7. Lo dije de otro modo, pero fue lo que quise decir. Lo dije como te lo había anunciado, las mismas palabras, casi, que te dije una noche sin que tú imaginaras que detrás de todas mis palabras está tu nombre, detrás de mis esperanzas y mis miedos. Palabras que pensé y aprendí en una noche, entre un cigarro y otro, con tu rostro en frente, desde la distancia, con tu voz sin cuerpo que llenaba el vacío triste de mi departamento. Me detengo.
Durante días me detengo y nada escribo. Días largos en los que pienso una y otra vez en ese vacío de mi departamento. Días tristes en que no me cuesta entender que ya perdido en lo más profundo de la ilusión, esa vieja soledad que fue mi compañera se ha vuelto aterradora. Me doy cuenta de que no podría, a pesar de haber estado junto a ella tan tranquilo, volver al mundo o la experiencia de un enorme cuarto vacío donde sólo resuenan mis pasos y el teléfono jamás suena, volver a ver con indiferencia la computadora, los cigarros y hasta esta pluma con que ahora escribo porque tu nombre está detrás de todo, antes de todo, sinónimo de todo.
Tu nombre que al fin escribí en una banca fría de Coyoacán, con manos temblorosas y el corazón en vilo. Tu nombre que escribí junto a un te quiero que ojalá se vuelva eterno más allá de la tinta y el papel, en tu vida y en la mía. Un te quiero, Salua, que ojalá guíe mis pasos y mi pluma por un tiempo sin final. Tu nombre y un te quiero, Salua, que resumen sin dificultad el retorno de toda mi esperanza, de esa esperanza que es tanto más aterradora que la soledad porque al principio basta un poco para ser feliz y la felicidad se complica a cada instante, con cada tic del tac reloj.
La esperanza duele, la esperanza asusta. Por semanas o meses bastaba, sin que tu supieras, escribirte líneas y lineas sin intención de que llegaran hasta donde ahora han llegado. Bastaba tener la esperanza de que un día, aún por equivocación, me vieras escribir tu nombre y un te quiero. Esperanza de tu sonrisa, de tu mano en la mía. Hasta ahí llegaba mi esperanza porque no podía ni pensar en un abrazo ni en un beso. Pasaba días meditando palabras, pensándote y sólo la esperanza de escribir tu nombre y tu sonrisa me impulsaban hacia adelante en este mundo.
Y al final lo dije, y con mi esperanza cumplida murió también la paz. Corto la frase para cerrar los ojos y buscar en la memoria un camino de regreso hasta esa noche, la que bien pudo ser mi primera noche en la tierra si Dios existiese y me hubiera permitido escoger. Lo escribo y reflexiono. La primera noche en que un mensaje tuyo me invitó a verte como nunca antes te había mirado.
Fue tu culpa, lo repito. Pero fue también mi culpa. Tú llamaste y yo respondí. Emocionado y loco aceleré para llegar a ti con la misma desesperación con que uno busca el aire a medio ahogarse o al volver de un desmayo. Te miré de lejos, me acerqué con paso lento, bebiéndome con calma la imagen de tu cuerpo así, distante. Era la última vez que te vería, estaba seguro. Si me atrevía a decirte o a leerte lo que llevaba una semana de esconderte, sería la última vez que te vería. Por eso te miré con calma y me acerqué despacio. Era mi última fresa antes del abismo y de los leones, mi última alegría antes de perder el paraíso.
Esperaba decir palabras y palabras. Desesperaba de poder decir tu nombre. Esperaba, vencido de antemano, que al extinguirse mi voz dijeras que sólo son palabras y que las palabras no cambian al mundo. Esperaba partir herido para toda la vida y no volver a verte. Sabía que esperaba un adiós para siempre y que el Domingo no llegaría nunca. Y así con el mismo miedo del último paso hacia el cadalso, me acerqué a ti seguro de que sería la última vez, de que la luz estaba a punto de apagarse. Y contra toda esperanza, como en un sueño, sonreíste y me abrazaste. Por ese acto único, sencillo, pensé que acaso volvería a verte.
Me guiaba entonces, como ahora me guía, la esperanza de una revelación final, de un tiempo más allá del tiempo que me permita discernir al fin si el salto de esa noche hacia el vacío de la incertidumbre fue un salto de héroe o de idiota. Si me espera la gloria pírrica de morir luchando o sobrevivir sin gloria en el silencio de un departamento vacío, junto al teléfono que no llamará de nuevo con tu voz.
Soportamos. Ambos soportamos largo rato. Sonrío al recordarlo, al escribirlo. Soportamos horas con un café y pasos silenciosos en las calles vacías. Soportamos la distancia aún invencible entre tu mano y la mía. Fue mi culpa porque me rendí primero. Tenía que ponerle fin a tanto miedo y tantas ilusiones, escoger de una buena vez entre la luz y la tiniebla. Fue mi culpa porque necesitaba saber, igual que ahora, si eran sólo palabras o si con palabras podría romper la barrera invisible entre tu mano y la mía. La separación amarga de nuestras vidas.
Otra pausa. Un sorbo de café. Un suspiro. Y detrás de mis párpados, tu sonrisa al cerrar los ojos.
Días después me dirás que lo leí muy rápido, que había en mi voz una desesperación por terminar. Y será verdad. Dirás también que son palabras cuando yo haya terminado de leer las variaciones de un tirón, sentado junto a ti y espiando tu rostro a mi izquierda como siempre, espiando tu sonrisa y tu mirada en una noche fría y solitaria del barrio de Coyoacán. Días después te hablaré de tu sonrisa, la que se asomaba de tu boca mucho más a menudo de lo que cualquiera de mis sueños o mis esperanzas me hubiese prometido. Todo eso vendrá después. Por ahora, en este ahora que resucito con palabras y revivo mientras aún se mueva la pluma, ahora tiemblan mis manos, leo demasiado rápido para saber si al final del laberinto espera tu sonrisa o tu partida.
Ahora sonríes. Ahora se te escapa una risa nerviosa que acaso sea de emoción pero que yo siento como de condescendencia o lástima. Leo rápido y hasta el final, como quien traga una mala medicina o apura el vaso lleno en que el alcohol promete la cura del olvido. Las últimas palabras se me escapan de la boca y tu sonríes. Tengo un nudo en la garganta y tiemblo más allá de mi control. Entonces frente a ti, pero también ahora, al recordarlo y escribirlo. No te vayas, te dije, te digo ahora también, te escribo, te suplico al mismo tiempo. No te vayas sin que te haya dicho que te quiero de una vez y sin final. Silencio. Voces lejanas en la noche. Un viento frío y silencio.
Silencio.
Silencio.
No te vas. No dejas de mirarme. No te mueves. tus manos ahí, más cerca, más lejos que nunca. Te cuento mi historia, tu historia, sin decir mucho, atropelladamente. La historia es que soñé contigo y empecé a escribirte, que todo esto, cada palabra y cada variación es para ti. Falta una, dices. No sé si sonreí, pero me gusta pensar que sí. No puedo ver tu rostro, pero estoy seguro de que sonreías cuando dijiste, falta una, la sexta. Te besé la mano, tomé aliento y dije que te quiero, Salua, y aunque sé que no podemos ser felices para siempre, estoy dispuesto a dejar el cuerpo en la guerra diaria por hacerte feliz. Sonreíste. Nos abrazamos. Después dijiste:
Son palabras
(y ahí, de golpe, quise morirme)
pero las palabras son mágicas a veces,
(quise vivir, respiré de nuevo y te besé la mano)
son palabras, lo dijiste y quise que el mundo se apagara. Dijiste lo que yo pensé que dirías pero no como pensé que lo dirías, y así colmaste en un instante todos mis miedos y mis esperanzas. Así, por nuestra culpa, me arrancaste —y quisiera escribir nos arrancamos— la felicidad por el resto de la vida. Me regalaste —o nos regalamos— la certeza de buscarla cada día mientras dure el mundo o dure yo.
Nos abrazamos, caminamos más. Alguien que nos vio pasar te miró sorprendido. No queríamos separarnos. Mejor dicho, porque nada sé ni puedo saber pues falta una segunda voz, la tuya; no quería separarme de ti. Pero al fin nos despedimos, seguros de encontrarnos otra vez.
Manejé con clama. Fumé. Fui feliz. Si duermo que no despierte y si no es sueño, que no duerma otra vez. Pero tuve que acostarme y cerrar los ojos y ahí, en la oscuridad, como un demonio reptante y envidioso, mis palabras se acercaron a mi oído y abrí los ojos como desde una pesadilla, condenado a pasar la noche boca arriba, asustado como niño en la oscuridad. Yo lo dije y ahora, por primera vez lo escribo para no olvidarlo nunca. Igual que en esa noche y cada noche desde entonces, me hago trizas el corazón a mordidas cuando digo o escribo: tienes novio. Y como un demonio, enemigo acusador y honesto, mis palabras trepan y me abrazan todo el cuerpo. Colmillos venenosos ensucian mi alma cuando la serpiente blanca de mi culpa y de mi miedo grita, susurra, jura, tiene novio, justo antes de morder.
Por ahora bastan tu sonrisa y tu mano en la mía para mantener a raya la ponzoña. Pero al principio basta un poco para ser feliz y tarde o temprano ya nada es suficiente. Te pregunté por él en sueños, antes de conocerte. Ahora una serpiente blanca corre por mis venas y muerde, una y otra vez mi alma. Su veneno no puede matar a mi cariño. Pero hay cosas peores. Quizá me vuelva loco. O me mate a mí.
Te quiero, Salua, lo dije de otro modo, pero lo escribo ahora otra vez y de un modo nuevo. Te quiero, y estoy dispuesto a dejarle el cuerpo y la razón empeñadas para siempre al diablo serpiente blanca de mis venas para verte sonreír.
1 comentario:
tal parece que todas las plumas llevan a Cayoacan carnal...
muzzlep, que me suena a Alice in Wonderland
Publicar un comentario