I. Confusión. Años han pasado desde su última carrera contra el sol, desde esa última derrota. Años, descalabros, tristezas y dos veces casi muerto. En esta madrugada, ha olvidado todo. Amanece. El sol sale lento y majestuoso, al ritmo de la mujer que duerme recostada en sus rodillas. Amanece casi como consecuencia de la música en el estéreo. Música y amanecer acompasados al ritmo de las pulsaciones en su cabeza, del martillo que clava un ataúd para sus sueños. En los días que vendrán, escuchará la misma canción una y otra vez en busca de respuestas que no están ahí. Serán días, semanas, acaso toda la vida. Sin respuestas ni conclusiones, sólo el recuerdo de un amanecer y la fría madrugada, los edificios y la oscuridad dejando sitio al sol. Al futuro.
Cambia la velocidad y cuesta trabajo, con la bella durmiente que lo alcanza desde el otro asiento, respirando tranquila sobre sus rodillas. Es una visión dulce como flor de margarita al amanecer, rocío sobre sus pétalos. Sonríe ante el juego de palabras. Gretchen, se llama Gretchen y la acaricia con un dejo de nostalgia al darse cuenta de que la lleva a casa, de que a ella le debe todo lo que ha pasado esta noche, un dejo de culpa porque no está pensando en ella, sino en otra. Gretchen, como la de Fausto y eso tiene que ser más que coincidencia. En los días que seguirán, pasará páginas y páginas sin tregua, buscando la respuesta, la única posible para explicar la nostalgia del amanecer, de la carrera perdida contra el sol. Páginas en busca de consuelo porque no sabe perdonarse acariciar con nostalgia el cabello de una mujer mientras piensa en otra que es sinónimo, casi consecuencia de la primera. Piensa en la ausente que existe sólo por Gretchen, la que está ahí junto a él. Piensa que ya no importa, porque todo ha terminado y no hay manera de recuperar todo lo que durante la noche construyó y arrancó luego de raíz. Distancia, vida, desesperanza. Vendería mi alma, como Fausto por vivir eternamente en esta noche.
Mientras toma la última curva antes de separarse de su bella durmiente, el sol termina de salir y el cielo adquiere textura de algodón e azúcar. Nostalgia otra vez y la misma voz en el estéreo. Maneja despacio, para evitar problemas con la policía, pero en el fondo, maneja despacio porque no desea que termine la noche aunque el amanecer diga otra cosa. Es la primera noche en que me siento vivo desde... No se atreve a pensar siquiera el otro nombre, en los besos resucitados esta noche por la que ya no está, por la que es consecuencia de Gretchen, por la que siempre será ausencia. El mañana no deja lugar para los reencuentros. Mañana —hoy, en unas horas—, para no ir más lejos, tiene que levantarse temprano y acaso aún antes de que haya tenido tiempo de acostarse y dormir.
Mañana es un concepto idiota, piensa mientras estaciona el auto y susurra un llegamos para despertar a su mujer dormida. La levanta en brazos primero, y luego se la echa al hombro. La quiero, se dice, ¿desde cuándo?, mientras ella ríe entretenida y acaso agradecida, demasiado cansada para caminar, para resistirse a ese gesto que él reserva para quienes de verdad quiere. Aligerar el andar de alguien más como síntoma físico de algo que siente. Pero cuando la pone en el suelo y se despide, nota que no lleva consigo las llaves del auto. Desesperación. Ella desconfía, acaso es la excusa más vieja del mundo para intentar colarse en la cama de una mujer. Pero no es excusa, ojalá lo fuera, maldita sea. La mañana sigue adelante, el sol ha salido y cada minuto que pasa es uno menos de sueño para un día que será largo, febril y confuso. El primero de muchos buscando respuestas, buscando explicaciones que no llegarán. Días y días sin futuro. Aparecen las llaves. Felicidad.
Un beso de despedida. No tiene sentido y quizá por eso, es uno de los besos más dulces de su vida. Un beso que parece el fin anunciado, la señal maldita antes de la crucifixión, la última fresa antes de ser devorado por los leones. Vendería mi alma al diablo por... Acaso después de dormir entienda por qué diablos piensa en Goethe. No es coincidencia. Vendería su alma al diablo por algo así. Al abrir los ojos, al separarse del tacto dulce y triste de esos labios que no volverá a besar, sabe con certeza de muerte que vagará como sombra por noches insomnes sin encontrar jamás esa misma calidez. Lo he perdido todo y ni siquiera sé cómo.
Sólo de camino a casa se atreve a preguntarse cómo y cuándo empezó todo esto: la tristeza que lleva nombre de mujer y que en una noche de fiesta le ha puesto fácil el suicidio como dijo... quién? ¿Empezó diez años atrás? En esa otra noche de fiesta de la que se fue directo a al examen más importante de su vida sin haber dormido. Tal vez. ¿Empezó cuando lo rechazaron en la universidad de la que de cualquier modo lo habrían echado más adelante? No. ¿Empezó cuando se enamoró de una chica que solía llevar chamarra de cuero negro? Ni por error. Esta maldición no empezó antes, nació esta noche, así sea la suma y consumación de toda la vida. De la vida que perdí. Ach, nun habe ich... Lo perdí todo al verla. Cabello corto y rubio. Apenas escuché su voz con ese acento particular, eco de otro acento que alguna vez me hizo perder la razón. Empezó con sus ojos cafés, con un beso indescriptible, con sus lágrimas y el tacto de su cuerpo firme, maravilloso. Te llamaré Elena, porque eres consecuencia de Gretchen, porque te perdí al instante, aún sin saber quién eras, sin imaginar dónde terminaríamos. Lejos. Volarás de mi vida en pos de una existencia plena que yo no puedo ofrecerte.
Acaso empezó antes, la primera vez que vio a Gretchen. Jovencita, tres años menor que él, universitario de primer semestre y poco mundo. Cuando el amanecer y las crudas eran cosa de cada fin de semana y, a veces, de todos los días. Baja la ventanilla y enciende un camel con calma, dispuesto a disfrutarlo. Empezó cuando aún no fumaba. El cigarro sabe entonces a traición, pero cumple y lo ayuda a quitarse el frío y el sueño. Los ojos arden, le tiemblan las manos y tantas otras cosas. Es demasiado tarde, en un abrir y cerrar de ojos, llegaré a los treinta.
Abre la puerta del departamento y, con ella, la de la memoria. Sabe que vale más sentarse a escribirlo ahora, cuando aún está fresco, antes de que olvide todo. Se sienta ante una hoja en blanco, pluma en mano. Pasan los minutos y no encuentra palabras. Horas robadas de la madrugada. Me creerías si te digo que te quiero? escribe. Y abajo, lo que dijo Elena. No, porque lo mismo que esto, no significa nada. No encuentra el modo de escribir su propio silencio y las palabras que no dijo. Desaparecerá al amanecer, como un sueño. Entonces mira por la ventana y se da cuenta de que ya amaneció y aún no desaparece. Aún la quiere. Aún tiene la certeza de que gracias a ella, a Elena, toda su vida ardió de golpe, en un instante. Y ahora sólo quedan cenizas. Se levanta desesperado, corre las persianas en su habitación y se esconde en la penumbra artificial, insuficiente. Afuera, el pregón del gas, el agua, la basura, los ruidos típicos del día que empieza, alguna sirena varada. En una hora, ojalá en dos, alguien llamará a su puerta y no puede ignorarlo. Puta vida, piensa antes de cerrar los ojos e intentar dormir. Claro que nadie duerme tras una noche como esa.