. Que se agoten las banderas porque reescriben en su nombre todas las identidades, con y sin permiso.
— Ilustración de Benjamin Lacombe sobre Notre-Dame de Paris—