En el panteón griego, hay una Diosa poco conocida que se encarga de poner a los iluminados en su sitio. Separa a los hombres de los dioses, y lo hace a patadas y con lujo de violencia. Porque a veces una aspiración nos eleva hacia el cielo, que no es nuestro sitio. Nos acerca indebidamente a lo divino. Así con Aquiles, Héctor y Eneas. Así con Hamlet, Oliveira y Dante. Por un instante ocupan el lugar de lo divino; pero a punto de tocar el cielo, caen como Ícaro, bajo el peso del engaño. Es que no son dioses, sino hombres. Atë los devuelve a su sitio de un celestial pisotón en la cabeza. También la torre de Babel, Pedro al sacar la espada y sobre todo, cada uno de nosotros cuando dice: lo prometo, lo juro, será bueno, seré mejor, te amaré por siempre.
Hija de Zeus, Atë representa esa capacidad humana para joderse la vida solo. Se jode el que hace promesas idiotas porque tiene la ilusión de que es mejor de lo que es —o la aspiración de serlo— y confía en sus fuerzas más allá de lo sensato. Casi siempre es algo moral: la idea de ser bueno, de merecer el cielo, el amor o la salvación. Pero también puede ser un cuarentón que se siente capaz de correr el maratón y muere de un infarto fulminante. A esa suposición basada en la fe y el engaño, los griegos le llamaban hibris.
Ατη es sinónimo de la ruina que es consecuencia de la insensatez o del engaño. Algunos —como Hesiodo— opinan que su madre es Eris, la de la manzana dorada. Parece que en la discordia se mezclan el autoengaño y la autodestrucción. Así, Atë engaña a su padre Zeus y le arranca la promesa de que, en caso de tener un hijo mortal, cambiará su destino para hacerlo un gran gobernante. Y Hera, celosa como siempre, aprovecha esta promesa para hacer de Euristeo un rey y de Hércules el homicida de todo cuanto amó.
Hércules es víctima de Atë. También Euristeo. Porque la diosa personifica la acción irreflexiva, confiada, nacida del sentimiento de que algo merecemos en el mundo, y las desgraciadas consecuencias que le siguen. Atë es el vínculo entre el hibris y la ruina, la muerte o la desgracia. Ella se nutre de la ceguera de los hombres, que rechazan o se niegan a ver sus límites y aspiran a lo absoluto, al cielo, la divinidad o lo eterno. Así ofenden los hombres a los dioses: por igualados. El hibris ofende a los dioses, y por eso lo castigan con la desgracia. Atë es la mensajera o la artífice de esta ruina. Juramos amor eterno cuando sólo a los dioses les pertenece la eternidad. En ello somos impíos, como Zeus cuando desgració a sus hijos porque se pensó capaz de ocultar sus infidelidades a Hera.
Es este elemento, el de la promesa, el que me parece maravilloso. No se trata del engaño, sino de empeñar el honor o la vida por una promesa fruto de un error de juicio. No es precisamente un autoengaño, porque uno cree, con fe verdadera que puede, que es verdad. ¿Cuántas veces juramos que somos incapaces de algo, que no lo haremos nunca? ¿O que el día que acepte esto o haga aquello otro me mato? Uno cree, con fe verdadera, que será el primero, el único capaz de cambiar sus estrellas, de encontrar la llave de la eternidad, de salvar a los que ama. Como Alcione y Orfeo. Todo juramento universal y abstracto es su castigo, porque viene del hibris.
Hibris es un sentimiento de desmesura. Transgredir los límites naturales o divinos. Prometer o proponerse imposibles. Orfeo es un buen ejemplo de la influencia del hibris y el castigo de Atë. Tiene que ver con el orgullo y la excesiva autoconfianza pues sólo quien se siente sobrehumano intenta superar los límites, promete idioteces y se desgracia en el intento de cumplir su promesa absurda. Como Ícaro. No es ambición soberbia como la de Lucifer, sino una representación equivocada de sí y del mundo. Todos hemos estado ahí, jurando con la certeza de cumplir sólo para ser testigos del modo en que el mundo demuestra que si no mentimos, por lo menos fimos incapaces.
Pero sin hibris, nada grandioso se intentaría. La aspiración de lo sobrehumano es lo que nos lleva más lejos, como decía Nietzsche. Al mismo tiempo, sin Atë y su castigo, estaríamos rodeados de locos suicidas que se hacen matar a la menor provocación. De lo que se trata es de estar preparado, creo. Cuando juramos la vida entera a una causa o a una pasión, es preciso ser consciente de que alguna vez enfrentaremos a la diosa Atë. De Marx a Stalin. De Cristo a los curas pederastas. De Alfonso Reyes a Octavio Paz. Del amor a primera vista hasta el divorcio encarnizado. Todo ideal se volverá contra sí mismo, será el motivo de su perversión y su desgracia. Toda promesa ha de romperse cuando es insensata o excesiva. Atë nos regresa siempre a nuestra circunstancia. El mundo no está aquí para ser mejorado, ni nosotros para lograrlo. Acaso por eso son pocos los que se levantan por encima de sí y de los otros. Son pocos los que usan al resto de escalera. Porque siempre acaban mal y en anatema. Acaso sea precio justo por ese instante de ascensión, de brillo, de liderazgo.
Como el general aquél que se puso a tocar la flauta al ver entrar en su ciudad inerme al ejército enemigo, como si nada tuviese que temer. El ejército se acobardó ante semejante muestra de gallardía y soberbia, porque sólo quien está seguro de la victoria puede actuar así. El ejército abandonó la ciudad aunque su única defensa era el solitario general con su flauta. Por un instante su hibris salvó el día, cambió la historia. Hasta que alguien les fue con el chisme y Atë se cobró la deuda. Ciudad arrasada, general muerto, todo en su sitio. Así Leonidas y sus 300 frente a Xerxes y Ephialtes. El todopoderoso Marv. Yo mismo y tú lector, cuántas veces.
Atë camina pisando las cabezas de aquellos que se elevan. Así salda todas las cuentas. Regresa los límites a su sitio. Hace pagar caro el momento de la gloria. Acaso vale la pena… creer que somos fieles, que somos felices, que la vida no termina, que el amor es verdadero, que los amigos no traicionan, el vino no emborracha y el cigarro no mata. Creer en siete cosas impensables al mismo tiempo y volar, por un instante, volar libres de la humanidad que nos aprisiona. Sin grilletes, convencidos de que por una vez, por esta vez, para siempre, le daremos vuelta a las probabilidades y seremos el milagro. Ganaremos en las cartas, hallaremos la cura del cáncer y de todo. Todo. Hasta que la diosa nos devuelva a la tierra descalabrados, locos, porque sus pies son de piedra y camina sobre nuestras frágiles y estúpidas cabezas. Desvanecidos, nos queda el recuerdo feliz de cuando estuvimos convencidos de que no habría un precio que pagar por cada instante de dicha. Pero el precio es inevitable como lo es la ruina. Porque aspirar a la dicha es aspirar a la desgracia. Todo pasa por algo: porque incrementa nuestra miseria. Atë es la causa y el efecto.