Anoche tuve una pesadilla sobre el examen de admisión. Buscaba en listas interminables mi nombre, pero no aparecía, y tampoco encontré la lista donde debería haber estado mi nombre o no. Así que al final no supe si aprobé o reprobé. Ausencia de referentes. Supongo que leer a Foucault en vísperas de una entrega de resultados no deja nada bueno. Una bonita combinación para crear pesadillas.
Leí en Foucault acerca de la relación entre saber y poder que se manifiesta en los exámenes. El examen como un mecanismo de sometimiento, control y disciplina. No pude evitar pensar en el examen del que me dan resultados mañana; en mi nerviosismo. En la configuración del examen, diseñada para agotar, para desaparecer todo parámetro de razón y abrir el camino de la interpretación libre y la falacia de autoridad.
Dicen que en las humanidades —arte y filosofía— todo el mundo tiene la razón en alguna medida, que no hay opiniones inútiles, falsas o idiotas sino sólo —acaso— fuera de contexto, incompletas o mal formuladas. Si esto es así, un examen de humanidades carece de sentido salvo como método de sometimiento automático. Es una especie de petición de principio o paradoja; algo a medio camino entre ambas. El examen de admisión, el examen en sí, en la academia de las humanidades pierde el elemento del saber y deja sólo la relación de sometimiento al poder. Porque si no existen criterios objetivos o absolutos, el saber desaparece pues éste es, por definición, un criterio absoluto, opuesto al ignorar. En su lugar, queda la situación de “opinar”. Y sí, existe la tolerancia, la libertad de expresión y el respeto hacia las opiniones distintas. Pero en el fondo, hay una falacia de autoridad. ¿Quién califica el examen? Alguien cuya opinión, criterio o expresión sobre el conocimiento del examinado es igual de respetable, tolerable y libre que la del examinado acerca de la capacidad de aquél para calificar su pensamiento vertido en el examen.
Entonces, sin referentes objetivos, sin posibilidad de calificar algo de correcto o incorrecto, ¿dónde radica el criterio para calificar el examen? En la autoridad, como ejercicio del poder de quien califica. Si bien —parece decir el examen— somos iguales y nuestras ideas tienen el mismo valor, lo cierto es que sólo yo (academia) tengo el poder para (des)calificar tus ideas. Y si quieres jugar conmigo, entrar a nuestra facultad, aprenderás desde ahora que el culto a las vacas sagradas es absoluto y no puedes sustraerte de él. ¡Ay de ti, Guillermo Tell!
Un nuevo divorcio entre saber y poder. Más que un divorcio, el poder viudo. Sólo queda éste, vacío, sin el sustento del saber, privado de sentido. Pero eso no significa que sea “malo”, que exista un abuso de poder o un exceso en su ejercicio sino, acaso, y aún peor, que la relativización paulatina del saber y la renuncia a la correcta fundamentación del argumento sobre un criterio más o menos absoluto, está vaciando al concepto de saber, dejándolo en el absurdo.
Ahí donde nadie puede ser llamado ignorante, tampoco pueden existir sabios. Y el que no es sabio, es ignorante. Sólo desaparecen las palabras que nombran a las diferencias cuando la homologación anula esas diferencias. Donde todos son sabios, todos son ignorantes. Donde nadie es ignorante, todos lo son. La ausencia de referentes como principio de idiotez colectiva.
Quizá de ahí toda mi angustia metafísica por el examen. Porque al final, apruebe o repruebe, gane o pierda, lo único que el examen representa, es mi sometimiento a una autoridad vacía. Significa que me arrodillé ante los ídolos y ya puedo irme olvidando de la distinción que, según yo, existía entre los ignorantes o idiotas, y yo.
El examen es algo como decir: “desde ahora, eres preso del universo”. ¿Tiene sentido? Y sin embargo es verdad en algún sentido... Pero si todos somos presos, todos somos libres. ¿O hay alguien que no sea preso del universo? Ese Wilhelm de Ockham y su navaja. Corta, duele. Y nada como una paradoja para causar pesadillas.
NOTA: Escribo y posteo esto hoy, 30 de Marzo de 2009 a las 23:00, casi diez horas antes de que me entreguen el resultado, porque así mantengo mi independencia respecto del resultado del examen. Si repruebo, nadie podrá decir que escribí esto por ardilla —bueno, acaso los humanistas, esa gente irreferente—. Si apruebo, queda clara mi disconformidad frente al sistema aún cuando me acepte. Así pues, este devaneo no es más que una medida profiláctica intelectual diseñada para fortalecer la integridad.