Lord:
I hated you for killing a child
In her mother's arms
I hated you for maiking her know
Her father could not
Protect her from your harm.
I hated your life
Inside my soul
And wanted to see it end
But then I remebered that
You were once a child
And I had to think again.
—Paul O'neil
Hay, según creo, dos formas de experimentar el dolor. Puede sentirse en carne propia, como reacción a una experiencia sufrida sobre lo que uno es; puede sentirse como un eco de lo vivido por aquellos a quienes queremos. Fuera de eso, el dolor no existe. De las dos formas no hay una más grave o más desgarradora. Esta fe me ha acompañado desde siempre pero, hasta hace unos días, no había podido formularla en un credo.
Sucedió mientras platicaba, durante la comida, con la persona que representa para mí, el primer eco de dolor y, por lo mismo, el primer ser humano que encontró camino debajo de mi piel. Hablábamos de cine y de las actitudes que toman las personas ante escenas de violencia cruda. Sobre la manera en que muchos pueden ver con indiferencia o con curiosidad escenas de violaciones, tortura o maltrato a niños, por ejemplo. Cosas como esas, sobran en el cine, sea de arte o de Hollywood: Irreversible, Réquiem por un Sueño, Body Shots, Bámbola, Rob Roy, etc. Ejemplos también pueden encontrarse en libros, series televisivas y hasta en música.
Otro parangón de la violencia está en una película futurista de cuarta “Strange Days” donde un violador, a través de tecnologías virtuales hace que su víctima sienta, al mismo tiempo, la violencia que se ejerce sobre ella y el placer que él, el victimario, siente al hacerle daño. Una paradoja psicológica tan grave que no creo posible salir cuerdo o, por lo menos, vivo, de la experiencia.
He visto la indiferencia en el cine; así, mientras Dakota Fanning gritaba desesperada en el secuestro de Hombre en Llamas, un tipo tomaba, sin mayor emoción un sorbo de su pepsi tamaño gigante. Cuando Sin City, plagada de violencia y abusos, hubo quien comía un hot dog igual que comería la mano de las mujeres cuyas cabezas colgaban de la pared; hubo quien miraba con ojos de obscena curiosidad la escena del rapto y no entendía la resistencia de Bruce Willis en la cárcel. No dudo que más de uno haya tenido una erección cuando vio a Jessica Alba amarrada en espera de latigazos.
No sé si me causa fascinación, miedo o repulsión ver a esa gente inmutable, incapaz de relacionarse con el dolor humano, aunque sea ficticio. En cierta forma, es un indicio de pureza; el que puedan seguir comiendo mientras miran “Saw” —Juego macabro para mis paisanos— implica, según creo, que nunca han sufrido en carne propia ni como eco.
No me refiero aquí al dolor causado por la naturaleza, como la muerte de un perro por viejo o de un pariente a manos del cálculo renal. Todo eso, dentro de la lógica, la ética y la ciencia, tiene un sustrato racional que merma su capacidad de hacer perder la razón. Me refiero al dolor causado por el ser humano, por la violencia y el abuso. Conductas incomprensibles para cualquiera que no sea un abusador, torturador o asesino. Ahí no hay lógica ni explicaciones naturales sino un simple quiebre con la normalidad, con lo que todo hombre pacífico o “normal” considera como una posibilidad dentro de la vida.
Al caminar por la calle todos pensamos en tener cuidado con los automovilistas tontos, con los microbuseros locos, con las coladeras destapadas y hasta con los policías mordelones; muy pocos salen a la calle pensando que es posible caer a manos de un Hannibal, de vivir una “Casa de Cera” o un “Juego Macabro”, para el caso. Si alguno de nosotros considerara la posibilidad de que, al salir, será atacado por una banda de nazis violadores como los de la cárcel en “Historia Americana X”, ninguno saldría de casa o volveríamos a instituir los cinturones de castidad, por incómodos y poco higiénicos que sean. Son posibilidades que una mente normal no baraja en su plan de vida, tan lejos están de la vida del hombre, de su naturaleza. Pero son cosas que suceden.
Así pues, cuando esa violencia golpea la carne de un ser humano, hace mucho más que eso, quiebra su mente y su alma. ¿Cómo puede ser alguien capaz de hacer eso? ¿Por qué a mí? La mente busca explicaciones racionales, excusas para atenuar el absurdo, para mantener el contacto con la realidad y protegerse de la caída de todas las reglas y creencias. La contradicción por la violencia es tan grande que basta un golpe de esos para poner en entredicho toda regla humana, toda fe y toda sanidad. El golpe, por supuesto, reverbera alrededor de todos los que son una misma carne con la víctima.
El dolor es corrosivo, contagioso, nunca se aparta del corazón de quién lo ha sentido en una u otra forma. Muy al contrario, el dolor tiene la capacidad de multiplicarse —de subir sus decibeles como eco—, conforme más experiencias dolorosas conocemos o experimentamos. Eso es lo que yo creo porque es lo que siento. Así por ejemplo, cuando escucho el relato sobre alguien que murió a manos de los asaltantes, cuando me quema la carne saber que violaron a una conocida indirecta, cuando odio a un marido golpeador, cuando veo en la calle a una madre pegándole a su hijo para que deje de llorar o a un hijo pegándole a su anciano padre, siento, al mismo tiempo, el dolor presente y todos los anteriores. Es un efecto de sumación que no termina ni terminará nunca.
La ficción basta para recordarme las cosas más tristes que he visto o escuchado. En esos momentos siento que la garganta se me parte en dos porque algo en mí ansía escaparse de lo que soy. Es imposible, claro, porque estoy marcado; la bendita y pura indiferencia de los que beben pepsi en el cine me está vedada desde que el primer dolor encontró eco en mí. A veces me da envidia esa mirada inocente o indiferente de los que no sienten, de pronto, todo el dolor que yo siento porque se me pegó en el alma y ahí reverberará siempre.
Creo que más de la mitad de la violencia con que me asalta ese dolor y esa tristeza viene del hecho de que no pude ni puedo hacer algo para evitarlo. Está consumado. Cuando me entero de algo violento, ya está consumado, perdido en lo que es y ha sido y, por lo tanto, fuera del alcance de mis fuerzas o mi voluntad. Ante algo así, queda uno sumergido en el estado de espectador, de mero testigo y, en consecuencia, cómplice de aquello que no pudo evitar. Ni siquiera arrancarse los ojos sirve porque la memoria física y espiritual generan una posesión mucho más profunda. De pronto, uno es cómplice, testigo y defensor; posiciones tan contradictorias y disímiles que no pueden conciliarse, que abren el camino a lo irracional de la autodestrucción.
Cuando uno es testigo de algo terrible sucedido a un ser querido, a uno de esos pocos humanos que son como una extensión de la propia carne, siempre desea, si su afecto es verdadero, que todo le hubiera sucedido a él y no a la víctima. Un principio cristiano de sacrificio “no hay mayor prueba de amor, que morir por quienes amamos”. El amor muchas veces se manifiesta en ese deseo imposible de absorber todo sufrimiento sobre uno para evitárselo a la víctima. Pero cuando todo está consumado, ese deseo retroactivo no es más que insana y desagradable lástima. El dolor y el sufrimiento son irracionales, aleatorios; golpean, como el rayo, no al más desprevenido, sino al que pasaba por ahí en el momento menos adecuado.
El dolor, sin embargo, contagia, reverbera en la carne de aquellos que aman a la víctima. El dolor sobrevive a la muerte, al arrepentimiento, al castigo, a la curación y a la normalidad. El dolor sobrevive a todo. Forma una madriguera en lo más profundo del alma y siempre espera un pretexto para salir. Los que saben de lo que hablo han sentido esa cosa en la garganta, como si esta quisiera partirse en dos; han sentido los ojos hinchados, los brazos lívidos y el golpe demasiado fuerte del corazón en todo el cuerpo. Eso es el eco del dolor.
Para seguir vivo y salir a la calle sin cinturones de castidad, sin armaduras o espadas, es necesario aprender a ignorar el dolor y sus consecuencias. Quitar resonancia en el alma a lo que duele e intentar, por todos los medios, recuperar esa mirada “inocente” del que puede ver Orange Clockwork —Naranja Mecánica— sin estremecimientos y hacerlo mientras come una rica hamburguesa o un bistec bien sangriento. De otro modo, si hacemos ley del dolor, terminaremos como Alex DeLarge con deseos de vivir en paz, de morir, pero con tanta aversión a la violencia que será imposible quitarnos la vida.
No nos sorprenda, como con Alex y la Novena de Beethoven, cualquier cosa puede volverse violencia, cualquier objeto hermoso puede volverse tortura. La pregunta es ¿cómo vivir en este mundo? ¿Cómo soportar los whips and scorns of outrageous fortune? ¿Shall we take arms against a sea of troubles and, by opposing, end them?
Yo no tengo la respuesta. Si alguno la tiene, por favor, compártala.
6 comentarios:
Erick, acá dejandote unos cientos de besos y abrazos para el resto del mes, cada día te aprecio más, eres genial chicuelo..
yo tengo la respuesta.
La respuesta es:
¨B¨
Me cae, Gabriel es el gurú de la Vida Verdadera. He visto la luz. Andaba perdido y ya me encontré. Estaba ciego y ahora puedo ver....
Aqui ando, 11:38 pm, oyendo stone temple pilots, creo que el jueves tendré mi maquina! mientras te dejo besos en el aire.
Yo pensaba que era extraña por sentir lo que a otros les sucede, aún cuando no conozca a esas personas, a mí también me ha marcado la vida, el dolor ajeno, y no logro comprender la mecánica del olvido, donde uno escapa a esos ecos de tristeza del alma, para levantarse día a día y seguir cada quién en lo suyo.
Sin embargo, basta poner atención al interior, y gritan, bajo, sí, pero nunca desaparecen...
Quizás las personas no son insensibles, sino que supieron desde muy pequeños, como evadirse del dolor propio, cuando los lastimaron por "portarse mal", o cuando vieron partir a su papá, sin comprender porqué...y hoy al ser adultos, son capaces de presenciar la viloencia en tecnicolor, y comer al mismo tiempo..sin sentir náuseas...
Quizás algunos pudieron construir una coraza perfecta...Pero a los que no podemos escapar de los lamentos y los gritos de los niños que murieron en un kinder porque fueron tomados como rehenes, nos queda en esta vida sólo, el compartir con los que sienten algo parecido, para no volvernos locos o maniáco-depresivos.
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