Las minuciosidades, por exactas que sean, no constituyen una certeza, y se ha notado que generalmente la mentira se apoya en la precisión de los pormenores.—Julio Verne. Los hijos del capitán Grant
Hace más o menos un año que empecé con la tarea minuciosa y entretenida de leer, una a una, todas las novelas y las historias que escribiera Julio Verne, además de aquellas que se le atribuyen aunque no las haya escrito. La primera parte de este periplo en torno a la obra del escritor nativo de Nantes, me ha dado una impresión directa de relatos que hasta ahora conocía sólo de segunda mano. Así por ejemplo, De la tierra a la luna me era hasta el momento más familiar por las escenas del perdido filme de Méliès y sus ecos en otras obras como los viajes del Barón Munchausen y la maravillosa Invención de Hugo Cabaret. Nunca podrá decirse suficiente sobre el modo en que ese volver al origen de un mito, de una idea, devuelve la luz a lo que estaba opacado por el lugar común.
Hace un par de semanas leí Veinte mil leguas de viaje submarino, y fue una experiencia un tanto extraña, confusa. El libro es maravilloso, sin duda, pero leerlo causó algo como el efecto Mandela en la memoria de mi vida. Pasaba las páginas y disfrutaba la trama sin ser capaz de decir a ciencia cierta si había leído antes esa novela. Con todo, le tengo un cariño especial y mientras leía, podía también reconocer esos ecos y referencias que me llegaron desde otras obras e historias pero, al mismo tiempo, había algo más, una sensación de familiaridad y de extrañeza, como venida de otra vida u otro plano existencial. Tuve que hacer una buena revisión a la biblioteca para determinar que nunca antes había poseído ni leído ese libro de Verne. Siempre había deseado leerlo, pero hasta ahí.
Haciendo memoria, me di cuenta de que esa sensación de familiaridad incompleta con la trama, viene de la infancia. No sé qué año sería, pero entonces las películas las veíamos en formato Beta, y una tarde, un fin de semana, papá compró una película animada: Veinte mil leguas de viaje submarino. A pesar de mis mejores esfuerzos, no he podido conseguir esa versión animada, ni he podido determinar en qué año se produjo o quién la hizo. Pero pienso en esa película y, deformada por la memoria, entre brumas de pasado, es y siempre será una de mis favoritas. Por eso leer la novela me tocó tantas fibras sensibles. De la infancia, son Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla del tesoro, los dos caminos por los que papá y mamá me llevaron de la mano a los libros, a quien ahora soy.
Quizá para ellos, para mi familia entera, esas dos historias de animación que anteceden en mi memoria a los libros, son detalles más bien inadvertidos. No sé si convertí Veinte mil leguas en una de esas obsesiones infantiles que uno insiste en ver una y otra vez. Probablemente no, porque acaparar el tiempo ante la televisión era, en esa época, un proceso más bien complicado, improbable. Pero las ganas de repetir estaban ahí y tengo en la memoria las figuras de Ned Land y el Nautilus, y aquél dibujo de un extraño pez unicornio tan inverosímil como plausible, el aterrador Narwhal.
El caso es que esas animaciones, la de Stevenson y la de Verne, fueron los catalizadores para mis primeras ambiciones de lector. También era niño cuando papá llegó una tarde de la oficina con unos libros que había comprado para mí, parte de una colección de aventura y misterio que incluía en sus primeros títulos a Verne y a Stevenson. Fue así como leí Viaje al centro de la tierra, mi primer libro de Julio Verne. Y es hasta ahora, unos treinta años después, que al fin llegué a Veinte mil leguas de viaje submarino. Lectura que, por cierto, es parte de un ambicioso plan de leer todo lo escrito por Verne porque tuve la fortuna de hacerme con una colección completa de sus obras.
Así, entre lectura, memoria y nostalgia, recupero recuerdos de infancia y voy encontrándole respuesta a incógnitas siempre interesantes y que se nutren de la posibilidad. Siempre me he preguntado, por ejemplo, qué fue lo que hizo que papá decidiera regalarme esos libros maravillosos que me abrieron las puertas a otro mundo. Y me digo que quizá, él y mamá notaron cómo me emocionaban esos entretenimientos derivados de libros y pensaron que daría el salto.
Siempre se pregunta uno si sería el mismo o sería otra persona de no haberse encontrado con una influencia decisiva en la vida. Releyendo a Verne, me doy cuenta de que en sus páginas hay una obsesión lúdica por las palabras. Le gusta usar el nombre correcto y más simpático para las cosas. Por eso me es imposible pensar en La casa de vapor sin recordar otra época feliz, cuando la palabra «probóscido» deformada en «trompóscido» dio motivo a risas interminables junto al mar de Veracruz. Siempre me ha gustado también jugar con las palabras con alguna desconfianza, como si fueran al mismo tiempo lo que revela y lo que oculta.
En Veinte mil leguas, sin ir más lejos, uno de los personajes es especialista en clasificación taxonómica de la fauna marina y sirve como enciclopedia que nombra a cada monstruo y lo ubica en su reino, familia y clase. Conocimientos de esos que suenan impresionantes porque implican un ejercicio prodigioso de memoria, pero no sirven para nada. El personaje sirve como ilustración y como contrapunto al formidable capitán Nemo, quien sabe aplicar y usar cada conocimiento, siempre ve más allá de lo formal y lo resuelve todo gracias a ello. Por eso, mientras leía esas páginas, pensé en escribir un ensayo en torno al simulacro del saber formal, una crítica severa al modo en que los conocimientos de recitación son puro escudo o pretexto para ocultar la ignorancia sobre el mundo real, el de los seres humanos. Y cómo, al mismo tiempo, esa ignorancia es lo que permite adaptarse al mundo, mientras que Nemo, tan cargado de auténtica sabiduría, es un misántropo que se hunde bajo la propia soberbia como si se tratase de un mito griego. Me parecía la metáfora más perfecta de muchas cosas y me estaba entusiasmando con la idea.
En eso estaba, pensando en la escritura mientras leí la siguiente novela de Verne: Viaje al rededor de la Luna. Y como si hubiese adivinado las críticas y quisiera hacer saber al lector que sabía exactamente lo que estaba diciendo, Verne puso en boca de uno de los personajes la misma idea que yo había estado pensando. Michel Ardan, aventurero pragmático y simpático, señala una y otra vez que el saber de los eruditos vale de poco cuando se tiene un problema práctico, como ir camino a la Luna en el interior de una bala que ha perdido el rumbo. Lo dice precisamente un personaje que es más bien bromista, para que cada quien lo tome como quiera. Me quedé sin materia para mi sesudo ensayo porque Verne ya lo había dicho todo en unos renglones y de manera contundente. Maldito genio.
Así, cada vez me convenzo más de que no hay desperdicio en las aventuras, los viajes extraordinarios y la ficción especulativa del gran Verne. Sus novelas van de un lado a otro, analizan con precisión todos los aspectos de cada una de sus ocurrencias y, sobre todo, alcanzan cada color del espectro dramático. Hay suicidas, terroristas, héroes, trágicos accidentes y felices coincidencias que se entrelazan maravillosamente con la ciencia para la cual sirven de pretexto.
No sé qué clase de persona habría llegado a ser sin la intervención de papá y mamá y Julio Verne, pero me gusta ser este que soy. También por eso me gusta hacer mi propia ficción especulativa sobre el destino de mi colección de obras de Julio Verne. Acaso alguna vez la heredará un niño, un adulto, alguien que en esas páginas encontrará también la curiosidad, la duda, el drama y la obsesión interminable por saber un poco más, imaginar otro tanto y aplicarlo todo en la vida diaria. Esos libros serán para alguien que, en su momento, será también feliz, que acaso volverá la mirada como yo a los cuarenta y tantos, para reconocerse en lo que fue y sabrá que nada esencial ha cambiado, que niño o adulto, lo mejor que tenemos es nuestra capacidad para asombrarnos e inventar. Y para asombrarnos ante aquello que vamos inventando.