III. Sueños. Días van y días vienen. Cada noche al volver a casa del trabajo piensa en ella. Mira la fotografía y se pregunta si la memoria no le estará jugando otro truco sucio. Cada noche, al volver del trabajo escucha la misma canción recuerda las lágrimas de las que fue testigo en aquella noche infinita y sin mañana. Llora, pero no por alguien más, nadie merece tus lágrimas. Nadie. Y ella llora, escondiendo la mirada y el rostro en un abrazo, escondiéndose apenas un instante después de haberlo besado. Con un cigarro en la boca y un whisky en la mano, se siente frente al escritorio, frente a una hoja en blanco y se dice que tiene que escribirlo, que no puede olvidar porque aunque ella tenía razón y no significó nada, no quiere dejar ir la sensación de volver a vivir, de surge et ambula, el sentimiento de ser otra vez un niño idiota con el primer beso en puerta; la certeza de que ella es el principio y el fin de la vida, la única que existe, esa sensación. Que se detenga el instante, así sea en papel. No quiere ni debe olvidar ese sentimiento, por efímero que sea. No puede olvidar porque no hay peor traición y todo lo demás. Cada noche se rinde antes de empezar a escribir. La hoja en blanco le causa angustia y el alcohol no le da consuelo porque al final está solo y mira al cielo sin esperanza de volver a verla. Sin apellidos, sin otra cosa que el nombre que no se atreve a repetir porque teme haberlo olvidado. Para recordarlo tiene que concentrarse en el dije que colgaba del cuello de ella, porque cuando los presentaron ya estaba idiotizado y no pudo ni discernir las palabras de Gretchen cuando le dijo algo que bien pudo ser te presento a mi amiga ¿—#—@—? Hola, mucho gusto, soy Faust.
Era algo como aquél banquete en el infierno. Imágenes inconexas en el fondo, como escenario: calaveras, juguetes quemados, objetos sin sentido. En algún modo la idea del arte moderno y la descontextualización del objeto cotidiano se asemejan a las pesadillas más terribles del medioevo. Temas oscuros, cosas que no comprende aunque puede explicar sin mucho esfuerzo porque para eso, para racionalizarlo y no verlo, tiene una educación y una vida dedicada más o menos a vender su cerebro y los sofismas convenientes que surgen de él. Un mar de gente, un mar de desconocidos con rostros raros, rostros agresivos, indiferentes y acaso hasta alguna bienvenida con buena intención. Piensa en eso, en sus nervios de punta como siempre que se halla en medio de la gente y trata con desconocidos. Piensa en Gretchen a su lado , como ancla o compañía, tranquilizándolo con charla tranquila, tan feliz como él de haber, al fin, capturado el momento. Entonces Helena, su nombre en el dije, apenas como algo lejano, una búsqueda incesante de miradas perdidas porque, en algún modo, él sólo deseaba robarle una sonrisa y conocerla. Descubrir de dónde viene ese acento extraño pero atractivo, casi familiar. Descubrir qué hay detrás de la palabra con la que la definen, “modelo”, que suena a tropiezo, a efímero. La palabra que lo nombra a él tampoco dice mucho, más bien algo de mala fama y motivo de chiste. Y aún así. Eso es una esperanza. ¿Quién salvo Gretchen sabrá imaginar que él sabe lo que significa la frase et nunc manent in tie, por ejemplo. Pero no hay modo ni oportunidad. Helena es un perpetuo desencuentro. Se rinde y se concentra en Gretchen. Quizá así pueda empezar a escribirlo, piensa, en forma de carta.
La primera vez que te vi, entendí con cruel certeza que nunca serás mía, que nunca me verás con anhelo o con simpatía siquiera. Perdóname, la primera vez que te vi, te quise en el sentido más literal de la palabra, te quise para mí, te quise mía sin sentimiento más intenso que el egoísmo. Te quise propia, entera.
Tacha el enunciado, fuma, bebe otro Whisky con sabor a ella, incluso cambió de marca para beber lo mismo que aquella noche. Arruga la hoja y la tira a la basura. Se asoma al viento frío de la noche y mira al cielo. ¿Dónde estás ahora? Olvida el nombre y tiene que conjurar la imagen del cuello largo y pálido, de dos clavículas que marcan la ruta directa al corazón y cómo, en el centro justo, en la pequeña depresión, en ese sitio vulnerable y mortal, colgando de una cadenita plateada, está el nombre que no pudo aprender, que tiene que descifrar en sueños. Afortunadamente escrito en palmer, un trazo continuo, total, donde las letras se generan unas a otras como causa y consecuencia; así es fácil descubrir lo que sigue a partir de la K. Todo se perfecciona según su naturaleza. Sonríe.
Pasa al rededor de un mes en esa guerra idiota e inevitable contra el papel hasta que, al final, pasando las páginas del libro que no leyó, encuentra la primera pista, el primer destello que le explicará cómo empezar. Es hora de empezar. Lo siente como un pequeño vuelco en el estómago, lo siente como una presión indefinible en las manos, lo ve en las hojas blancas de la libreta que ahora lo llaman, no lo repelen. Es hora de empezar sin duda. Y aún así, se toma varios días más para escoger la primera palabra. Disfruta la emoción de tener al fin las ideas claras, la vida cierta. La certeza de que al fin ha encontrado el mañana que se le perdió aquella noche sin sueño y sin posibilidad de retorno. Pasa varios días más pensando en ella, pensando en tí, Helena, ahora K, sólo K, en la primera palabra que está seguro debe ser algo sobre el tiempo. Horas, días, semanas, algo así. La primera palabra y bien vale la pena relegar el placer pues apenas empiece a escribir, estará poniendo punto final a su sueño. And so it is. Just like you said it should be. We’ll both forget the breeze... Damien Rice y las lágrimas de K están entrelazadas en un silencio sin tiempo.
Al fin, un mes y un par de semanas más tarde, se sienta frente al escritorio con la pluma recién cargada de hermosa tinta negra y cierra los ojos. Silencio. Una brisa suave entra por la ventana sin ruido. El cuarto a oscuras, sólo una lámpara sobre el escritorio. Al fin, la frase de Fausto: Wie Träume flihen die warmste Küsse... La memoria empieza entonces su trabajo. La veo al otro lado de la habitación, charlando y riendo con una copa en la mano, junto a sus amigas. Feliz, la mujer inalcanzable me ignora sin tomarse para ello demasiado trabajo. Se levanta algo nervioso y se acerca a la ventana. Está a medio camino entre esa noche, un pie en sus sueños y uno en la realidad, intenta construir un puente. Enciende un camel y se deja llevar por la memoria, no hay razón para cuidarse. Si puedo recordarlo, puedo escribirlo, y permanecerá en mí.
Pasaron un par de horas antes de que pudiera dirigirle la palabra usando enunciados completos, coherentes. Ella no sabía mi nombre, lo mismo que yo no pude aprenderme el suyo cuando nos presentaron. Espié la cadenita en su cuello buscando su nombre. Ella, mucho más pragmática, se inventó uno para mí. David. Estoy casi seguro de que fue David, porque me trajo recuerdos agradables. Con la ayuda de Gretchen, planeamos un reencuentro que jamás tendrá lugar. Así conocí el origen de su acento aunque no pudiera explicar su semejanza con el portugués. Fue entonces cuando tomé esa fotografía. Se aparta de la ventana y se sirve un whisky derecho, sin hielo, eso le trae nuevos recuerdos. Nos acercamos, K y yo, a la barra en busca de otro trago y ella se burló por la ínfima cantidad de alcohol en mi vaso. Quizá fue entonces cuando empezó la confianza. Con ese trago largo que le dimos al whisky luego de decir salud. Yo aún tenía otro nombre y ella era sólo hermosa y una K. Gretchen me advirtió que K tendía a dejar a todo el mundo borracho con esas bravatas y los constantes brindis; me lo advirtió mientras K bailaba en el salón con otra, con una chica medianamente guapa, con vida y alegría para ponerse a la altura de Ka. Terminaron en el piso, se levantaron tambaleantes y fueron a sentarse lejos, en la otra habitación, donde yo no podía verla. Pero yo iba con la amiga de K y aunque mi nombre no era D, estaba contento de serlo por un rato y se notaba. Gretchen me lo insinuó y yo no supe que decir. Después vino otro rato en calma, mirar las piezas de la exposición, hacer comentarios, suponer, hallarle gusto, lo de siempre, lo que hacía años, desde que conaculta y el periódico y la crítica de arte. No estaba fuera de sitio, estaba pensando en Ka y nada en ese momento me parecía tan hermoso como ella.
Basta cerrar los ojos para verla: los pantalones entallados, las botas, los brazos delgados y la enorme flor roja en el hombro. Las sonrisas ajenas, las miradas que no pude robarle. Antes de ella, antes de Ka, ¿cuándo me sentí tan idiotizado por una mujer con botas y cabello corto? No es mi estilo. Mira las estrellas como si ahí pudiera encontrar el nombre. El tiempo se borra como una acuarela mojada, no recuerda más palabras, más nada. Recuerda que aún no llegaba la media noche cuando mucha gente empezó a retirarse, cuando se encontró en el pasillo con un tipo que intentó crear conversación. Éste quiere a Ka, pensé, y no me equivoqué, un rato después, una y otra vez, la persiguió sin éxito, sin delicadeza. La mayor parte del tiempo me provocaba golpearlo, organizar ahí mismo un zafarrancho y regresar al medioevo, a la adolescencia, al cro-magnon, a la parte más irracional de lo que mi memoria genética guarda. Quería pelear, supongo, porque él estaba haciendo todo lo que yo quería hacer pero evitaba, consciente de que no era el modo ni el lugar, ni nada. Quería arrastrarme y rogar, quería jurarle y llorar. Quería pedirle matrimonio a Kar como todo borracho que se respete hace con todas las mujeres. Y me contuve para no amargarle la noche a nadie. Charlé con G, bien enterada de lo que yo estaba pensando, tolerándolo, acaso esperando en silencio. El sujeto aquél desapareció al fin mientras yo, con ganas de ir con Kar y preguntarle, ¿consentiste?, maldito Byron! Ciego de celos, de amor propio y de fracaso porque Kar seguía lejos y sin el menor interés en mí. Simpatía quizá, pero no interés.
Más tarde me enteré de que el tipo aquél no era más que un ladrón borracho y que quizá, enojado por su fracaso, robó una pieza para compensar por el teléfono falso de Kar. Ahogar el shock con más whisky, fotografías para el recuerdo y, entonces, cuando me convencía de que lo mejor habría sido golpearlo y hacer de héroe inútil, violento e incivilizado... Una pausa para encender otro cigarro, para ir hasta la cocina y dejar el vaso en el fregadero, para inventar todas las excusas posibles antes de tirarse un clavado en el aquelarre.