viernes, marzo 29, 2019

Fijarse en aquella cara

A veces estamos vivos sólo para eso; para aceptar lo que va sucediendo y avanzar.
 —Gonçalo M. Tavares


Los escritores del Dolce Stil Novo se inventaron —o por lo menos popularizaron— un recurso literario maravilloso: un acto pequeño que cualquiera calificaría de insignificante, transforma al mundo entero. Así por ejemplo, basta una mirada que cruzan Dante y Beatriz para que ahora, unos cientos de años después, las personas sigan llevando cartas de amor a una iglesia escondida en Florencia. Ah, claro, y los miles de versos de la Divina comedia. Por un encuentro que, al cambiarle la mirada a un tipo, cambió el mundo entero.

Es una idea que no deja de darme vueltas después de leer la preciosa novela de Gonçalo M. Tavares: Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre. Editada maravillosamente por Almadía en español, ésta novela empieza también con una mirada: “Imposible no fijarse en aquella cara” dice la voz narrativa que a veces se confunde con la de quien miraba aquella cara. En retrospectiva, la novela termina de un modo bastante predecible, cuando esas dos personas cuyo encuentro da lugar a la novela, se pierden de vista. Dejan de fijarse mutuamente.


Es posible que esté abusando de un doble sentido generado por la traducción, pero eso de «fijarse» en alguien es una preciosa metonimia, porque si bien incluye el sentido de «poner atención o concentrarse en», también significa, antes que nada «sujetar, hacer estable». Y es a este último proceso al que asistimos a lo largo del libro: dos personajes que se van haciendo estables, que salen de la indefinición y adquieren dimensiones personales, emocionales o, mejor dicho, se identifican por la mutua acción de fijarse el uno en la otra. Marius se fija en el rostro de Hanna; y Hanna se fija en el rostro de Marius. Estos dos personajes llegan ser diferenciados e interesantes para el lector y para el resto de quienes habitan el libro cuando están vinculados, cuando fijan mutuamente su identidad al permanecer juntos.

El proceso de humanización e individualización se hace evidente en el gesto de tomarse la mano, un acto pequeño, pero elocuente por ser recíproco:
“Fue subiendo, escalón tras escalón, apretando con violencia, sin ser consciente de ello, la mano de Hanna, cosa que ella debió haber entendido como otro gesto protector de Marius, y él también debió entenderlo así; aunque lo que ahí sucedía era lo contrario —Marius, sí, él, se protegía, encontraba un punto de fuga orgánico en alguien que al cabo, aparentemente, no podía proteger, en alguien que había nacido como separada de antemano de la función protectora—” (Tavares : 2018, 68)

Marius es un tipo del que no sabemos mucho: es un posible criminal que huye. Hanna es una chica de la que sabemos poco: tiene trisomía 21 y busca a su padre. Sus situaciones presentan misterios que, en cualquier otra novela serían el hilo narrativo pues, por lo general, una historia lleva una dirección; ya se sabe, el mito del héroe de Campbell, la novela negra, la novela rosa, el bildungsroman. Todos son un proceso que termina cuando se alcanza un fin determinado. La genialidad en la novela de Tavares estriba en que nos lleva a un mundo donde esa transitoriedad que constituye el meollo de nuestras historias, de la narrativa vital con que nos definimos, desaparece en un momento de fijación, de estabilidad. En ese sentido, si bien la continuidad entre Marius y Hanna se expresa en términos físicos, constituye una metafísica: muestra que la búsqueda y la huída pierden importancia cuando una mano, un rostro, un instante, nos estabilizan. El punto intermedio entre apartarse de y dirigirse hacia es el que nos fija en.

La novela entera ocurre y tiene sentido mientras Marius y Hanna están juntos, se miran, se sostienen. Así se hacen capaces de encontrar y conocer otros tantos personajes memorables cuya interacción con los protagonistas está determinada porque Hanna y Marius forman una unidad estable, solidaria. El anticuario que vive aislado, el fotógrafo de lo inusual, los inolvidables revolucionarios que utilizan carteles publicitarios para plantar la semilla del cambio en el pensamiento de cada individuo y el anfitrión de un hotel construido sobre el plano de los campos de concentración en Europa, todos ellos tratarían a Hanna y Marius de un modo radicalmente distinto si los encontrasen por separado. Las historias que van desgranando no significarían lo mismo para alguien que huye y alguien que busca. Para el lector, esas historias se vuelven memorables porque la novela de Tavares ocurre en un espacio estable, fijo, de manos unidas. Los personajes no son estaciones en un camino, son presencia.

En consecuencia, y conforme las necesidades apremiantes de la huída  y la búsqueda recuperan su lugar central, asistimos al desencuentro entre Marius, Hanna, sus conocidos y el mundo entero. Como aquí no se trata de contar una historia sino de entender la presencia, la novela pierde interés conforme recupera un sentido. De pronto, se encuentran en medio de una enorme marcha, una manifestación de esas que vinculan voluntades en una dirección política, emocional, filosófica:
“Y las manos de Marius y Hanna, que se habían mantenido siempre apretadísimas —ambos, de maneras distintas, estaban asustados—, sus manos empezaron entonces como que a relajarse despacio, a perder la fuerza y la tensión que había entre ellas, como si a medida que avanzaran entre aquella multitud los dos empezaran a sentirse integrados a la misma, a perder el miedo y a adaptarse mejor con cada paso al compás de la marcha [...] Marius se sintió extrañamente bien, sintió una ligereza enorme, una anulación individual que lo ponía tan eufórico que le daban ganas de gritar de alegría y poco a poco su pensamiento se fue concentrando en sus piernas, en sus pasos, en el ruido brutal que hacían miles y miles de piernas y zapatos, un ruido que poco a poco se convirtió para él en lo más importante” (Tavares : 2018, 242).

Elegir una dirección socialmente aceptable destruye el vínculo individual entre Marius y Hanna. La manifestación es también un misterio pues no conocemos sus razones; sólo sabemos que dirige, que une a las personas en una sola voz, en un mismo ritmo, en un sentido uniforme. Sea huída o sea búsqueda, la marcha es otro nombre para el desencuentro porque, al soltarse las manos, Marius y Hanna dejan atrás su identidad; ahora que forman parte de una multitud organizada, ya no pueden fijarse en un rostro. Es curioso, una marcha nos hace mirar la nuca, la espalda, rasgos que no generan empatía, casi nunca se ve el rostro de los correligionarios. Así que es una metáfora maravillosa: cuando miramos hacia un fin socialmente aceptable, dejamos de fijarnos unos a otros, dejamos de ser individuos, dejamos de ser importantes. La novela termina.

Me gusta pensar que alguna vez seremos capaces de escoger una vía distinta a la de las marchas y la tranquilizadora anulación individual que representan las grandes narrativas y las generalizaciones o los universales. La vía, mucho más ardua, de renunciar a las abstracciones y fijarnos en lo individual, en las identidades. Es que ninguno de nosotros importa como abstracción. Estamos difusos en medio de la nada hasta que, por un milagro que no sabemos explicar —y ojalá así siga, pues un milagro explicado deja de serlo—, alguien dice: “Imposible no fijarse en aquella cara”. De esas palabras surgen vínculos emocionales, solidaridad, compasión, empatía, historias que, como la de Tavares, vale la pena contar. Así que fijarse en un rostro, en una identidad, acaso sea un pequeño acto que cualquiera tacharía de insignificante, pero transforma al mundo entero.
La Despedida (Detalle). Edmund Blair Leighton—

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