—Para Milena, como siempre.
Todo hombre está hecho de barro y de daimon, y no hay mujer que pueda nutrir a ambos.
Su pensamiento, la verdadera belleza de la carne, que sin eso sería tan sólo carne muerta.
Nunca conocemos a los seres humanos y sus sufrimientos lo bastante como para tener siempre a punto la respuesta adecuada.
—Lawrence Durrell
Lawrence Durrell lo persigue como poesía pura y consuelo y contradicción. En un ensayo. En una muerte. Y ahora en la conversación más triste y más linda que haya tenido jamás. Como tango de Gardel, errante en la sombra te busca y te nombra.
Él confiesa como protagonista de un tango en 1934. Ella responde lo que dice porque es verdad, porque es lo que cualquier persona cuerda diría ante una confesión tan descabellada e idiota. Cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día, dijo él. Y ella respondió lo que él imaginó con temor. Vaticinio cumplido, terror superado. Como volver a Alejandría, encontrarse a Justine y a Clea, morir de nostalgia y de rabia por lo que sólo existió como imaginación. No me siento real, dijo, porque yo ya soy otra.
La respuesta de ella es natural. Todo el mundo sabe que la vida se disuelve a veces en nostalgia, en ese ejercicio estéril de extrañar una halagadora falsificación de la memoria. La gente ama o extraña lo que cree haber vivido y no la realidad, todos detestamos la fugaz certeza de la historia. Lo vivido se disuelve en ese ejercicio de recuerdo y negación. Extrañamos lo que no fue, lo que deseamos en silencio que haya sido. La memoria es inconstante y no permanece indiferente a los cambios del tiempo y de la perspectiva
El amor es un error, porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestro saber. Los hombres persiguen siempre a Justine, ese espejo donde vuelcan sus deseos y sus ambiciones de ser mejor de lo que son, para darle sentido al mundo por la supresión del yo. Y así se entregan también en retrospectiva al juego del espejo. Decía el doctor angélico que el deseo es el principio de la desgracia. Y él se está haciendo desgraciado porque presta voz a su insensata aspiración.
Para ella es tan claro, él parte de la ficción de la identidad. Cada uno de nosotros es único. Pero no entiende que somos incapaces de conocer, aceptar o desear a otro ser humano desde la ignorancia a que nos condena la realidad. Esto dice Durrell: tú no conoces a quien amas. La ignorancia permite que el amor exista. Y si pasa el tiempo sin que el amor muera, no será precisamente el mismo, porque los amantes han cambiado. Es por eso que lo que él confiesa carece de sentido, porque después de tantos años, la mujer que escucha sus palabras ya no tiene nada en común con la que hace tantos años se fue de vuelta al cono sur. Quizá sólo llevan el mismo nombre y acaso permanece la tierna paciencia con que ella escucha sus palabras.
Luego responde: No soy yo a quien están dirigidas tus palabras, sino a alguien que yo fui, que ya no soy, que tú conservaste en el corazón como en un museo pero que no es esta mujer de carne y vida a la que le hablas.
Le viene a la mente la paradoja del barco de Aquiles. Aquiles tiene un barco y mientras lo repara, va cambiando pieza a pieza hasta que no queda nada del barco que tenía. Un vecino recoge las piezas descartadas por Aquiles y construye otra vez el barco que Aquiles sustituyó pedazo a pedazo. ¿Cuál es entonces el barco de Aquiles?
Lo que dijo ella es igual de complicado. ¿Por qué yo, si ya soy otra? El tiempo se ha encargado de transformarla, es verdad. Ella, la que estuvo frente a él planteando esta paradoja es el barco nuevo. Acaso esa a la que él dice no haber dejado de amar un solo segundo de estos diez años, es sólo la reconstrucción nostálgica, idealizada y falsa que hizo a fuerza de memoria y lágrimas, la que armó con la nostalgia como herramienta a partir de todo lo que ella fue descartando con el tiempo. Todo lo que ya no es.
El amor se reduce así a un fantasma. Algo como la presencia y la neblina que habitan una casa embrujada. Love as haunting. Ella tiene razón al verlo así, pero se equivoca. Esta es la definición de una paradoja. El embrujo es la permanencia absurda de lo que no está sometido al tiempo, manifestándose en lo que es devorado por el tiempo. Ella debe saberlo, pues le gustan las cosas ocultas, la magia, los embrujos. Él, en cambio, sabe poco de magia, pero tiene ciencia y, sobre todo, tiene al barco de Aquiles.
Haunting, dice el diccionario, es la dificultad para ignorar u olvidar algo vivido, algo evocativo. Apenas parte del anglicismo, lo ve como de mal gusto. Pero ninguna equivalencia en otro idioma da en el calvo. En español decimos obsesionar, encantar, perseguir. No está atado a la magia, la paradoja y el terror como la palabra en inglés. En la lengua de Pessoa, en cambio, se habla de mal-assombrar, freqüentar y perseguir. Sospecha que sólo haunt tiene esa maravilla de referirse al mismo tiempo a la memoria, la magia y la maldición. Acaso fue una palabra que le vino a la cabeza a Einstein cuando se exilió, después o antes de haber hallado o inventado esa fantasmagórica acción a distancia. Quantum entanglement, dicen en inglés. Pero aquí el español es más poético: romance cuántico.
Es una paradoja de la ciencia, con la que acaso pueda desarticular la que ella le propuso hasta que desaparezca: yo soy otra. Apelar a la física cuántica quizá sea una salida desesperada, pero viene de la mano con Aquiles, su barco y ella misma como otra. El romance cuántico es uno de esos casos en que el alma imita a la ciencia o en que la ciencia se construye con el lenguaje de los sueños. La spukhafte Fernwirkung es tan evocativa porque carece de sentido. Es un haunting científico: una partícula obsesionada que no olvida a otra, es la dificultad invencible que le permite vivir como presente lo que ya es ausencia. Es un fantasma.
Los dos barcos son el barco de Aquiles porque de manera fantasmagórica y a distancia, Aquiles habita los fragmentos reconstruidos de su viejo bote y de la misma forma misteriosa, mal-assombra el nuevo y lo hace suyo. Invertir la pregunta es más poético y dichoso, sumerge en la incertidumbre: ¿A cuál de todas las encarnaciones de Aquiles, a cual de todos los estados que asume a lo largo de la vida, pertenecen esos barcos?
La identidad de Aquiles, como la de ella, no es una ficción, es una paradoja. La identidad es el fantasma, es el embrujo que une e identifica los estados que asume una persona en todos sus desplazamientos por las dimensiones físicas. Es verdad que el cuerpo, como el barco de Aquiles, renueva todas sus células periódicamente y es otro cuerpo cada año. Pero no deja de ser el propio cuerpo. El corazón y el pensamiento pueden hacer lo mismo con las ideas y los afectos, pero el fantasma los une y los transforma en algo cuya suma es más que la superposición de todos sus estados. El cuerpo, el corazón, el alma, son la casa embrujada que habita el fantasma que soy yo. La suma de quien fui y soy o seré no es aritmética ni contable. Hay algo, como el fantasma en la máquina, que se encarga de usar cada estado, cada tiempo, cada pensamiento, para construir un todo superior al minucioso registro histórico de las transformaciones vividas. La identidad es el fantasma, es aquello que embruja, lo que está fuera del tiempo.
Un sistema con romance cuántico no puede definirse como
el producto o la suma de los estados asumidos por las partículas que lo
constituyen. Esto significa que no son objetos individuales, son todo. Yo soy otra, dijo ella, y tiene razón. Él debió responder: «amor, tú no eres tú, la de ahora o la de antes, eres más que la suma de todas las que has sido o serás».
«Si tuviera por otro rato tu tierna paciencia, y quisieras escuchar mi explicación, haría eco de la paradoja y de la física: el fantasma que me habita no dejó nunca de amar al fantasma que te habita. Porque ellos no experimentan el tiempo, ni el cambio, ni la distancia. Son fantasmas. El amor carecería de sentido si expulsamos de él la paradoja: no es amor verdadero el que se agota con el tiempo o el cambio. No es amor el que huye cuando la enfermedad acosa al cuerpo amado. Amor es la promesa absurda de desear aquello que es más que la suma de los estados que asumen tu cuerpo, tus ideas o tu alma a lo largo de la vida. Amor es fantasma sin tiempo y sin materia. El amor se dirige a lo que permanece porque no está sometido al tiempo, manifestándose sobre aquello que devora el tiempo. Amo ese fantasma que construye lo que permanece a partir de lo que se transforma».
«Verás, tu fantasma me habitó una vez, me tocó, me hizo suyo por un instante. Como Aquiles y su barco. Anulemos al tiempo. Da lo mismo si cada tantos días las células de Aquiles son reemplazadas por otras nuevas, si la muerte habita al cuerpo y el olvido al corazón. Lo mismo da si se construye un nuevo barco con piezas viejas o nuevas. Aquiles lo habita, lo habitó, lo habitará; eso no puede ignorarse. He haunts the boat, and therefore, the boat is his. Y como decía Zambrano, no llamo mío a lo que me pertenece, sino a aquello a lo que yo pertenezco».
«Tu fantasma me habita y sólo hay lugar para un fantasma en cada corazón. Esto no significa que no haya querido o no pueda querer a alguien más. O que aquello no sea amor. Pero no es lo mismo. Aunque un vecino reconstruya el barco y diga: este es mi barco, siempre será el barco de Aquiles. No hay otra forma de pensarlo. Esa es la paradoja y el milagro».
Que él lo hubiese dicho o expuesto así no tendría sentido porque en los milagros se cree, no se los explica. El romance cuántico sigue siendo una bella y misteriosa teoría en la que creemos. Como lo fue en su momento la gravedad antes de Einstein y el espacio curvo. Una fuerza simultánea que desafiaba las leyes de la física. Ahora sabemos que el espacio cede y se deforma bajo el peso de la materia.
Ojalá ella pueda creer alguna vez que así también el tiempo se tuerce y deja de fluir doblegado por romance cuántico. «El fantasma que me habita», piensa él, «charla en medio del silencio con el eco que ese fantasma tuyo le dejó por compañía. No sé si tengas razón, no sé si el eco, ese mal-assombro es la coincidencia cruel entre el destino y el caos. Pero ya me doy duenta de que así será siempre».
Interpretará mi silencio según sus propias necesidades y deseos, y vendrá o no vendrá; ella es quien debe decidirlo. ¿Acaso no depende todo de nuestra manera de interpretar el silencio que nos rodea?
—Lawrence Durrell.
1 comentario:
Como siempre sus palabras me han sacado algunas lágrimas. Dan en el momento justo y sensible en el que me encuentro. Un placer leerlo.
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